18.3.09

¿Lobo está? (segunda parte)

No hay belleza mayor que la amoralidad. El sol brilla incluso en las ciudades egoístas. El gato acaricia al asesino como acaricia al santo, y sólo deja de acariciar o huye o araña cuando lo molestan. Mientras haya una mano que le dé cariño, poco importa de dónde proviene esa mano. No hay otra moral posible. Por más edificios monstruosos que se levanten, por más subterráneos que se construyan, el sol hará todo lo posible por penetrar en las rendijas de los hogares, de las plazas, de las calles. Sólo cuando el hombre se encierra y se niega a la vida es cuando el sol lo ignora; sólo cuando el hombre le da la espalda al brillo caliente del astro es cuando las tinieblas se apoderan de los terrenos y las cuevas. A medida que el hombre se aleja de la naturaleza más miedo le tiene a la vida, y cuando le tiene miedo a la vida y desea secretamente la muerte (como lo hacen las religiones) es cuando la seguridad y la familia y el orden (esos tres pilares de nuestra sociedad) se vuelven una cuestión problemática. Y seguridad y familia y orden son tres edificios que se asientan en la base de la moral judeocristiana. Alojados al borde de un arroyo, a las sociedades primitivas no les importaba la moral, sencillamente porque no conocían esa palabra, porque, más allá de cierto orden necesario para fundar cualquier organización social, la única inseguridad era la incertidumbre de la comida diaria, y la muerte era una preocupación bella, una pena honda, pero que existía por amor a la vida. Allí, la vida daba sentido a la muerte; aquí, la muerte da sentido a la vida, del mismo modo que necesitamos de un otro para construir un nosotros. La muerte, en nuestras sociedades, parece ser materia fundante de la supervivencia. El confort no ha hecho si no esclavizarnos en el miedo, la seguridad nos atemoriza y la vida nos espanta. Así, el hombre moderno es un ser contra natura. La muerte nos anula la vida, cuando debería darle sentido. La religión, al poner la felicidad en un lugar lejano, más allá de la vida, nos quitó el sentido de la existencia. No matarás, no robarás, nos dicen, ¿pero qué necesidad perversa se mueve en esa prohibición si no la de una represión monstruosa? Sólo se le prohíbe matar a quien es asesino. Los valores negativos, la negación de los instintos, representan la masacre de todo la vida que en este planeta. Solamente quien está extremadamente descontento con su vida tiene la necesidad imperiosa de ser feliz. Quien realmente es feliz, lo es y listo, sin necesidad de demostrárselo ni siquiera a sí mismo. La sonrisa surge, mientras que la risa se impone. Pero el hombre es un niño todavía, o peor: un adolescente caprichoso con miedo a irse de la casa de sus padres. Todo le indica que debe crecer, que la inseguridad es necesaria para el aprendizaje, pero prefiere alargar su estadía por comodidad burguesa, por temor a la vida. Entonces, busca en el otro, en la masa, la comprobación de los valores vencidos, la falsa alegría de un supuesto sentimiento común, y la ama de casa se junta con el cura y rezan una oración sobre un dios muerto, se consumen como seres miedosos que son, como fantasmas atemorizados por el mismo miedo que ellos crearon. La bondad y la maldad deben ser extirpadas del corazón humano, porque el único daño posible, el único daño realmente duradero, es el del ignorante. Cuando se conoce a una persona, cuando se conoce y se comprende una cultura, cuando no hay universo más enorme que la cascada de un río angosto, entonces los límites de la moral se borran poco a poco hasta desaparecer del todo. Y así por fin, para siempre, seremos libres y seremos iguales.

17.3.09

El sueño de una artista

Llevaba una vida aburrida. Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. No era lo suyo. Le gustaba escribir. Tenía algunos cuentos hechos. Ninguno era gran cosa. Tuvo un novio. Dos años juntos. La separación fue de común acuerdo. No la afectó. Se había recibido de Licencia en Letras. ¿Para qué? Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. La ropa sucia amontonándose. La televisión hablando de cuestiones ajenas. El colectivo repleto (ocho y media de la mañana). A ella le parecían vacas. La gente, amontonada, le parecían vacas. Yendo al matadero. Tenía un buen sueldo. Se compró una licuadora. Nunca la usó. Se la regaló a su madre. Su madre nunca la usó. Tenía un buen trabajo, que de a poco fue volviéndose en un no-tan-buen-trabajo. A los dos años se convirtió en un trabajo insoportable. Se guardaba la angustia. Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. Las caras tristes. Los cuerpos contracturados. La alegría distante. Ocho y media. Llega al trabajo. Un edificio antiguo, un ascensor moderno. Piso once. En el trayecto, llora. No lo tolera más. Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. Cena solitaria. Tristeza que no se extingue. Comienza a escribir. Es una novela. Es la única manera. La única manera de salir del embrollo. Ser escritora. Su anhelo. Vivir de ser escritora. No más trabajo, comida, trabajo. No más vuelta en colectivo. En un mes escribe la novela. Es un policial. Pero en realidad habla de la angustia de sus días. De la suya y de la gente que viaja día tras día en el colectivo. Se entera de un concurso. Envía su novela. Trabajo. Colectivo. Ascensor. La pena se ha ido. La novela gana el primer premio. Cien mil dólares. Renuncia al trabajo. Vida de escritora. No más colectivos. No más gente triste. La vida es buena. La vida es alegría. Se convierte en una escritora famosa. Viaja en camioneta 4 x 4. Se muda a un country. Escribe todos los días. Toma té helado. Es feliz.

