5.11.08

Condenados

El abogado se acomoda la corbata, pone su mejor cara de hombre civilizado y dice: "a los violadores hay que castrarlos". En el centro de la ciudad un hombre cualquiera, que no es abogado, que es un simple empleado, que está solo, que está tan solo, que está sólo porque no puede comunicarse, lo intenta, lo intenta, siempre, lo vuelve a intentar, no puede comunicarse (el departamento está sucio). Cuando se abre a los demás, se le cierran las puertas. No sabe hablarle a la gente, pero los quiere, se asoma por la ventana, ve a la secretaria, a la adolescente, y las quiere, pero todos lo ignoran (y el departamento está sucio). Nada cambiará en su vida, jamá nadie golpeará a su puerta y lo saludará, fatalmente se da cuenta de eso. Nada cambiará, siempre igual, siempre seguro. Para otros, es un alivio. Para él, un tormento. Todos los días encerrado en el departamento (sucio). Todos los días mirando televisión hasta que se le cierran los ojos, todos los días masturbándose mirando las revistas, todos los días la angustia de querer que alguien lo quiera. Piensa: ¿por qué nos atamos tanto? ¿Tanto nos cuesta hablarnos, mirarnos, tocarnos? Observa con odio cómo a muchos les resulta tan fácil comunicarse y amarse y adorarse. Son chicos y chicas lindas, agradables, bien vestidos, sonríen bien, están bien peinados, son buenos, se les nota, son buenos chicos, van al gimnasio, todo el mundo los quiere, quién no los va a querer. Es tan fácil todo para ellos. Pero para él, para el hombre del departamento sucio, no hay nada más complejo que comunicarse. Las barreras que le ponen los demás lo horrorizan. Nadie lo quiere como es, porque es una persona despreciable, y él simplemente no puede cambiar. Ya se dio cuenta de eso. La vida lo fue llevando por ese camino, casi sin querer, sin darse cuenta, y ahora es grande y no puede cambiar. ¿Qué hacer? Sin embargo, en su trabajo conoce a una mujer distinta. En verdad, no la conoce, simplemente la ve, todos los días la ve, casi que no puede dejar de mirarla. Al principio era una más, pero una vez le sonrió y eso bastó para que él la transformara en una obsesión. Nunca le habló. Soñaba con ella, vivía por ella, se masturbaba pensando en ella. Una noche, la siguió. Estaba hermosa, nunca había visto una mujer tan hermosa. Las tetas grandes y perfectas, la cola marcada por la calza (seguramente va al gimnasio, sí, seguro). Le dio asco su departamento sucio. Esa noche la cabeza le explotó. Todo giraba, lo prohibido lo excitaba, lo sacaba de la rutina, lo prohibido lo hacía amar la vida, lo volvía a la niñez, a la novedad de la vida, lo prohibido, lo inútil, lo sin sentido, el amor, la unión, la violencia, el dolor, el parto, la madre, la vida, la propiedad, la mujer. Al otro día salió decidido. Después del trabajo, la siguió unas cuadras, y en un rincón oscuro de la ciudad la golpeó y la violó. Se sintió triste y más vacío que antes cuando se tuvo que ir corriendo por los gritos de ella, sin poder decirle cuánto la amaba. El abogado, que ama a su mujer y a sus hijos, dice que no puede ser que los criminales entren por una puerta y salgan por la otra, que no podemos dejar libre a una persona que probablemente va a cometer otro crimen, que hay mantenerla presa por las dudas, condenada para siempre. El abogado dice eso, dice eso y no comprende, y no comprende y al no comprender ignora, y al ignorar odia, y al odiar nos separa, nos confunde, nos asesine. Luego regresa su cárcel con forma de chalet (y el chalet está muy limpio).

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