27.10.08

Sonata de amor para una madre

Canta el niño: "oh, madre, tanto me has querido que me has arruinado, todo tu amor me ha quebrado la voluntad, tu amor parte del miedo, tu amor es irreal, tu amor asfixia, madre, tu amor. Tan cobijado he estado del mundo exterior que no entiendo la vida. ¿Cómo puede amar quien no comprende? ¿Cómo puedo ver más allá del vestido de mi madre, que es todo el cielo oscuro que cubre el cielo real? Mira este cuchillo, madre, si no me dejas partir he de matarte, he de desangrarte hasta liberarme, madre, oh madre, yo no quiero verte morir pero debes dejarme partir, debes hacerte a un lado, debes desaparecer, debes dejar de ser madre y buscarte tu propio destino. Negarte, madre, es darme nacimiento. Yo no creo, lo sabés, en los ancianos que parecen que nunca fueron jóvenes, pero tampoco confío, madre, en los jóvenes que creen que nunca serán viejos. Todos los seres viven en mí, todos los tiempos pugnan en mí, todos brotan y quieren partir, atravesar muros, vivir en montañas, pero es necesario que tú me dejes crecer, que veas, que entiendas, que querer no es poseer, que preocuparse y sufrir no es amar, que la ausencia no es olvido. Yo no creo en religiones, banderas, ni razonamientos bien fundados, y sé, madre, que aunque un hijo niegue a su madre no puede evitar parecerse y atarse a ella; yo, por eso, no te niego, madre, te asesino con este cuchillo desafilado, a plena luz del día, en la vereda soleada si es preciso, porque lo mío no es miedo, no es negación, es apertura. Oh, madre, ya no quiero que seas mi madre, me lo pide el cuerpo, me lo piden mis sueños, me lo pide la necesidad, el hambre y el frío, y me lo piden los ojos bien abiertos, los ojos que ven a los otros, los otros que se funden en mis ojos, madre, quizás un día lo entiendas: todos somos madres, padres e hijos, todos hermanos, todos primos, sólo es cuestión de casualidad que me hayas criado y que yo te salude por las mañanas. Todos mis hermanos, todos mis padres, cualquiera mi madre, mi amada, mi estrella, mi serpiente querida, todos. No hay mal en este mundo, madre, sólo hay olvido y aburrimiento. Yo no te olvido ni me aburro, no me hagas caer en el tedio, madre, porque el tedio es la muerte en vida, es la atadura permanente. Sólo dejame partir, irme, quizás te extrañe, quizás retorne a pedirte ayuda en los primeros momentos, pero algún día sabré, madre, que quien resigna libertad por un poco de seguridad no consigue ni lo uno ni lo otro. Debo romper con tu cobijo de madre triste, debo romper con las enseñanzas del colegio y debo golpear mi cabeza contra el barro hasta moldearme de nuevo, pero sólo para ser el mismo. Nunca cambiaré, simplemente me revelaré. Ah, madrecita, pobre madrecita, consumiste tu vida en mí y pusiste tus esperanzas y pensaste que eso era amor, un amor inconmensurable, pero debes saber, madre, que no existe tal cosa como el amor incomensurable: todo amor es amor por ser mensurable, porque lo incomprendible no puede amarse, todo amor es humano, limitado, contradictorio, eterno en su fugacidad. El hombre es dialéctica pura, y así como te amé ahora te rechazo para siempre, y quizás mañana, tú en la cama apenas separada por un biombo con la muerte, y quizás pasado mañana, yo, con las manos ya limpias, nos encontremos en esa mirada del Hombre frente al Abismo, porque allí (no caben dudas, madre) todos somos hermanos, más hermanos que nunca de la vida".

