29.11.08

La vida es un círculo, cuadrado

Chucky pisa un papel, se resbala y cae de espalda sobre el asfalto mojado, un colectivo que viene silbando smog no lo ve y le pisa la cabeza. El colectivero, aterrorizado, grita en el medio de la calle. Se imagina: la mirada de los vecinos, los reproches de su esposa, el juicio, quizás la cárcel. En las semanas siguientes, entra en una profunda depresión. Intenta suicidarse. Sólo se quiebra la columna. Su esposa le pide el divorcio. En el hospital, un médico lo anestesia sin saber que el colectivero posee una rara alergia al propofol, que lo mata. El anestesista es despedido. Entra en una profunda depresión. Se replantea su vida. Se va a vivir a Perú. En Perú conoce al amor de su vida, Ana. Se casa y tiene dos hijos con ella. Empieza, de a poco, a dedicarse nuevamente a la anestesiología. Al cabo de dos años, ha ganado mucho dinero. Conoce a Julia. Hermosa. Se enamora. Ana los descubre una noche. De un cuchillazo mata a su esposo. Julia se esconde en un rincón del dormitorio, aterrorizada. Agarra un florero y se lo parte en la cabeza a Ana. Se va corriendo, desnuda. Un vagabundo la ve. En la calle no hay nadie. Julia le dice al vagabundo que llame a la policía, pero el vagabundo la amenaza con un cuchillo, la lleva a la esquina y la viola. La policía arresta al vagabundo. En una cárcel de Lima conoce a Martín, una mula argentina detenida en Perú por posesión de cocaína con intención de venta. Martín y el vagabundo se hacen amigos. Luego de cinco años, Martín es liberado y vuelve a su país. Se reencuentra con su familia, comen el domingo un pollo a la parrilla. Felicidad. Martín muere atragantado. Su madre llora desconsolada, entra en una profunda depresión, se encierra en su casa, sola, a oscuras, no sale durante días. Escape de gas. Muere. La encuentra tendida sobre la cama, boca abierta, ridícula en su vestido desteñido floreado, el mellizo de Martín, que sufre de epilepsia. Dos días después le agarra un ataque de epilepsia mientras cruza la calle. Pasa un colectivo y le pisa la cabeza. El colectivero grita, desesperado. Depresión, divorcio, suicidio, hospital, error, muerte. El anestesista viaja a Uruguay, se oculta de la Justicia, pasan los años, la conciencia ya no molesta, empieza una nueva vida, pesca un gran pez en La Paloma, riquísimo, frito, lo come. Espina. Se queda mudo, no muere. Se pone de novio con una chica ciega. Ciega ella y él mudo, son felices aproximadamente durante dos meses. Al tercer mes, tienen siameses. Los deben separar. Uno morirá. Mueren los dos. Hay crisis en la pareja. Una noche, el anestesita se escapa, la deja sola a la ciega, a su amor, a su pata coja. Tres segundos. En el primero, siente que la extrañará. En el segundo, se siente feliz de ser mudo. En el tercero, una maceta le rompe la cabeza. La señora estaba limpiando, no se dio cuenta. Era una hermosa azalea, se la había regalado su hermano, hace unos cuantos años. La señora se esconde, no dice nada, ni siquiera sabe que acaba de matar al anestesista. Al otro día sale de vacaciones (un tour por Perú) y no quiere que nadie la moleste. Duerme como siempre, desayuna como siempre, hace el equipaje, se toma un taxi, luego el avión. En Perú el viaje empieza mal: la roban antes de llegar al hotel. El ladrón es el vagabundo violador, que acaba de salir de la prisión. Escapa con todo el equipaje de la señora. Con los dólares que encuentra en una de las valijas vive tranquilo, sin sobresaltos. Sin embargo, la gente lo mira raro, no puedo escuchar música, ni ver películas, porque se siente culpable por todo, porque siente que todos los señalan, se tortura, se marea, decide robar. Robar y violar. A una turista. La turista queda embarazada. Quiere suicidarse. Quiere arrancarse al bebé. Se convierte al evangelismo y decide tenerlo. Es una bendición. De Perú viaja a su país, México. De México a Estados Unidos, como inmigrante ilegal, con su hijo bastardo. Le pone Chuck. En la escuela los amigos le dicen Chucky. A los quince, Chucky es un drogadicto consumado. Probó: marihuana, éxtasis, cocaína, LSD, heroína, metadona, ketamina, anfetaminas. Se enamora de Karina, una chica argentina. Se muda con ella, a Buenos Aires. Se drogan seis días a la semana. El séptimo descansan. Una noche caliente de Diciembre, Chucky descubre a Karina con otro. Se larga a llorar como un nene, la insulta en inglés y en castellano, golpea la puerta y se va. Al cruzar la calle, pisa una bolsa, se resbala y un colectivo le pisa la cabeza.

