15.8.08

El hermano de Ernesto

Era muy chiquito. Lo sacaban a pasear con una correa por el barrio. Su hermano Ernesto lo cuidaba por las tardes. A la mañana se quedaba solo. Un señor de bigotes grandes venía los fines de semana y lo castigaba con un látigo, le flagelaba las piernas. Ernesto lo encontraba despatarrado con los ojos apenas abiertos, y le daba un poco de agua para que se recuperara, luego lo sacaba a pasear y le contaba cuentos imaginarios en el camino. En esos cuentos siempre había una madre que se iba, que les daba una gota de amor y se iba, y un padre sangriento y cruel, que desde su enorme estatura los aturdía con la profundidad de su voz y sus palabras; a veces los protagonistas, los pequeños héroes, ganaban, a veces perdían, a veces morían, pero la mayoría de las veces no pasaba nada y el cuento se transformaba en un suplicio eterno, y Ernesto se ponía llorar bajito y del dolor no podía seguir caminando. Lo dejaba inmóvil la pena. Su hermanito lloraba con ojos perrunos, lo acariciaba con los pelos suaves de su cara, y Ernesto se levantaba, tomaba aire y seguía caminando, daba la vuelta a la manzana y regresaba a la casa de la abuela. Los días de semana transcurrían en relativa tranquilidad, aislados del mundo, con una rutina que era un bálsamo. Los fines de semana, en cambio, eran el terror. Ernesto debía dejar solo a su hermano, y el pobre temblaba al verlo partir, temblaba porque sabía que inexorablemente por la puerta desvencijada entraría el hombre del bigote grande, que lo castigaría de maneras indecibles, y lo obligaría a permanecer ridículamente pequeño. El jueves, en realidad, era el último día feliz de la semana. El viernes ya la angustia trepaba por la garganta, y ninguno de los dos podía disfrutar del paseo. El sábado a la mañana, como todos los fines de semana, tuvo que tomarse el tren para ir a trabajar en un almacén. No tenía otra opción. A la mañana iba a la escuela, a la tarde cuidaba a su diminuto hermano, y los fines de semana tenía que trabajar para mantenerlo, darle de comer, limpiarlo, comprarle los remedios. A la tarde, cuando el sol estaba cayendo, llegó el señor del bigote grande. Abrió la puerta de un golpe y gritó: "¿dónde está mi pequeño monstruo? ¿dónde está mi montaña de dólares?". El hermano de Ernesto estaba acurrucado en el rincón más oscuro de la casa, donde la abuela solía dormir y donde la abuela murió una mañana sin pena ni gloria. Con pasos duros que sonaban a un tambor africano, el señor se iba acercando al pequeño. El látigo en lo alto cortaba el techo en dos. Los ojos se cerraron. El dolor era como un chasquido de brasas en las piernas. El señor del bigote grande no lo dejaba crecer, lo quería pequeño al monstruo, para que resultara monstruoso del todo, horrible, un monstruo único, y así llevarlo a los circos y vivir de él, matarlo en vida a latigazos, molerle los huesos con espátulas, y aprisionarlo para siempre en una jaula mugrienta. El pequeño hermano, desde el rincón oscuro donde miraba el mundo, fue dolorosamente dándose cuenta de esta verdad, de su destino, y no pudo evitar sentir una inmensa pena por el señor del bigote grande. Cuando el lunes llegó Ernesto se encontró con algo inesperado y maravilloso: sobre la mesa estaba su hermanito muerto, pero largo y alto, completamente peludo, con una larga y hermosa cola, pero ya no pequeño, si no bien desarrollado, resplandeciente, y en el rincón oscuro donde murió la abuela estaba el señor del bigote grande, con la cara entre las manos. Llovía. Afuera, los leones estaban llegando.

