28.2.09

Dodo

Qué triste es la pena del dodo. Vivió en su isla tranquilo durante larguísimos años, tiempos donde no había tiempo, lugares cuando no había lugares. El dodo era un pájaro melancólico: tenía alas pero no volaba, miraba de costado como extrañado del paisaje, caminaba lento porque su vida estaba arraigada. Cantaba, bailaba y sonreía el dodo, pero siempre sin cantar sin bailar sin sonreír el dodo. A veces dodeaba cuando los demás sin dodear los miraban pasear, y sin dudas el dodeo no era para cualquiera. Dodeando se le escapaba el mundo, y el mundo tenía en el pecho un dodo enclavado en miel y tierra húmeda. El hombre que llegó a la isla, sin embargo, lo llamó "estúpido", lo enjauló y dejó a la tierra sin corazón. Era lento el dodo como lenta es la luna, y el hombre que estúpido le decía al pájaro era estúpido por demás por no comprender lo que se comprende sólo respirando, sólo caminando, sólo estando. Qué triste la pena del dodo, que murió en manos del idiota mayor, que fue masacrado por diversión, que fue trasladado a tierras inhóspitas y que fue objeto de burla y de resentimiento. Por ningún pecado murió el dodo, más bien hace morir al hombre, inexorablemente, día a día, deprimido, sin un dodo que lo acompañe. El mundo se acabo entonces cuando se extinguió el dodo. Al dodo no le importó. Dicen en la isla que el último dodo libró una lágrima que cayó infinita rogando a la tierra por la estupidez del hombre; dicen que a un isleño los ojos petrificados del último dodo le dictaron un cuento entero que decía así: "bailaba la pena de un danzarín pájaro en la cascada, era tristeza libre, tristeza por la belleza, confusión por la certeza de estar vivo, admiración del árbol, hasta que una roca conmovió al pájaro, lo dejó inmóvil en su perfección: era una roca única al ser igual a miles de otras rocas; entonces el pájaro, que era el Gran Dodo, siempre vivo y enterrado en todos los dodos, entendió que su fin estaba dispuesto, que ser lento, pacífico, respetuoso, melancólico era su destino, pero que llegarían días de dolor no para los suyos, si no por la bestia ignorante, que vendría a saquear la tierra, que se llevaría a los hijos de los hijos de la tierra; el Gran Dodo, pues, se convirtió en árbol y dio asilo al primer nido de dodos del que todos los dodos descienden, que es como decir del que todo nació, hasta la estrella más distante". Es lento, es aburrido, es gracioso, es tonto. Con un hachazo le cortaron la cabeza, con un sorbo de fuego quemaron la isla; así, el que creía dominarlo todo se volvió fantasma. Mató indios, mató desaparecidos, pero cuando mató al dodo mató todo, cuando se burló del dodo se escindió de la tierra. Pero como hombre es quien escribe estas doderas palabras y como el lenguaje, como todos deberían saber, viene del dodeaje, es la esperanza certera la que nos mantiene atados a un camino, la esperanza del dodo no, que es enorme, pero sí la modesta esperanza de que alguien lea lo que escribimos, de que se nos haga danza la piel, y es por eso que digo, humilde pero certeramente: para que el mundo vuelva a su cauce normal y el universo no colapse de tristeza, debemos resucitar al dodo, colocarlo de nuevo en su isla, y como el pájaro melancólico fue eliminado hace muchos años por nuestras manos salvajes, debemos sentarnos sobre la roca de un cerro y esperar toda la vida, pedir hasta que nos sangren los ojos para convertirnos en dodos por unos instantes, unos instantes que duren toda la vida, que son un par de años, que son toda la existencia para el dodo, que es el principio y el fin del orden de las cosas en el universo.