20.11.08

Miedo a la vida

La ciudad no tiene fin. Es un laberinto de autos, de pedazos de baldosas rotas, un conglomerado que sirve para que la gente gane más dinero y viva peor. Es el miedo a la vida. No hay otra cosa. Nada nos ata a la ciudad sin fin. Estoy en una calle cualquiera, entre dos calles cualquiera, camino dos cuadras y de nuevo en el mismo lugar. ¿Dónde está el comienzo? ¿Dónde el horizonte? Me subo a la terraza y un edificio me ha tapado el sol de las mañanas. Los días cesaron de comenzar. En la ciudad hay: charcos sucios que se agolpan contra los cordones de las veredas, pequeñas peleas entre novios, negocios que venden productos a ofertas inmejorables, hay ruido de bocina, hay silencio de charla, hay miles de personas iguales a otras miles de personas, hay remeras de colores, hay anteojos y maletines, hay colectivos monstruosos que devoran pasajeros, hay semáforos aburridos, hay tazas de café besándose con las cucharitas, hay gordos que esconden la panza, monedas que se caen al asfalto, hay edificios de caras borradas, hay luces que nunca se encienden, hay taxis y taxis y taxis y taxis y taxis y taxis, hay un guardia de seguridad que cuida enormes cantidades de dinero que no son suyas, hay una plaza de árboles ignorados, hay un perro vagabundo que se está muriendo de hambre, hay unas palomas inflando el pecho sobre el poste de luz, hay un viejo sucio comiendo arroz, hay un nene que le roba un celular a una señora, hay otro nene que mira por el balcón la infinita cascada de autos, hay una prostituta en la plaza esperando que se haga de noche, hay un papel de caramelo que es pisoteado por una moto, hay tachos de basura rotos, hay un colectivero que insulta a otro colectivo que a su vez insulta a su esposa que a su vez le pega un chirlo a su hijo que a su vez llora en silencio y carga al vizco de su clase, hay Bancos con las puertas cerradas, hay una vieja tirada en el suelo y unas señores comiendo ensaladas a su lado, hay postales a dos pesos, hay una estampita en la mano de una nena, hay amigos tomando cerveza, y hay tantas cosas más que nadie mira de tan acostumbrados que estamos, porque son las mismas cosas que todos los días aparecen en los mismos lugares en la ciudad sin fin, nada se modifica, todo es cíclico, como en el infierno, no hay manera de salir una vez que uno se ha atado a la ciudad. Para salir de la ciudad hay que seguir las siguientes instrucciones: tomar un micro de larga distancia, al destino que usted quiera, con un mínimo de 150 kilómetros de distancia, sentarse, observar (ahora sí) el horizonte, olvidarse que existen los autos, tomar una bicicleta, salir a pasear, ir al mar o al río, o a la montaña, dejar de tenerle miedo a la vida, dejar de vivir amontonados como palomas en un palomar, arriesgarse, jugarse, porque, al fin y al cabo, es ése uno de los actos de rebeldía más accesibles e inmediatos que podemos implementar. Estamos acá porque somos herramientras útiles para generar ganancias. Vayamos lejos, hay mucha tierra. Empecemos de vuelta. Donde no hay cárteles con publicidades. Ahí, lejos, donde los problemas existen, donde el hambre existe, pero donde la existencia cobra su dimensión verdadera. En las mañanas tendremos el horizonte, tendremos una brújula en el cielo y jamás nos perderemos.

