29.9.08

Camila camina

Se va desarmando Camila mientras camina se va desarmando cuando sube la escalera y se tira de cabeza hasta el séptimo y cuando rebota contra el piso Camila se desarmando no imaginariamente se va desarmando y le duele y va caminando vuelve a su casa Camila camina hasta su casa su mamá la quiere meter en un hospital para que no desarme y Camila no quiere subirse a la camilla simplemente quiere quedarse en su cama Camila lo que pasa es que Camila no camina ya porque se cayó de un séptimo piso y se desarma cuando anda pobre se desarma y es que la vida no está hecha para los que tienen imaginación atada a la realidad como Camila a esos hay que dejarlos en la cama caminando no Camila guardada Camila en reposo la mamá de Camila la cuida le dice que no que no siga que sueñe que imagine que escriba un cuento pero que no siga tirándose de los séptimos pisos de los edificios porque después bueno ya ven Camila no puede caminar y se desarma pobre se desarma y se le sale un pie se le sale un dedo y ya se complica caminar y seguir caminando y un día Dios no quiera pero un día algo trágico puede pasar y pasará si no cambia de actitud Camila pensá quedáte soñá Camila soñá no te subas más tan alto te vas a quebrar toda y nadie quiere a una chica quebrada mejor no Camila camina acá cerquita por la vereda jamás por la calle y callá cuando te griten que estás sola vos no estás sola está tu mamá Camila caminá junto a tu mamá Camila no camines más desarmándote vos sabés lo peligroso que es sobre todo hoy en día con las camillas que hay que enseguida te vienen a buscar marcás el número Camila y enseguida la camilla te ayuda a no caminar más a no sufrir más a no esperar más a estar quietita Camila no escuches más Camila quedáte en tu casa Camila ya no te atosigues Camila no imagines Camila no pases de la pared de tu casa Camila que todo es esto que ves ahora Camila que el día que te desarmes Camila y tu mamá no esté Camila entonces quién Camila entonces quién te vendrá a ayudar a caminar y a no desarmarte tenés que caminar Camila no te caigas más abrazáte al poste saludálo a verdulero enamoráte del panadero agachá la cabeza nunca más mires para arriba agachá la cabeza no mires para arriba soltáte el pelo a la noche atátelo por las mañanas y agachá la cabeza no mires para arriba no te tientes con subirte entrar al edificio subirte cerrar la puerta subirte engañar al portero subirte hasta lo más alto y desde el séptimo piso tirarte y desarmarte porque un día Camila Dios no lo quiera Camila pero un día te vas a tirar y tu mamá no estará Camila y ya no vas a salir te vas a quedar ahí contra el cemento tirada para siempre estampada para siempre contra el piso muerta Camila muerta porque te van a forzar Camila a aceptar la realidad a aceptar los dólares a aceptar y vos vas a ceder pobre Camila y entonces ya no imaginarás y entonces subirás al séptimo piso y te tirarás pero ya no te desarmarás simplemente tu cabeza se romperá el cachete se te raspará y los pedazos tuyos Camila los juntará ya no la camilla sino la policía Camila y vendrán algunos vecinos Camila quizás el panadero Camila pero lo seguro es que no te levantarás porque habrás aceptado angustiosamente la fuerza y la pesadez de la gravedad.