24.2.09

Camino y piedra

Cuando vivía en mi pueblo, las noticias de la ciudad llegaban con eco, masticadas, lejanas. Era un microclima, decía yo, y me enojaba. Un día llegando a la ciudad le dije a mi primo "mirá lo que es esto" (los taxis gruñían como tiburones alrededor del colectivo), le dije que la ciudad te tiraba abajo y él me respondió: "sí, es verdad, pero la ciudad te da anonimato, te cobija sin importar quién sos, no te juzga, te esconde". Me dejó sin palabras, puse cara de "es cierto" y luego con el tiempo lo fui comprendiendo. Me escondí entre el cemento, me olvidé del cielo. Amurallado en mi departamento la vida era algo ajeno; y yo, un anónimo, uno más, alguien que no existía, sin peso, leve, muerto en vida, al costado. En los pueblos todos saben quién sos, la mirada del otro es pesada como un yunque. En la ciudad te ignoran. Me quedé en la ciudad. Lo gris de los edificios se fue metiendo en mi casa, como un preso que no conoce más que sus rejas y cuyo horizonte es la pared. Me deprimí, que es la forma más idiota de la tristeza. Me inmovilicé. Pedí ayuda a una mamá y a un papá. Creí en Dios y dejé de creer al rato. Me atosigué de noticias, de titulares y volantas, de programas de televisión, de realidad. De realidad, así decía yo, la realidad está en la ciudad. Eso creía. La realidad está acá, no en los pueblos adormilados del interior. Eso creía hasta que me fui al norte de Córdoba, años más tarde. Allí hay muchos cerros, algunos tienen plantas y árboles antiguos, otros piedras, y entre todos ellos hay uno de rocas rojas como la piel del indígena que lo habitó hace años, en otro mundo, en otro sueño, en otra realidad. Se llama Cerro Colorado. No es demasiado alto ni demasiado vistoso desde lejos, pero en su misteriosa soledad parece absorber las almas de los que lo visitan. Hace miles de millones de años que conoce la tierra que lo sostiene y los ríos que lo bañan, que da cobijo entre sus dolorosas piedras a las aves y los pastos sufridos. El hombre no era ni siquiera un insecto y el Cerro Colorado ya estaba ahí, inmutable, bello en su tosquedad, haciendo enmudecer al silencio. El Cerro tiene memoria de años puros y tristezas soleadas, en sus rocas se guarda el secreto de la tierra para el que sabe mirar. Bajos sus aleros los indígenas pintaron lo indecible, lo que el paisaje les quitaba en palabras lo volcaban en dibujos. Un guanaco, un cóndor, unos cerros. Nada más. Desde arriba del Cerro se puede escrutar el infinito, que es una selva serrana interminable, un mundo enclavado en la realidad de las rocas. Ahí, sentado bajo un mato, agradeciéndole la sombra, supe la verdad, como sin querer: no hay más realidad que el Cerro Colorado. Los problemas de los hombres de la ciudad quedan pequeños y ridículos frente a la verdad colorada del Cerro. Las noticias ya no sonaban lejanas, si no directamente extrañas, bizarras, provenientes de un mundo pegajoso y fútil, como de un circo de hormigas con cerebro de mono. Bajo el cobijo de un mato, en el Cerro Colorado, fui anónimo