28.4.08
No hay bienvenida
Hace poco vi la película Chapter 27. Es sobre Mark Chapman, el tipo que asesinó a John Lennon. Por lo menos así se lo conoce, como "el tipo que asesinó a Lennon". Si mi abuela me pregunta quién es Mark Chapman, es "el tipo que asesinó a Lennon". Pero como todos los locos, como casi todos los capaces de cometer atrocidades, Chapman era un ser complejo en su tosquedad, en su estupidez, lleno de una moralina idiotizante, pleno de una niñez enfermiza, como el Travis de De Niro, como el Jack La Motta de De Niro. Un hombre pequeño, dolorosamente pequeño, inteligente por momentos, desfasado en su visión de la realidad. No pude evitar pensar, una vez terminada la película, que yo era un poco Chapman y un poco Lennon. Aunque en realidad ninguno de los dos. Por un lado, el yo pequeño, encerrado, abismal, que se da la cabeza contra la pared; por el otro el yo que podría hacer algo por los otros, que podría expresar sus pensamientos, sus sentimientos, el yo que triunfa y es reconocido. No hay tanta diferencia entre Chapman y Lennon, como jamás hay tanta diferencia entre los antagonistas. La diferencia es que Lennon triunfó. La diferencia es que Lennon estuvo en el momento indicado. La diferencia es que Lennon escribía canciones para salir de su pequeñez, grandes canciones que lo convirtieron en un gran hombre, un gran hombre con grandes convicciones. Chapman era un gordito de Texas que no entendía nada, o entendía pero todo mal, que era fan de Los Beatles (como todos), y que pensó que Lennon lo había traicionado, que se había vendido al sistema por vivir en grandes mansiones y decir que no creía en Los Beatles y que Jesús no era tan popular como Los Beatles. Pero ante todo, a Chapman lo enloquecía un pensamiento límite: ¿cómo podía ser que él, un hombre pequeño, en un simple acto como apretar un gatillo pudiese poner fin a la vida y a la música venidera de un gran hombre como Lennon? ¿Podía hacerlo, justo él, el yo pequeño, el estúpido, el demente baboso, el loco que espanta, el gordo anónimo? ¿Podía? ¿Era capaz de cometer ese acto abismal, de salir del anonimato, de ser odiado por millones? ¿Es mejor ser ignorado por millones que odiado por millones? Yo conozco a Mark Chapman porque Mark Chapman vive en mí. Yo conozco a John Lennon porque John Lennon viven en mí. Es tarea del yo que soy ahora, ese medio, insoportable por momentos, el medio de los dos, el que debe pugnar por ser Lennon. Por lo menos es lo que yo quiero ahora. Nadie quiere ser Chapman. Chapman, como el mal, te chupa. Uno no busca ser el peor: lo es. He ahí el poder del mal: es la señora que pincha la pelota. No hace nada, está ahí. Uno le pega mal y la pelota va a parar al jardín de al lado, y chau pelota. No fue decisión de uno, fue un error. Y así, error tras error, violencia más violencia, guerra tras guerra, sangre más sangre, Chapman más Chapman, la vieja te pinchó todas las pelotas que tenías, y vos te quedás sentado en el medio del jardín, aburrido, angustiado, vacío, y quizás un día, ya más grande y solo, te ponés a pincharle las pelotas perdidas a los pibes vecinos, esos pibes tan insoportables que no paran de hacer ruido y de pelotudear con el fútbol, y a ver si de una buena vez se dejan de romper los quinotos, pendejos de porquería. Chapman ganó. Por default. No hizo nada. Estaba ahí. El pequeño yo ganó y te chupó la vida. El gran yo está lejos, muy lejos, tan lejos como pensó Chapman que Lennon estaba, y sin embargo lo asesinó de cuatro balazos, en un acto absurdo, en un crimen sin sentido, por el puro hecho de hacer lo que no debía ser hecho. Lennon no sólo era un gran hombre (que es lo de menos: Lennon estaba más allá del hombre), John Lennon era indigno para nosotros, putrefactos Chapmans ahogados en la cotidiano y peores que el peor Chapman, queriendo que todo pase rapidito, que llegue la noche para encerrarnos y tirar la llave, que la tostadora, por favor, funcione porque no está en garantía, y ni siquiera tenemos el dolor metafísico de Chapman, ese dolor que resquebraja, ese dolor que ahogaba a Chapman, y que lo llevó a pensar y a poner en acción esa idea terrorífica: que la estupidez, siempre, eternamente, lleva las de ganar. Lo peor (Chapman lo sabía, Lennon lo sabía) es quedarse en el medio, es no ser nada, es esta aparente placidez, esta aparente bondad de gente, ese dedo que juzga a Chapman y no lo comprende, y no lo comprende porque sabe que en las profundidades del ser humano Chapman creó la cultura, creó la moral, creó la religión, y que Lennon (por lo menos yo lo sé) es una excepción a la regla. Pero a no angustiarse: la raza humana misma es una excepción en un universo desolado. Y no por eso hemos dejado de crear cosas maravillosas. Son los hombres excepcionales los que trazan la huella. Son los Chapman los que nos chupan hacia al abismo total. Somos nosotros, los del medio, los que vivimos la farsa de todos los días, pensando que Lennon era un genio talentoso drogón hippie incomprensible único inalcanzable ridículo flequilludo, y que Chapman es un loco asesino criminal desquiciado malparido. La historia no se mueve por los del medio. Si fuera por los del medio el mundo sería el lugar más inhóspito que existe. Que lo es. Ahora.
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