17.10.08

El hombre de la bolsa

¿Por qué existe el señor Barriga? Está el Chavo del 8, el niño desclasado y huérfano; está Don Ramón, el obrero empobrecido; está la Chilindrina, la nena caprichosa de clase baja; está doña Florinda, señora de clase media con aires de clase alta; está Quico, el hijo malcriado y egoísta, futuro abogado o médico; está Doña Clotilde, la Bruja del 71, la jubilada testigo de tiempos mejores; está el profesor Jirafales, el señor culto que viene de afuera y trae el romanticismo a la vecindad; y está el señor Barriga, que es el señor que cobra la renta, y que tiene un hijo muy pero muy gordo, haciendo honor al apellido de su padre. Porque el señor Barriga tiene mucha barriga, como su hijo, y tiene mucha barriga porque come mucho, y come mucho porque tiene plata, no como el Chavo, que tiene que sufrir incontables desaventuras para comer una torta de jamón. El señor Barriga, en cambio, tiene mucha plata y puede comer mucho y tener mucha barriga. Su hijo, lo mismo. Don Ramón muchas veces no puede pagarle, y el señor Barriga amenaza con echarlo y dejarlo sin hogar. Don Ramón hace changas y le pagan por su trabajo; cuando no trabaja, no tiene dinero. El señor Barriga, en cambio, no trabaja, es decir no genera producción, sólo recolecta la renta, y por eso también es que tiene tanta barriga. Es un parásito. Simplemente golpea las puertas de los vecinos, y los vecinos le pagan sin chistar, por lo menos los que pueden pagarle y se sienten orgullosos de hacerlo, como la tilinga de doña Florinda. Porque hemos sido educados para aprender esta regla básica: no es robado aquél que se deja robar. Si yo entrego mi dinero, y pienso que hacerlo es un acto de libertad, entonces no es robo, es una obligación y un derecho. Este giro, este idea que está patas para arriba, nos la inculcan desde pequeños, y es casi como el aire que respiramos: no podamos negarla sin ahogarnos. No obstante, lo cierto es que el señor Barriga es un ladrón, un parásito que no sólo es innecesario, si no que es perjudicial. El señor Barriga junta dinero, lo acumula, pero no produce, es un pirata civilizado, roba sin ser llamado ladrón (lo llaman señor y lo respetan). La farsa producida por este quiebre entre la realidad y nuestra idea de las cosas conduce a un conflicto inevitable: el señor Barriga acumula tanto y hace tan poco, empobreciendo a los don Ramón, que ya no sabe qué hacer con su dinero. Más comida no puede meter en su panza. Y además se da cuenta que de poco sirve tener tanto dinero si ese dinero no trabaja para uno. Entonces el señor Barriga invierte, compra (digamos) otros departamentos en otras vecindades y estafa legalmente a otros don Ramón. Pero, oh paradoja, eso le genera más dinero. ¿Qué hacer entonces? Al señor Barriga se le ocurre una idea genial: le presta la plata a don Ramón. Es una idea tan retorcida como la propiedad privada: don Barriga le roba la plata a don Ramón y después se la presta, con intereses. Es decir, le roba dos veces. Y el pobre don Ramón toma el préstamo porque necesita, además de pagar la renta, comprar su comida, pagarle las necesidades a su hija. En fin, necesita sobrevivir. Y el señor Barriga le presta. Pero, oh problema, un día el señor Barriga descubre que estrujó tanto la capacidad de ingreso de don Ramón que éste ya no puede pagarle el préstamo. El señor Barriga entra en pánico. El dinero que prestó a los don Ramón ya no existe. Entonces le aumenta la renta a todos, se vuelve paranoico, no presta más dinero, enloquece, llora, amenaza, patalea, hasta que al fin recibe una noticia tranquilizadora: don Ramón, doña Florinda, el profesor Jirafales, e incluso Quico y el Chavo del ocho le pagarán las deudas que contrajo por prestar el dinero. Y así la vecindad del Chavo volverá a ser feliz, y el señor Barriga podrá cobrar su renta, don Ramón sufrirá los golpes de doña Florinda y los embates amorosos de doña Clotilde. Claro, el pobre don Ramón seguirá pobre, probablemente cada vez más pobre, y el señor Barriga cada vez más rico y más tirano y más gordo. Y el Chavo, bueno, mejor ni pensemos sobre el futuro del Chavo. La pregunta es: ¿por qué todos en la vecindad toleran que un señor gordo les robe? ¿Es porque tiene traje? ¿O es porque el aparato estatal lo avala? Los piratas nos gobiernan. Algún día, y ojalá que ese día no llegue demasiado tarde, el señor Barriga quedará desnudo en su inutilidad y con su parche en el ojo otra vez reluciente.