también, como en la ciudad, pero de un modo radicalmente distinto. Mientras en la ciudad la soledad atosiga, en el Cerro la soledad libera; mientras en la ciudad la tristeza es depresión, en el cerro es belleza; en la ciudad el anonimato es desprecio, en el cerro es respeto; en el Cerro Colorado uno es anónimo porque la naturaleza aplasta el ego, en la ciudad el anonimato es producto de una indiferencia atroz. La poca gente que vive bajo el Cerro Colorado conoce el valor de cada paso, el sonido de las suelas contra las piedras añosas, se saluda cuando se cruza con alguien aunque no lo conozca. En la ciudad, ya de vuelta del Cerro, en la calle nadie me saluda, y los que lo hacen, al salir yo de mi edificio, lo hacen con una impostura insoportable. Caminé unas cuadras. Una tristeza infinita me acompañó. Sentí que el Cerro Colorado me había ganado el cuerpo. Sentí que el paisaje se había hecho dueño de mi vida, de mi andar, de mis pensamientos, de mis palabras. Añoré su silencio con una necesidad urgente. El Cerro me llamaba con amorosa cautela. De pronto, la ciudad se me hizo fantasía. Mis raíces habían quedado en esos cerros, en esos valles, en esa lejanía que era mucho más cercana que el cemento y los autos y la gente, vacía y anónima. Sin darme cuenta, seguía viviendo en el Cerro, mi memoria estaba allí, mis raíces habían crecido en esos pocos días, mientras que la ciudad en la que viví tantos años me quemaba las raíces todos los días, como si debajo del asfalto hubiese un fuego que asesinara lo perdurable y hermoso de este mundo. Extraño el Cerro Colorado como nunca pensé que lo iba a extrañar cuando estaba frente a él, con mis ojos tratando de asimilar el paisaje. Todos nosotros moriremos, todas las noticias pasarán, los problemas desaparecerán y volveremos a inventar otros, y el Cerro seguirá ahí, hermoso, enorme, eterno y tierno como una plantita con las raíces llenas de tierra. Nada más me queda para decir que esto: perdón, perdón por ser tan torpe y tratar de ponerle palabras a lo que está más allá de lo decible (las nubes allí son cartas de amores lejanos), me siento incómodo contando lo que no puede ser contado, ocurre que hoy un fuego quemó mis pies, me hizo temblar la espalda y me quebró en dos. Yo vivo en Cerro Colorado aún estando en la ciudad. Ahí, en el norte de Córdoba, está la casa espléndida, la de siempre, la que nunca tendríamos que haber abandonado. Perdón de nuevo, dice este humilde escritor de palabras bruscas y atolondradas, que de ahora en más comparará todo lo que escriba y todo lo que haga en su vida con la belleza del Cerro. Si alguna vez llegara a crea algo, a hacer de mis días un poema que sea la mitad de bello y pleno y eterno que el pastito que nace en una roca cualquiera del Cerro, entonces que me den un poncho, un sombrero y una guitarra, me voy a dormir tranquilo, a fundirme en la tierra, a hundirme en el río, a evaporarme y ser nube, para caer como lluvia y adornar por un segundo la cumbre del Cerro Colorado. No hay otra gloria ni otra felicidad posible.