19.9.08

La solución del problema

Había una vez un hombre (voy a contar la historia más asombrosa y triste de todas las historias que hay) que vivía en un castillo de ventanas, con muchas puertas para salir al jardín cuando quisiera y para encontrarse con los perfumes del albahaca para consolarse de la muerte. Era feliz. Era tan inmensamente feliz que se aburrió de ser tan feliz y se inventó problemas. Supuso que estaba mal ser tan feliz, que la felicidad era otra cosa, siempre más allá, que lo suyo no era felicidad sino pasividad, pereza, inocencia. El hombre quebró los cristales de su castillo, se cortó las flores que florecían en su cabeza y se marchó a llorar bajo una montaña rocosa. Lloraba sin saber bien para qué lloraba, luego lo sabría: llorar nos hace más humanos, el dolor nos acerca a la verdad. Con sus lágrimas escribió sobre el suelo el mito de un algo que era intangible, eterno, distante, frío, y ese algo, siempre más allá, siempre lejos, era la felicidad. Caminó el hombre con esta historia a cuestas, le puso adornos y anécdotas, y se la iba contando a quien le prestara atención. Caminó tanto el hombre que se le llagaron los pies, y contó tantas veces su historia inventada que se le hizo realidad y cuestión de vida o muerte. A los pocos años conoció a una mujer fea, fea, fea. A él se le ocurrió que era linda, pero en su interior. Y en su interior estaba la felicidad. Se enamoró de ella, la besó, durmió a su lado, construyó una casa de muros enormes y se encerró con su amada para siempre. Para siempre. Tuvieron un hijo. El hombre seguía llorando. Luego otro hijo. Para siempre. La gente se agolpaba en la puerta de su casa amurallada y le rogaban a gritos que les contara su historia. El hombre se negaba, decía que ya la había contado suficientes veces, que ahora era cosa ajena a la voluntad humana. Y cerraba la puerta de un golpe. El hombre fue envejeciendo. Sus hijos crecieron fuertes pero ignorantes del mundo externo. ¿Para qué salir? Su padre sabía bien que la verdad estaba adentro, siempre bien adentro, en lo profundo, detrás de los muros, dentro del cuerpo. Los hijos sólo salían a comprar la comida una vez por semana, y luego se quedaban encerrados en la casa amurallada. Para siempre. La esposa del hombre tejía y tejía (su frente se arrugaba rápidamente), no hacía otra cosa que tejer. Lloraba también, y amaba a su esposo, que sentado la miraba tejer por las tardes. Para siempre. Incluso luego, ya muerta a causa de una terrible enfermedad, el esposo siguió sentándose en el mismo lugar, y casi al borde de la locura (y el llanto, para siempre) la imaginaba viva, tejiendo, y no pudriéndose en lo más hondo de la tierra. Pasaron años, oscuros tiempos, siempre oscuros, hasta que uno de los hijos del hombre también enfermó gravemente, y al padre no le quedó otra opción que salir a buscar ayuda. Abrió la puerta con su hijo a cuestas y el sol le dio de lleno en la cara. Caminó el hombre un largo sendero de piedras, sin saber muy bien adonde se dirigía, y caminó y caminó. Para siempre. Su hijo murió en sus brazos. El hombre cavó una fosa, lo metió dentro, lo tapó, y se sentó sobre la tierra húmeda. Entonces lo vio. Era de lo más misterioso: un rayo de luna cortaba la copa de un árbol añejo de manera perfecta. Nunca había visto un rayo de luna desplomarse sobre la tierra como si fuera un rayo de sol. Al principio le pareció un mensaje de alguien, que estaba más allá, siempre más allá, pero luego se miró los pies embarrados, y recordó a su hijo muerto y enterrado, y en un segundo eterno pensó lo que no se puede pensar sin estremecerse: que la vida era siempre hacia adelante, siempre hacia adelante, que todo era pesado y para siempre, y que cada paso nos ataba al destino de las cosas. Al principio, como era costumbre, lloró. Se creó un nuevo problema, incrementó su dolor, se agotó en su interior y en su historia falsa. Sin embargo, después, cuando el sol salió y él se despertó todavía angustiado por su pensamiento, entendió todo, silenciosamente. Miró el camino que lo llevaba a su casa de nuevo y lo emprendió con gran entusiasmo. En el recorrido, paró en un arroyo y se regó la cabeza: las flores surgieron esplendorosas. Al llegar a su hogar, derribó los muros a martillazos, porque no tenía hogar, porque nadie tiene otro hogar más que la tierra y el árbol y el monte. Construyó un muro pero de ventanas, y crió a su otro hijo y a su otro hijo y a su otro hijo y a su otro hijo, que era cualquiera que pasara a su lado. Y ya no tuvo más dolor en su alma, porque no tuvo más alma que el viento que sopla por la mañana y por la noche. Para siempre. Que es hoy. Que es todo. Que es nada.