14.10.08

El infierno es la mirada de los otros

Hola ¿cómo estás?, te pregunta el vecino por preguntar, y vos decís que bien, todo bien, porque, claro, si le decís que mal todo mal entonces eso inicia una charla que es en realidad una farsa, como farsa fue la pregunta inicial. En cambio, vos decís bien todo bien y ya está, el vecino no tiene que simular que se preocupa falsamente por lo que te pasa. Vos creés que él dice ah menos mal que a este chico le va bien, qué alegría, pero en realidad al vecino poco le importa cómo estás y a vos poco te importa lo que el vecino piense sobre tu estado de ánimo. Entonces decís que bien, que está todo bien, a lo sumo largás un ¿y usted?, y él te va a decir que bien también, por suerte, o si es creyente gracias a Dios; y vos pensás que menos mal que te dijo que estaba bien, porque si te dice que está mal entonces ahí vos le tenés que preguntar qué le pasa, y en realidad qué te importa qué le pasa, vos querés seguir de largo, llegar a tu casa, sacarte los zapatos, prender el televisor y que el mundo se prenda fuego; pero supongamos que te dice que está mal, ahí nomás se larga a hablar de su ex esposa y de su cuñada, y de que a la madre la operaron de la vesícula y que el padre, que en paz descanse, una vez de chico lo llevó a un circo y él desde ahí que le tiene miedo a los payasos... la charla puede derivar para cualquier lado; y lo peor: la próxima vez que te lo cruces, no sólo vas a tener que preguntarle cómo está aunque te importe un carajo cómo está, si no que le vas a tener que preguntar de nuevo por todos sus problemas, y él muy probablemente te cuente todas las novedades, o en el mejor de los casos esté apurado y te largue un salvador todo bien, aunque sabés que todo mal; y entonces sí, a partir de ahí la relación se recompone en el típico cómo estás, bien, todo bien, ¿y usted?, bien, todo bien. Porque, claro, es de mala educación no preguntar cómo está el otro, a ver si el otro sospecha que en realidad nos importa poco y nada (y más nada que poco) su miserable vida. ¡No! Hay que simular. Aunque, en el fondo, sabemos que el vecino sabe que vos pensás lo que pensás y que le preguntás cómo está por cortesía; y lo sabe porque él hace lo mismo y se pone diariamente en la misma situación repetidas veces. Ascensor. Pasa el encargado del edificio. Hola, cómo va. Bien. Chau, listo. Uno se sube al ascensor sintiéndose un ser civilizado. Querés que el otro piense: este tipo es un tipo amable, se preocupa por mí, un simple encargado. Pero el encargado no piensa eso, hace que lo piensa. Y así, en resumidas cuentas, uno vive la vida, haciendo como que dice lo que piensa pero en realidad lo que dice lo dice para quedar bien con el otro, aunque en el fondo el otro le importa un comino a uno, y al otro uno le importa un comino. ¡Pero simulemos, que al fin y al cabo todas las relaciones sociales son simulaciones! ¡La sociedad misma es una farsa! Todos hacemos como que el Estado nos protege, y decimos que creemos en las Leyes y en la Democracia, pero en realidad nadie cree en nada, y el Estado sabe que sus intereses son otros pero también simula porque de otra manera la credibilidad se caería y ya no seríamos seres civilizados. Por eso es tan importante que siempre que te cruces con alguien aunque sea le digas hola, y si te lo cruzás dos veces un ¿cómo estás? no viene mal. De última, ¿para qué están los psicólogos? A ellos les importa cómo está uno verdaderamente, y no les importa que a uno le importe un carajo cómo están ellos, que para eso se les paga, qué tanto. Quizás en el futuro a partir de tu amable ¿cómo estás? construyas varias amistades, amistades basadas en la mentira, basadas en la mentira como la sociedad toda; y tal vez, de tan amable y civilizado que sos, tu familia te quiera y tu esposa te quiera y tus compañeros del trabajo te quieran e incluso el noticiero de las siete de la tarde hable de vos y te ponga como parámetro a seguir. Sí, así de importante podés ser por sólo interesarte en los demás, interesarte como quien se interesa por los pobres con la caridad y dona lo que le sobra. Después, bueno, todo no se puede, pero después te vas a dar cuenta que en realidad montaste toda tu vida en una farsa, y que ni a tu esposa ni al noticiero le importa cómo estás, que sólo simulan como vos simulás, y que adentro de tu cuerpo se tejieron telarañas insondables, que ya ni vos te conocés de tanto mentir y de tanto mentirte, y así recurrís al psicólogo y no te sirve, de nada te sirve, porque en realidad sos tan amable que no tenés problemas, qué drama vas a tener vos, flor de tipo que sos, y entonces hacés lo que siempre hiciste: como mentís al preguntar ¿cómo estás?, del mismo modo te mentís y te inventás problemas que en realidad no tenés, para ponerle un poco de pimienta a tu vida vacía y falsa, te inventás problemas y hasta una enfermedad, la depresión, decís que estás deprimido, pobrecito yo, y te apiadás de vos y todos hacen que se apiadan de vos, y así llegás a viejo y a sentir a la muerte en los talones y a tenerle tanto pero tanto miedo al fin. Porque la muerte es real, allí no hay más farsa, estás solo, realmente solo, como siempre, pero ahora no hay caretas, no hay un ¿cómo estás? todo bien que salve, porque la muerte no responde, es silenciosa y cruel. Una maleducada, al fin y al cabo.