13.8.08

Bussi llorando

Es un genocida. Un torturador. Un asesino. Y llora como un nene. Es Antonio Domingo Bussi, conozcan al hombre detrás del monstruo. Él llora. Llora por él, no por los otros. No se arrepiente. Bussi lo sabe, está convencido: hizo el "mal" para beneficio de todos. Es un genocida a punto de morir y llora, y de repente se le cae la máscara, parece un nene. Es patético, dirán los más duros; es triste, dirán otros; es un show, dirán los cínicos. Pero uno, que todavía piensa que incluso las personas más malvadas, los hombres más poderosos, tienen a un niño perdido en su interior, se le estruja un poco la garganta al verlo llorar a Bussi, al borde de la muerte. Sabe que lo que dice no es lo que siente, que adentro, bien adentro, escarbando entre la porquería, está arrepentido. Su cara lo dice. Llora como un nene caprichoso, llama a su mamá con el llanto, y es un genocida. Bussi asesinó personas con la impunidad de los poderosos, aplastó al indefenso con placer, y nosotros le pusimos el mote de "monstruo". Pero ahora llora y está a punto de morir. Puede ser que finja, es cierto, que ese llanto sea una actuación, ¿pero no es eso más triste todavía? ¿No lo convierte más en un "nene perdido"? Los de un lado lo reivindican como héroe en la lucha contra la "subversión", y los del otro lado le ponen motes y piden castigo, y niegan así (por miedo, por espanto) el costado humano de Bussi. Niegan que hasta el asesino más atroz, hasta el dictador más sangriento, fue un bebe, fue inocente, lloró sin actuaciones, y quizás en su niñez tuvo momentos de pureza, de estupidez, de cariño, de amabilidad, de comprensión, de amor incluso. Es duro pero hay que aceptarlo: torturar es humano. Los asesinos no son alienígenas, no son monstruos, nacieron como nacimos todos, e incluso en su poder impune fueron simplemente seres humanos. La pregunta que debemos hacernos es: ¿qué le pasó a aquel bebé para convertirse en Bussi, el general? ¿Qué le pasó a ese viejo a punto de morir, nuevamente casi un bebé, para hacer lo que hizo y llorar? Incluso el acto más atroz es humano, lo cual no significa que como sociedad debamos ser condescendientes con el que mata y roba. Simplemente significa que debemos comprender, que debemos ir más allá de la etiqueta, que cuando llamamos a alguien "monstruo" o "genocida" es en realidad un tranquilizante para nosotros, una tipificación que quiere tapar la verdadera y mucha veces cruel naturaleza humana. Una de las grandes enfermedades de la Modernidad, y diríamos de la Humanidad en toda su Historia, ha sido la moral. Y sin embargo, y he aquí la paradoja, necesitamos de una moral para sobrevivir, necesitamos (como nenes perdidos) que un papá nos diga qué hacer y qué no hacer. A pesar de que en la Modernidad la moral judeo-cristiana ha sido resquebrajada, todavía pensamos a través de ella, todavía nuestra leyes y nuestros actos se rigen por esa moral caduca. Incluso los denominados sectores de izquierda o grupos de Derechos Humanos se rigen por esa moral, es más: son los grandes ejecutores de esa moral caduca. A veces es tal la crueldad de sus declaraciones que parece un nazismo, un fascismo de izquierdas. ¿Cómo pretendemos crear una revolución social si nos basamos en una moral podrida? ¿Cómo queremos "otro mundo" si luego pedimos cárcel y castigo a través de los métodos burgueses de justicia? La moral no hace otra cosa que tapar la animalidad del hombre, reprimirla, lo cual fue útil para nuestra supervivencia, pero ya es hora que dejemos atrás esa moral, que pensemos por nosotros mismos, que aceptemos nuestra animalidad y que lidiemos con ella, que ya no nos pongamos saco y corbata y señalemos con el dedo, desde un pedestal falso. Bussi es un asesino, un genocida, todo lo que quieran, pero es un ser humano, con todas sus espinosas contradicciones, como lo fue Hitler, como lo fue cualquiera, como dolorosamente quedó demostrado cuando en el juicio rompió a llorar como un nene caprichoso. ¿Esto lo exime de sus crímenes? Ciertamente no. ¿Pero quién nos exime a nosotros? Cuando uno juzga, ¿quién te juzga? Cuando Dios no existe, ¿puede la burocracia estatal erigirse como mito de Justicia? ¿O será que en el fondo nos espanta pensar que todo está permitido, que hasta el acto más atroz es comprensible? ¿Por qué juzgamos a Bussi, por qué lo condenamos? Si lo que hizo para él está bien, ¿cómo le decimos nosotros que está mal? Quizás a lo máximo que podemos aspirar como sociedad es a que Bussi se arrepienta y sepa en su interior que en realidad obró para otros más poderosos que él, para otros que fueron los verdaderos beneficiados, para otros que no fueron nada ignorantes a la hora de desatar el terror sobre nuestro país, a otros que hicieron todo lo posible para que nada cambiara, a otros que se esconden detrás de la cortina y que jamás serán juzgados. Bussi morirá pronto, su cuerpo se pudrirá bajo la tierra, se llenará gusanos, y estará tan lejos de nuestro paraíso, del paraíso de la "gente buena", que trabaja, que cría sus hijos, que va al supermercado todos los días, que paga sus impuestos, y que jamás se sentará al lado de un "monstruo"; Bussi morirá y quizás en su último suspiro, como una poderosa brisa helada, todas las caras de la gente que asesinó le digan "presente" al oído. Es la única justicia a la que realmente podemos aspirar.