13.9.08

Como uno que abre los ojos y ve

Los pensadores están enfermos. Todos los sistemas filosóficos son pura lógica, que es como decir que son nada, que son castillos de arena en la orilla del océano inescrutable, ideas construidas sobre el absurdo que no significan nada, que sólo significan dentro de sus ideas, dentro de sus lógicas enfermas, dentro de sus débiles y complejos sistemas de ideas, pero que fuera de ellos, ahí donde el espinillo se esconde o donde los gusanos comen la carne o donde la angustia nace, no significan nada. Los filósofos son gente enferma, los científicos están locos de tan cuerdos. Cuentitos dentro de cuentitos, pensamientos como jaulas que no dicen nada, palabras que se pierden hasta hacernos perder. Hoy el físico dice que el bing bang es tal cosa, y mañana viene otro físico, que piensa más y mejor y más enredado, y dice otra cosa. La ciencia es un mito bastardo. Y los filósofos son gente enferma. ¿Por qué la vida tendría que tener sentido? Los pensadores están tan aburridos de la vida que piensan y enredan la vida. Si sabio es quien lo sabe todo de la vida, ¿qué más sabio que el árbol, que crece, brinda aire y madera, y vive años y años, sin pensar un segundo? ¿Por qué no intentamos parecernos al árbol? ¿No está ahí, en la simpleza más brutal, el secreto de la vida? El secreto de la vida es que no hay secretos en la vida. El hombre es un animal enfermo que crea mitos. Así creó a Dios, así creó a los prójimos, así creó la caridad y creó la guerra, de puro aburrimiento, de puro pensar demasiado. Los filósofos son gente enferma, tengámosle piedad. Se calzan anteojos, andan con el gesto adusto, leen libros, muchos libros, y escriben otros libros, muchos libros, para decir con muchas vueltas que en realidad no saben nada. Que no pueden saber nada, eso es lo que dicen en cada oración, aunque lo disimulen con grandes tratados. Al científico le dicen: "enséñame a dominar la naturaleza que yo te pondré en un pedestal, el pedestal vacío de Dios", y así el científico deja de ser loco peligroso y es el loco cuerdo, y saca libros y libros que no dicen nada, y saca cuentas y cuentas que no significan nada, y es reverenciado como un genio, un civilizado, un nuevo dios. Pero así como Dios ha muerto, el científico y el filósofo deben morir. El enreverado sistema de los pensadores ociosos ha hecho que muchos piensen que el pensamiento viene primero y luego la acción, ¡pero nunca ha sido así y nunca lo será! No hay nada más valeroso ni profundo que la acción. No busquen más profundidad, no la hay, y si quieren seguir cavando y dicen que encontraron más profundidad es porque están solos y tristes y necesitan pensar que hay algo más. No lo hay. Toda la verdad está en la superficie. El pasto y la tierra es la última verdad; más abajo, la mentira, es decir la filosofía. Los que no aman la vida no lo comprenden, necesitan encontrar un significado oculto en las cosas, como si no les bastara la belleza, y entonces ven algo bello y lo analizan, ponen cara de preocupados y señalan un conjunto de similitudes con otros pensamientos abstractos, que en realidad tampoco dicen nada, y entonces lo bello se opaca y muere. Así matan a la vida los pensadores. Se asustan ante el azar, e inventan el destino; se espantan ante la muerte, y se esconden de la vida para crear las fisolofías; se asquean del cuerpo y crean los edificios y la cultura y los libros. Los pensadores están enfermos: vomitan palabras. Crean cuentitos y nos hacen pensar con suma destreza que ese cuentito es la verdad; vean la coherente que es el cuentito, lo lógico que es, pero ¿qué es la lógica? ¡Basura! La vida no se rige por la lógica, la Historia no se rige por la lógica, los sentimientos no se rigen por la lógica, el tiempo no se rige por la lógica, el amor no se rige por la lógica... ¡la lógica sólo sirve para los pensadores, que están enfermos! Los filósofos, los grandes filósofos, ¿qué le han aportado a la lluvia? Sólo la han contaminado. La lluvia sigue siendo igual que siempre. ¿Para qué quiero yo saber si la nube hace la lluvia o no? Me basta saber que la lluvia cae y es linda. ¿Para qué necesito saber si el corazón es un órgano? Lo escucho latir en el corazón del otro, sólo entonces existe. Las cosas pierden vida cuando le encontramos lógica. La luna, nos dicen los científicos, es un satélite, una piedra; pero miro la luna y no veo un satélite (¿qué es un satélite para mí?) ni una piedra: simplemente veo una luna, a veces brilla más, a veces menos, a veces no está. Eso es todo. ¿Para qué más? Sentir curiosidad es loable, ¿pero para qué correrle el velo a las cosas? La lógica puede hacernos para amar la vida o asesinar judíos, entonces ¿a quién le importa la lógica? Sólo los enfermos se aferran a la mentira, como lo hacen los pensadores. El ser humano podría ser perfecto en su imperfecta inocencia y en su poesía, pero hemos estado presos, primero, de Dios y luego, ahora, de los pensadores, de la ciencia y de la filosofía. El ser humano podría ser perfecto: no es un animal ni tampoco un dios. El ser humano podría ser perfecto, y de hecho lo es en los primeros años de su vida. De niño, siente curiosidad pero no quiere respuestas; de niño no ansía con saber matemáticas, le basta con jugar con la tierra. Luego vienen los pensadores, y con ellos los profesores de la escuela, esos lacayos de los grandes pensadores, y nos tiran los libros y nos fuerzan a pensar y a sumar y a usar la lógica, y de a poco vamos odiando la vida, vamos olvidando todas las respuestas que ya teníamos, y nos convertimos en personas civilizadas que saben pensar, que razonan, que no saben nada. ¿Cuál es la razón por la que nacemos y morimos? No la hay, porque no hay razón para nada. El hombre lo percibe segundos antes de morir: no hay razón, sólo vida. La matemática sirve para armar una mesa, un horno, un inodoro, pero no para vivir a través de ella. Nada se rige por la razón. Cuentan que tres hombres se cruzaron con una flor espléndida: uno era un filósofo y se puso a pensar en ella, otro era un poeta y le dedicó un poema con bellas palabras, y el otro era simplemente un hombre que pasó a su lado, la vio, se conmovió un segundo, la olió y siguió su paso. Sepámoslo: no hay más allá luego de la montaña.