10.10.08

Maestro

Nunca lo conocí personalmente, así que no puedo contar pintorescas anécdotas personales. Al fin y al cabo, ¿qué significa eso de "conocer personalmente" a alguien? Yo a Nicolás Casullo lo conocí, de lejos, pero muy de cerca, como muchos estudiantes de la UBA, en la hermosa Cátedra que tenía (tiene y tendrá). La Cátedra Casullo de Principales Corrientes del Pensamiento Contemporáneo. Chupáte esa mandarina. Nada que ver con nada. Y todo que ver con todo. Si algo aprendí en mi vida, se lo debo en gran parte a Casullo. Él, claro, nunca lo supo, pero creo que lo sospechaba. Sospechaba que en las inmensas clases teóricas, repletas de alumnos que a medida que avanzaba el año dejaban de ir al no ser obligatoria la presencia (la Cátedra era como Casullo, y a Casullo le importaba la verdadera libertad), había un puñado de estudiantes que lo escuchaban por el simple placer de escucharlo, para aprender, no para rendir bien y para que los padres y los tíos los felicitaran, si no porque lo que escuchaban era importante, transcendía el estudio de una carrera, y modificaba sus vidas irremediablemente. Casullo y sus profesores (los igualmente admirables Forster y Kauffman) cuando hablaban de Niestzche, de Marx, de Hegel, de la Modernidad en general, lo hacían con semejante pasión, con semejante lucidez, que uno no podía si no replantearse su modo de ver las cosas y salir de la clase siendo una mejor persona, una persona revelada. Sus clases de filosofía estaban de la mano de la realidad, de lo que nos pasa todos los días, no era un filósofo en su torre de cristal pensando abstracciones bellas. Todo lo contrario. Casullo era todo lo contrario a eso. Un tipo profundamente convencido de que el mundo se podía empezar a cambiar desde el aula de una Universidad. Casullo era más que un catedrático, que un profesor: era un sabio. Casullo llegaba al aula y se sentaba, diminuto, con su aspecto de Geppetto, y colocaba un frasco en la mesa enclenque y lo destapaba: las ideas de los grandes filósofos del siglo XX salían despedidas con todo su poder, con toda su brillantez. A mí me sorprendió que personas tan brillantes fueran mis contemporáneos, que vivieran en la misma ciudad que vivía yo, que respiraran mi aire. Casullo toda su vida fue un rebelde, un verdadero y profundo rebelde, quizás sin proponérselo. Un tipo a contrapelo de la sociedad e incluso de una facultad y de una juventud desinteresada. Casullo hablaba de Heidegger y de la música rock con la misma pasión, y también hablaba de las ciudades, de las terribles y laberínticas ciudades, de la infernal Buenos Aires, como cierta vez dijo (lo recuerdo bien): "estamos atrapados en esta facultad inmensa y fría en una ciudad repleta de gente anónima"; dijo eso y miró el techo altísimo de la inmensa aula. Así era Casullo: te ponía la realidad frente a la nariz, te despertaba del letargo, te sacudía sólo con sus palabras. Para mí, en esa época, era como un superhéroe: un día lo pesqué yéndose en su auto junto a Forster y para mí fue como para mi tía ver a un famoso de la tele saliendo del teatro. Así lo admiraba y así lo admiro, y con la misma devoción sigo y seguiré leyendo su libro "Itinerarios de la Modernidad", que tengo fotocopiado y anillado en mi mesita de luz, a mano por si alguna vez me asalta el fantasma de la duda y la pena. Pido perdón por estas torpes y poco poéticas palabras, que seguramente a nadie dicen nada. Es que Casullo murió ayer, de golpe, de la nada, y yo me sentí un poco más solo en el mundo. Adiós, maestro.