16.3.09

¿Lobo está?

El hombre es el lobo del hombre, dijo Hobbes con cara de enojado, con el gesto cínico, con la babita chorreándole por la comisura de los labios mientras se deleitaba observando el baúl repleto de oro que le ofertaban. El hombre es malo, para decirlo de una manera menos poética. Nace malo y es necesario controlarlo, encarcelarlo, negarlo incluso, tacharlo de lobo salvaje, de monstruo quizás. Por estos días aciagos que nos tocan vivir, hay un caso policial que parece confirmar la máxima de Hobbes. Josef Fritzl encerró a su hija durante 24 años en el sótano de su casa. La violó repetidamente y tuvo siete hijos con ella, uno de ellos murió al nacer, tres vivieron toda su vida encerrados y los otros tres fueron adoptados por el abusador y su esposa. A Josef Fritzl se le ha llamado "el monstruo de Amnstetten". Algunos se vuelven cínicos frente a este hecho incestuoso, difícil de comprender para casi todos, que negamos y tachamos como externo, como parte de una maldad innata, eterna, oscura, no-humana. Otros le echan la culpa al contexto social: Josef se crió en medio del odio nazi, donde el deber y el autoritarismo eran moneda corriente, además de una notable represión sexual. La hija de Fritzl, Elizabeth, era una adolescente problemática en una pequeña ciudad de 30.000 habitantes. Se fugó una vez de su casa y fue encontrada por la policía y devuelta a sus padres, hecho que la condenó al calvario. El incidente le sirvió como excusa al padre para esconderla en el sótano y concretar el placer sexual que lo obsesionaba. A la luz del día era un hombre normal, incluso respetado y querido por sus vecinos; debajo, en la oscuridad, era un monstruo, lo peor de lo peor, lo no-humano. Pero, ¿cuándo pegaremos el salto y dejaremos de ser infantiles moralmente? ¿Cuándo llegará la adultez a nuestro actos y pensamientos? Durante años la humanidad se ha obsesionado con la cuestión del bien y del mal. Un diablo en el suelo, un dios en el cielo; la camisa de fuerza para los locos, la corbata para los cuerdos; el mal como fuerza innata en el hombre, o el bien como expresión de lo humano. Yo también durante varios años estuve preocupado por el tema, siempre con la idea tambaleante de que el hombre es bueno cuando nace y la sociedad lo vuelve malo, poco a poco, inexorablemente. A veces las personas entran en un autopista fatal de causa-efecto que los lleva a soportar actos que los normales, los que nos decimos estar del lado de bien, tachamos de malévolos. Un día, sin embargo, pude salir de este embrollo, de este mortal maniqueísmo. Parado en el medio de la selva, mirando un gato, a la orilla de un río, dejándome hipnotizar por las olas del mar, o hechizado por algún cerro, fue la naturaleza misma la que me dio la respuesta: no hay bien, no hay mal. El hombre no nace bueno ni nada malo, porque ambos conceptos son totalmente subjetivos, sobreviviendo patéticamente en una moral putrefecta. De años y años dominados por la religión nos ha quedado la costumbre de juzgar a la personas basados en un sistema que no existe. Si Dios era quién decía lo que estaba mal y lo que estaba bien, y Dios ya no existe, entonces los conceptos morales de otrora son inválidos. Puede haber gente que crea en Dios, y seguramente la hay mucha, pero la cuestión de la fe es una cuestión privada en nuestra sociedad. Por lo tanto, como sociedad, hemos caído en el concepto del Dios personal. Y si un Dios es personal, nos puede hablar de cosas muy distintas a todos. La línea del bien puede llegar hasta ahí para algunos, y para otros ubicarse más allá. Dicho esto, ¿no queda absolutamente negada la posibilidad de la existencia del bien y del mal? En la naturaleza no hay moral, y a veces pienso que el hombre no es más que una enfermedad en este universo enorme y en esta tierra vasta y hermosa. Pero, para ser honesto, debería referirme a un tipo de hombre, el que crece en las ciudades, el que construye fábricas, el que contamina, el que vive deslindado de la vida, como un fantasma problemático. ¿Qué idea del bien y del mal tiene una flor? ¿O un tigre? El tigre tiene hambre y caza, mata y come. Nosotros hacemos lo mismo, pero a medida que conseguimos tener abundancia de