"Si Dios es las flores y los árboles, los montes, el sol y el claro de luna, entonces creo en él, creo en él a todas horas, toda mi vida es oración y misa, una comunión con los ojos y los oídos. Pero si Dios es los árboles y las flores, los montes, la luna, el sol, ¿para qué lo llamo Dios? Lo llamo flores, árboles, montes, luna, sol. Si él se ha hecho, para que yo lo vea, sol y luna y flores y árboles y montes, si él se me presenta como árbol y monte y claro de luna y sol y flor, es porque quiere que yo lo conozca como árbol, monte, luna, sol, flor. Y yo lo obedezco (¿sé yo más de Dios que Dios de sí mismo?), lo obedezco viviendo espontáneamente, como uno que abre los ojos y ve, y lo llamo luna y sol y flores y árboles y montes y lo amo sin pensar en él y lo pienso con los ojos y los oídos y ando con él a todas horas".

8.9.08

El sueño de la casa propia

Acostó a los chicos como todas las noches, bajó por las escaleras de la casona, saludó a la señora, saludó al señor y se marchó. Por un momento, sin querer, sintió tristeza (le resonaban las palabras de su esposo: "al esclavo le cuesta dejar de ser esclavo"), pero al llegar a su barrio, luego de tomarse el colectivo y el tren, supo con la certeza que brinda el dolor y la terquedad que era correcto lo que iban a hacer. En la casona, el señor y la señora Rinaldi tomaban un café y comentaban la situación del país con algo de dramatismo y una pizca de cinismo y altanería. Menos la de la cocina, todas las luces estaban apagadas, las puertas estaban ya cerradas, las alarmas encendidas, los perros afuera dormidos. El señor Rinaldi fumaba su cigarrillo de la noche, soboreaba el placer irremplazable de fumarlo, disfrutar el silencio, leer el diario y notar cómo su mujer leía con desinterés el suplemento de espectáculos. En el segundo piso, subiendo las escaleras alfombradas y pasando frente a la cómoda de roble donde relucían los portaretratos recién lustrados por la mucama, estaba el dormitorio de los chicos, que ahora dormían a la luz tenue de la luna llena que la cortina de seda les tapaba con delicadeza. Afuera, el clima era inhóspito, el frío congelaba la piel, y el tren silbaba y se perdía a lo lejos para no volver por largo tiempo. "Es ahora, hoy empieza todo", dijo Alejandra mirando a sus hermanos. En el patio de atrás, su marido afilaba un cuchillo con mango de caucho. No dormía nadie. La gente se iba juntando al borde de la autopista. La señora Rinaldi fue al baño a cepillarse los dientes y perfurmarse con perfumes de París, para luego acostarse, descansar, pensar en otra cosa, siempre pensar en otra cosa, y mañana emprender la vida como si uno naciera de nuevo, sin preocupaciones vanas, fresca, radiante. El señor Rinaldi se quedaría mirando un poco de televisión y tomando un whisky importado antes de acostarse a dormir. Le gustaba entrar al dormitorio alfombrado, sacarse las pantuflas, mirar a su esposa dormida, levantar despacio las sábanas, meterse y sentir el calor y