8.10.08

La fascinación perdida

Anoche no me podía dormir pensando en el cine de mi pueblo. No era nostalgia, era ardiente curiosidad, ganas de saber quién había levantado semejante teatro, semejante mastodonte cinematográfico, en un pueblo de treinta mil habitantes, quizás menos todavía cuando se construyó, y que hoy duerme angustiado, lleno de telarañas y murciélagos, impertérrito, ajeno, hermoso, solo; y por otro lado, eran nervios, picazón por las ganas pero más que por las ganas por la necesidad de hacer algo, restaurarlo, ponerle mejor sonido, respetar su estilo pero pulirlo, dejarlo a nuevo, para que luego nadie vaya, para que luego me quede solo en la entrada, agradeciendo a los pocos valientes que entren y prefieran pagar un poco más elevado para ver el último blockbuster antes que alquilarlo en un DVD trucho. Me duele el cine de mi pueblo. Fue de repente. Siempre estuvo ahí, muchas veces, cuando voy a mi pueblo, paso por ahí y lo veo (está cerrado, callado), pero recién ahora me doy cuenta que alguien lo construyó y que lo construyó porque iba mucha gente, y es un cine hermoso, digno, teatral, de esos que ya ni siquiera existen en Buenos Aires. Me angustiaba de pensar cuánto tardarían en tirarlo abajo; me angustiaba y no me dejaba dormir. Yo mismo, de chico, fui varias veces al cine de mi pueblo, y fue mi primer contacto directo con el cine, más allá del VHS. Las butacas son de madera, incómodas, pero son muchas, y hay un segundo piso incluso (cuando se estrenó Titanic lo tuvieron que habilitar de la cantidad de gente que iba; fue el último momento glorioso de la sala), a los costados hay como balcones, pequeños receptáculos en los que entran cuatro sillas. Cuando era chico sentarse allí era un lujo, y desde ahí allí vi Pocahontas, la de Disney, y una de Batman, la de Jim Carrey como el Acertijo. Ambas me parecieron increíbles. Todas las que veía me parecían increíbles, porque el sólo hecho de ir, de comprar turrones, elegir el lugar, sentarse, que las luces se apagaran (todo el mundo gritaba cuando las luces se apagaban), y que se proyectara algo, sea lo que sea, era maravilloso. El cine de mi pueblo sigue siendo maravilloso, quizás la única maravilla de mi pueblo, pero está adormecido, lo tienen dopado, no lo miran, lo ignoran, no se dan cuenta de la maravilla que tienen y que basta con sólo un dedo que apriete un botón que encienda la máquina y con otro dedo que apague la luz para que la vida comience, la maravilla da todo, el cine crea magia, el cine da vida, el cine es la vida, y el cine es más que la vida, y ahí anda la vida en mi pueblo, tirada, sucia, pero hermosa, siempre presente en su pasado. Después, siendo yo un poco más grande, alguien decidió reabrir el cine. Cierto día por un equívoco enviaron "Hana Bi", de Takeshi Kitano. La proyectaron igual. Yo había viajado días antes hasta Buenos Aires sólo para verla (dos horas de viaje). La fui a ver de nuevo igual. Éramos dos en toda la inmensa sala: mi papá y yo. Me gustó más que en Buenos Aires, aunque se veía y se escuchaba peor. El día que proyectaron a Kitano en el cine de mi pueblo yo la fui a ver, y salí con el pecho henchido, viendo a mi pueblo diferente, percibiendo de otra manera