5.11.08

Condenados

El abogado se acomoda la corbata, pone su mejor cara de hombre civilizado y dice: "a los violadores hay que castrarlos". En el centro de la ciudad un hombre cualquiera, que no es abogado, que es un simple empleado, que está solo, que está tan solo, que está sólo porque no puede comunicarse, lo intenta, lo intenta, siempre, lo vuelve a intentar, no puede comunicarse (el departamento está sucio). Cuando se abre a los demás, se le cierran las puertas. No sabe hablarle a la gente, pero los quiere, se asoma por la ventana, ve a la secretaria, a la adolescente, y las quiere, pero todos lo ignoran (y el departamento está sucio). Nada cambiará en su vida, jamá nadie golpeará a su puerta y lo saludará, fatalmente se da cuenta de eso. Nada cambiará, siempre igual, siempre seguro. Para otros, es un alivio. Para él, un tormento. Todos los días encerrado en el departamento (sucio). Todos los días mirando televisión hasta que se le cierran los ojos, todos los días masturbándose mirando las revistas, todos los días la angustia de querer que alguien lo quiera. Piensa: ¿por qué nos atamos tanto? ¿Tanto nos cuesta hablarnos, mirarnos, tocarnos? Observa con odio cómo a muchos les resulta tan fácil comunicarse y amarse y adorarse. Son chicos y chicas lindas, agradables, bien vestidos, sonríen bien, están bien peinados, son buenos, se les nota, son buenos chicos, van al gimnasio, todo el mundo los quiere, quién no los va a querer. Es tan fácil todo para ellos. Pero para él, para el hombre del departamento sucio, no hay nada más complejo que comunicarse. Las barreras que le ponen los demás lo horrorizan. Nadie lo quiere como es, porque es una persona despreciable, y él simplemente no puede cambiar. Ya se dio cuenta de eso. La vida lo fue llevando por ese camino, casi sin querer, sin darse cuenta, y ahora es grande y no puede cambiar. ¿Qué hacer? Sin embargo, en su trabajo conoce a una mujer distinta. En verdad, no la conoce, simplemente la ve, todos los días la ve, casi que no puede dejar de mirarla. Al principio era una más, pero una vez le sonrió y eso bastó para que él la transformara en una obsesión. Nunca le habló. Soñaba con ella, vivía por ella, se masturbaba pensando en ella. Una noche, la siguió. Estaba hermosa, nunca había visto una mujer tan hermosa. Las tetas grandes y perfectas, la cola marcada por la calza (seguramente va al gimnasio, sí, seguro). Le dio asco su departamento sucio. Esa noche la cabeza le explotó. Todo giraba, lo prohibido lo excitaba, lo sacaba de la rutina, lo prohibido lo hacía amar la vida, lo volvía a la niñez, a la novedad de la vida, lo prohibido, lo inútil, lo sin sentido, el amor, la unión, la violencia, el dolor, el parto, la madre, la vida, la propiedad, la mujer. Al otro día salió decidido. Después del trabajo, la siguió unas cuadras, y en un rincón oscuro de la ciudad la golpeó y la violó. Se sintió triste y más vacío que antes cuando se tuvo que ir corriendo por los gritos de ella, sin poder decirle cuánto la amaba. El abogado, que ama a su mujer y a sus hijos, dice que no puede ser que los criminales entren por una puerta y salgan por la otra, que no podemos dejar libre a una persona que probablemente va a cometer otro crimen, que hay mantenerla presa por las dudas, condenada para siempre. El abogado dice eso, dice eso y no comprende, y no comprende y al no comprender ignora, y al ignorar odia, y al odiar nos separa, nos confunde, nos asesine. Luego regresa su cárcel con forma de chalet (y el chalet está muy limpio).