la comodidad y el olor y todo eso que lo hacía sentir seguro, como si volviera al vientre caliente de su madre. Agarraba algún libro de la mesa de luz, lo hojeaba y finalmente la noche le ganaba los ojos hasta las siete de la mañana del día siguiente. ¡Pom pom pom! Alejandra se quedó en el patio con las bolitas de carne picada en la mano, esperando la orden de su esposo. Eran catorce personas rodeando la casona. ¡Pom pom pom pom pom! La señora Rinaldi se despertó. "¿Qué son esos ruidos? ¿Oís?". ¡Pom pom pom pom pom pom pom! El señor Rinaldi maquinalmente se calzó las pantuflas y se asomó por la ventana. "Es Alejandra", dijo, "¿qué hace acá?". Los perros comían las bolitas de carne picada. "¿Alejandra?". ¡Pom pom pom pom pom pom pom pom! ¿Qué es eso, por Dios? ¡Llamá a la policía José! ¡Pom pom pom! Y la parte de abajo quedó tomada. ¡Pom! Los chicos, ¡los chicos!, los chicos se despertaron gritando, ¡los chicos! ¡Pom! Alguien golpeaba las puertas, golpeaba los techos y las paredes, ¿pero quién, José? ¿Qué quieren? Bajá, José, llamá a la policía, José. El señor Rinaldi marcó temblando el 911 y dijo sí, una emergencia, nos están robando, es un grupo de gente, sí, creo que armados (traé a los chicos y cerrá la puerta José), nos están tomando la casa, por favor, rápido, le informamos que tenemos todos nuestros patrulleros ocupados, en cuanto estén libres enviaremos uno a su casa muchas gracias, ¡los chicos José! El señor Rinaldi agarró un bate de baseball en desuso que guardaba melancólicamente en el ropero. Abrió la puerta (los chicos gritaban, la parte de abajo estaba tomada), la abrió sigilosamente, mientras la señora Rinaldi seguía en la cama, inmóvil, atolondrada, sin saber qué pensar, y estúpidamente se cubría con las sábanas ante cada nuevo ¡pom! El señor Rinaldi apretó bien su bate y caminó despacio y seguro hacia el dormitorio de sus hijos. En el camino, se asomó por la baranda: la puerta estaba destrozada, el piso blanco sucio con barro, y un extraño se miraba en el gran espejo del hall principal. Alejandra estaba sentada en la mesa que tantas veces había limpiado, viendo cómo sus hijos jugaban en el piso impecable de los Rinaldi. Curiosamente se sintió bien, se olvidó que la señora y el señor estaban arriba, se olvidó que eran el señor y la señora. Uno de sus vecinos se sentó en el confortable sillón y encendió la televisión, tal como el señor Rinaldi lo había hecho minutos antes. "Pánico en la ciudad", titulaban los noticieros. "¡Mirá Alejandra, mirá esto!". El señor Rinaldi llevó a los chicos a su dormitorio y cerró con traba. Y ahora qué hacemos, y ahora quedémonos acá hasta que venga la policía, llamá a los Mercado José, a ver si pueden ayudarnos José. El señor Rinaldi llamó a los Mercado. ¿Hola, Mauricio? Alguien respiraba del otro lado, ¿Mauricio?, ¿hola? Nada, apenas una respiración. ¿Qué pasó José? Cortaron, atendieron y cortaron. ¡Pom pom pom! ¡De nuevo el ruido José! ¡Pom! Alguien subía por las escaleras.