los olores. Ésa es la magia del cine (magia en un mundo que desterró la magia). Luego el cine cerró, y luego volvió a abrir, pero yo ya no estaba, me había venido a Buenos Aires a estudiar y, claro, a aprovechar la cultura de una gran ciudad, como el cine. Pasaron largos años hasta que caí en la cuenta: no hay tanta diferencia entre los cines de Buenos Aires y el cine de mi pueblo. Es decir, la hay, pero las ventajas y desventajas finalmente quedan empatadas, con una diferencia enorme: a mí no me angustian ni me impacientan ni me queman por las noches los cines de Buenos Aires, pero sí el cine de mi pueblo. Acá, en la ciudad, casi todas las salas de cine como la de mi pueblo cerraron, se convirtieron en iglesias de pastores brasileños o en estacionamientos; cuando voy a ver cine acá generalmente lo hago en los grandes complejos, muy cómodos, con olor a comida rara, con salas pequeñas equipadas con tecnología último modelo (o casi), y cada vez voy menos, cada vez la gente en general va menos, porque el precio de la entrada es altísimo, casi delirante, porque el público de acá es insoportable en general y se preocupa más por mascar pochoclos ruidosos que por ver una película y sentir el ruidito del proyector (la gente, los jóvenes, cada vez están más anestesiados, cada vez se sorprenden menos, cada vez son más grandes y estúpidos). Acá, la gente a la que supuestamente le gusta el cine va a salas especializadas, como la Lugones. Yo fui varias veces a la Lugones, pude ver grandes películas allí, pero siempre con cinco o diez espectadores más, y la mitad eran jubilados que se dormían o molestaban, y la sala es cómoda pero chiquita, la pantalla es chica, no hay turrón, y no se compara con el cine de mi pueblo. Por eso digo que no hay tanta diferencia: al fin y al cabo siempre termino viendo cine en una sala vieja con tres o cuatro personas. Veo "mejor" cine, es cierto, pero la fascinación ya no está, se esfumó. No sé quién es el dueño del cine de mi pueblo, nunca me lo había preguntado, simplemente el cine estaba (ahora está cerrado, parece que para siempre) y yo no me preguntaba, no me daba cuenta, hasta ayer, cuando no podía dormir pensando en esa sala enorme, en la alegría inconmensurable que tenía de chico cuando salí de ver El Último Gran Héroe, y diciéndome "algo hay que hacer, algo se puede hacer, el cine no puede cerrar, no pueden derrumbar ese edificio", pensaba eso aunque no sé si lo derrumbarán o si quizás algún loco se anime a abrirlo de nuevo alguna vez; sólo lo pensaba y el pensamiento era un cosquilleo nervioso, unas ganas de hacer y la certeza de saber que no se puede hacer nada, que hace falta mucho dinero, y que al fin y al cabo ya a nadie le interesa el cine. Entonces imaginé una marquesina luminosa en la entrada, la foto de grandes directores en la sala de entrada, el olor de garrapiñada y el gusto a turrón, el señor que corta los boletos, la puerta que se abre, la alfombra, la cortina, y las butacas de la sala repletas de público, con una gran pantalla en el fondo, luminosa entre la oscuridad, el ruido del proyector, y la película que empieza y el mundo que empieza y la vida que rueda como el celuloide y yo que finalmente logro dormirme.