1.2.09

No estoy ahí

Qué es el hombre, qué es, qué es, le dice el niño al padre, y el padre rascándose la cabeza le dice que no sabe, que no sabe lo que el hombre es, que le pregunte al árbol más lejano, el que crece solitario y sin sentido, el que nunca fue pequeño, el que nunca muere, el más antiguo entre las cosas más antiguas del universo, y el niño arma el bolso y sale tranquilo a visitar el árbol más lejano y más antiguo, en el camino no se pregunta nada porque en su cabeza sólo existe una cuestión que lo angustia, qué es el hombre, qué es el hombre, se lo preguntó su abuelo antes de morir, le dijo que él no moría porque nunca había sido, que había sido miles pero ninguno él, ése que moría, que recién era el que moría minutos antes de morirse, y que durante su juventud había estado preso y había sido amado, odiado, ignorado, amante de la literatura, navegante de los mares, pero que entre todos esos seres que habitaban en su mundo ninguno era el que moría, entonces, nieto, qué soy, quién muere, de dónde sale este miedo, averigua hijo qué es el hombre, cuál de todos somos, si es que en verdad existimos, no nací sin antes haber muerto y no fui niño (decía el abuelo) sin antes haber dado un tiro al bebé que jamás existió; mírame, muerto y sin embargo no estoy aquí. El camino era largo como la pena, las piedras eran hondas como la oscuridad de la noche, y sobre el vacío se recostaba el árbol, apenas viejo en su eternidad. El niño le preguntó qué es el hombre, pero el árbol no dijo nada, quedó callado como callada estaba la luna. El niño preguntó nuevamente y al no encontrar respuesta golpeó el tronco con angustia y desengaño y se tiró con los dientes apretados sobre la tierra húmeda para intentar dormir. El niño se hizo adulto, envejeció cambiante, con el lamento de crecer y marchitarse, de no encontrarse jamás, y no comprendió a las personas que no cambiaban, que era siempre una en su vacío, que tenían su ser fijado en las costumbres, en los usos y las costumbres, en la maquinal copia de los modales y los pensamientos, en la educación petrificada y caduca, en la moral putrefacta, ellos vivían en el vacío del ser, jamás cambiaban, eran constantes, se fijaban objetivos nimios, vulgares, y los conquistaban sin cambiar, eran doctores nacidos en familias de doctores, algunas noches se permitían ser otros pero enseguida volvían a sus máscaras, máscaras que disimulan el vacío del no-ser, en cambio yo fui escritor pero no soy escritor, fui poeta pero no escribo poesías, fui mecánico pero olvidé como hacerlo, soy marxista y luego anarquista, creo en dios y luego lo detesto, amo a Jesús para escupirlo, soy tantas cosas, tantas cosas, profundamente, no una moda, he sido tanto y no soy nada, y no he fallado, es que la naturaleza del hombre (dijo el árbol) es un péndulo sobre la falta de identidad, hoy eres francés y mañana búlgaro y pasado mañana te preguntas qué es ser francés o búlgaro, si eso realmente te constituye como ser y te das cuenta que no, que sos de River, de Juventus, de Boca, pero que nadie es de Boca o de River, o búlgaro, que todo es un invento y luego te encuentras convertido en cínico y te asqueas de ser cínico y prefieres creer en algo, entonces te aferras a la naturaleza, que nunca defrauda, y te gustaría ser tallo de la flor más pobre pero es imposible porque eres hombre, tristemente un hombre, no puedes dejar de ser, jamás, de buscar aferrarte y entonces, niño (dijo el árbol), te daré la respuesta: el hombre es la alegría de no ser y al mismo tiempo de ser todo, su arte debe ser el cambio, hoy campesino, mañana amante, poco importa si lo que guarda en su bolso es una planta que hecha brotes en la oscuridad. Y así, un día, comprendió las sabias palabras del árbol y se borró la cara, se desdibujó las facciones, se eliminó de la tierra en busca de la auténtica verdad, que es el cambio, la verdad es que no existe verdad, la certeza es la búsqueda de la certeza, somos cuando nos liberamos y buscamos incasablemente el ser, pero esa búsqueda no debe tener final, el anhelo no debe ser el hallazgo del tesoro, sino la poética búsqueda, la plenitud del heterónimo. Soy todo lo que me rodea, soy mis libros, mí música, mi palabras, mi mirada en otra mirada, y a la vez no soy nada de eso, soy un cowboy, un negro que toca la guitarra con las manos doloridas, soy un fantasioso en un mundo de jirafas, soy el realista que ama las cosas, soy el aventurero que migra de ciudad, soy el burgués que quiere su hogar, soy el creador, soy el perdedor, el ganador, el amado, el que no tiene eje, el que no está, pero jamás el mentiroso, jamás el hipócrita, jamás el de palabras falsas, jamás porque sencillamente no miente quien hace de la mentira un arte y quien aplica el arte a su vida, no soy el que miente con la risa, soy el que ríe sin carcajadas, soy el que se enreda en palabras y busca la plenitud del instante perpetuo bajo el árbol, sobre la tierra húmeda, esperando la respuesta del árbol más viejo, para recibirla y luego olvidarla y no estar ahí y no ser nadie para ser todos y no morir nunca excepto todos los días.