2.9.08

El dolor de ya no ser

Buenos Aires no existe. Es un vacío apagado dentro de otro vacío. Es el sueño pesado de un dios que no existe, como Buenos Aires, que no está, que es un montón de ladrillitos puestos sin sentido, uno sobre el otro. Buenos Aires no existe, y sus habitantes son fantasías de una fantasía que nunca nadie imaginó, algo que siempre vendrá, humanos que están colocados más allá, eternamente más allá. Buenos Aires es la copia de una ciudad que alguna vez estuvo pero en otro lugar, lejos, en Europa, una ciudad que se hizo para destruirse y, de hecho, se destruye, a cada minuto, a cada segundo, se destruye para confirmar lo que todo el mundo interiormente sabe, que Buenos Aires no existe. Un antiguo farol abandonado también lo sabe, algunos le dicen que no, que una vez estuvo parado en una esquina, alumbrando besos y asesinatos, pero él sabe que no, que el suelo donde estuvo nunca estuvo porque Buenos Aires no existe. Hay algunos que dicen que sí, que Buenos Aires existe, y se pavonean por las calles asfaltadas de un lugar al que le dicen Buenos Aires, como si realmente existiera, pero al fin del día da lo mismo estar en cualquier lugar y así es como no se dan cuenta, y no quieren darse cuenta, que en realidad Buenos Aires no existe. Otros agarran un mapa y a fuerza de líneas y nombres de calles quieren convencer a los incrédulos: Buenos Aires son estas líneas, de acá para allá, y de allá para acá no. Pero el mapa se quema en el fuego más fácil que un yuyo y ya Buenos Aires no existe, dura un segundo o menos, y simplemente dura para no durar jamás. Hay un puerto al que nadie visita, un puerto bloqueado, abandonado, con barcos oxidados, y dicen que de allí bajaron los primeros habitantes que sabían muy bien que nadie les iba a meter en la cabeza que eso, que esa arena, que esa mugre, que esa enfermedad, era Buenos Aires. Murieron en la más absoluta miseria, maldiciendo a ese lugar que no era Buenos Aires, que era cualquier lugar menos Buenos Aires. Los que saben que Buenos Aires no existe se esconden en bares, temerosos de los que caminan seguros por las calles y preguntan "¿a qué altura estoy de Uriburu?" sin siquiera sospechar que pisan un limbo perpetuo enlutado de realidad, un espejismo duro, un mal sueño, un gigante con pies de barro. Los temerosos de los bares, que saben que Buenos Aires no existe, se emborrachan por la tristeza que les da saber la verdad, se sientan en las mesas más alejadas de la ventana para no ver el lugar que no es Buenos Aires, a veces se abrazan entre cuatro o cinco y lloran toda la tarde, y piensan y hablan de otro lugar, que quizás algún vez existió, que está lejos, cruzando el océano, ese otro lugar absoluto, distante, donde el amor es un poncho para echar sobre las almas nobles y buenas y combatir el frío del desdén. Pero un día los hombres del bar llegan a una conclusión, se miran y paran de llorar, y sin decirlo se lo dicen: si siguen llorando y emborrachándose ellos tampoco existirán, como Buenos Aires, que no existe. Entonces uno agarra una guitarra rota, otro abre los ojos grandes como la noche, y el de más allá escribe un poema que es como el poncho en la tarde fría. En la oscuridad del bar, una lucecita se enciende. Alguien entra. Nace el tango. Y Buenos Aires existe.