6.10.08

Las antenas de las hormigas

Y mirá, acá estamos, desparramados como soldaditos de plástico en el barro de un patio antiguo, ¿qué podemos hacer? Estamos acá, y es estar o estar, no podemos no estar. En el instante que no estamos no somos y ya no estamos. Todo tiene contraluz, un costado negativo, la otra cara, el fuego y el agua, la luna y el sol, todo menos la vida, que no tiene contracara, sólo fin. E incertidumbre. La muerte es una fantasía, una enfermedad de los seres humanos, una ficción. Sólo hay vida. Y la vida es absurda. Hubo una época, ¿sabés?, en que necesitábamos mentirnos, en la infancia; la inocencia es fundamental para la supervivencia cuando uno es niño. Pero no podemos ser niños para siempre, la mentira debe dar paso a la verdad, y no hay otra verdad que la siguiente: la vida es todo, la vida es absurda. Mirá, no tiene nada de malo, es más: quizás tengo todo de bueno, quizás no haya más que bondad en la vida. ¿Por qué dramatizar? La vida es absurda, es una fantasía sin principio ni final, nunca empezó porque nunca terminará. Todo lo que hubo siempre es lo habrá eternamente, e incluso cuando el mundo explote y el universo se achique o implosione, incluso entonces todo lo que hay será todo lo que haya. La vida es absurda, la vida es inútil. No, no quiero que nos ahoguemos en nuestras vanidades ni que vivamos pensando siempre en el hoy, despreocupados, como hedonistas. Pero tampoco quiero que tengamos el gesto adusto del religioso, ni la mente clara y enferma del científico. La vida es absurda, no hay nada que entender. La vida es absurda, estamos acá, no lloremos por lo que no somos, aprendamos a vivir con nuestra finitud, porque cuando los dioses reían nuestros días eran más alegres, honestos y florecidos. Dentro de muchos años lo que hoy te parece trágico, irremediable, será sólo olvido, a lo sumo un chiste mal contado. ¿Eso debería angustiarnos? Debería hacernos ligeros, frágiles, alegres, hermosos. Pensá esto: nada es importante. Nada. Y a la vez todo es importante dentro del absurdo. Cuando los niños aplastan a las hormigas laboriosas, que con tanto ímpetu llevan a su hogar una ramita, ¿acaso creés que hay algo de diferente en nuestra existencia? Dios no es otra cosa que un niño jugando en un jardín. ¿Te parece terrible? A la mayoría de la gente le parece terrible. Prefieren un dios protector, serio, vigilante, severo, un dios que castiga. No un dios niño. Jamás. ¿Nos preguntamos si la hormiga sufre al morir? No, simplemente la matamos. ¿Por qué seríamos nosotros diferentes? Hace rato dejamos de ser el centro del universo. Sólo somos pequeños hombres en pequeñas ciudades en un pequeño planeta. ¿Deberíamos angustiarnos por eso? ¿O deberíamos saltar de alegría y amarnos y romper y quebrar y construir y enloquecer? Dentro de nuestro absurdo, debemos ser más hermosos que nunca, y debemos tener muchas obligaciones, obligaciones sinceras, hacia la tierra y el sol, que no son dioses, que son minúsculas partículas sin sentido, bellas, infinitas, totales, absurdas, y sobre todo debemos tener una obligación: vivir como quien besa y al besar no piensa y no tiene más anhelo que seguir besando.