comida, riqueza por demás, y nos basta caminar una cuadras para conseguir carne o leche, en el supermercado, cosas como abstraídas del trabajo social, entonces desde la comodidad de la casa, ajenos a la belleza hipnótica de la luna y a la verdad de los cerros, discurrimos sobre la moral, condenamos al otro, y lo hacemos de una manera ausente, despreocupada, vacía. ¿Por qué creernos superior al tigre? Muchas veces siento que somos inferiores al insecto más pequeño que habita en la selva, y no es por desprecio al hombre si no por admiración a la naturaleza y a los animales, que tienen el latir del corazón pegado a la tierra y que, por ese solo hecho, ya conocen más de la vida que nosotros. Josef Fritzl, el alemán que violó a su hija durante 24 años y al que llamamos monstruo, es la expresión más humana que existe. Cuesta entenderlo, pero es una verdad tan grande que nos asusta, y tanto nos asusta que encerramos a los monstruos en las cárceles, los alejamos de nosotros, los impolutos. Y nos asusta porque en realidad todos estamos mucho más cerca de Fritzl que del tigre, porque lo terrible, lo verdaderamente espantoso de este caso policial, es la represión de la moral, la negación del incesto, la supresión de los instintos más básicos del hombre. Nos guste o no, seamos cristianos o agnósticos, creamos nuestra sociedad en base a la represión, a la negación de lo animal, de todo lo bello y natural que tenemos dentro, que es como decir: todavía hoy, con un Dios ahorcado en la plaza central, basamos nuestra existencia en la represión, y de algún modo nos sentimos presos de esa manera de entender el mundo, como si hubiera un discurso único en ese sentido, cuando en realidad es tan simple como sentarse a la orilla del río, mojarse los pies, observar el cielo y comprenderlo sin pensarlo. ¿Qué es lo que lleva a un hombre a cometer crímenes terribles? Simple: el hecho de que exista el concepto de "crimen terrible". La represión se produce hacia un deseo prohibido, lo que excitaba a Fritzl era cometer una barbaridad, casi de la misma manera que un niño se porta mal para llamar la atención de sus padres, o como un borracho en San Patricio hace cosas "malas" para llamar la atención. El hombre no nace bueno ni malo, simplemente nace. Luego se vuelve un ser problemático, inhóspito, egoísta e hipócrita, pero por cuestiones complejas que tienen su epicentro en la moral judeocristiana. No hay felicidad más auténtica que la del perro, corriendo por la plaza, revoleando los genitales de acá para allá, meando los árboles, cogiendo perritas a plena luz del día, y no hay felicidad más patética que la humana, que la del hombre de ciudad que busca la alegría en un consultorio psiquiátrico. El monstruo Friztl es lo mismo que el monstruo Hitler: un producto profundamente nuestro, tan humano que asusta. Vale recalcar esto hoy que tantos piden pena de muerte y mano dura, que los medios impulsan un debate que no es tal y que caldean un ambiente de odio. La moral es hoy un lugar de lucha. Ya no hay distinción entre los buenos y los malos, los delincuentes y la policía, la gente normal y los asesinos. Como decía Discépolo, todos estamos metidos en un mismo lodo, manoseados. ¿En qué posición de supuesta altura moral se ponen los que piden cárcel, los que piden muerte a través de la mano del Estado? La repulsión que deberían causarnos aquéllos que tachan de monstruos o delincuentes a otros seres humanos, los que se ponen en una vereda de enfrente, es la hipocresía de semejante acto, el escondrijo burgués tratando de frenar la libertad humana. Nada más cercano a Fritzl-monstruo que el Fritzl-buen vecino. La actitud mimética del hombre de nuestros tiempos, el que día a día se aleja más de la tierra, es el verdadero holocausto. No hay más buenos ni malos, todos somos buenos y todos somos malos, que es como decir: todos vivimos en este barro del que es preciso salir. Sólo obervar al león, solitario en la selva, nos hará comprender la naturaleza del ser humano. El hombre es capaz de cualquier cosa, de amar y de matar, de violar y de cobijar. Pero lo que debería asustarnos es la negación de esas capacidades, pues en entonces cuando surge la hipocresía, el desprecio y la violencia.