La noche se agolpa sobre el mundo. La noche es un remanso de sombras que caen sobre un difunto. La iglesia es un edificio apenas, recortando la vista, con el reloj como luna, con el edificio enorme tapando lo que resta. La noche calma al día y no significa nada. La noche es caminantes que nadie conoce haciendo ssssh, silencio con el dedo, silencio que la noche habla. Que la noche habla y no dice nada. La noche se maravilla de estrellas. Primero se enciende una, chiquita, lejana, luego se apagará para dejar paso a otra más cercana, y luego, ya en la oscuridad plomiza, no habrá lugares para diferencias: la estrella es siempre la misma estrella, ni abajo ni arriba, ni lejos ni cerca, simplemente estrella, multiplicándose como papel picado, una estrella que parece miles, que parece miles pero que no tienen número, ni principio, ni final. No hay luna. Las cosas se hacen un bollo en la cama de la noche. Aparecen de nuevo, con formas inusitadas. La noche es el cielo como verdaderamente es, sin la excepción de un sol cercano y generoso. La noche nos devuelve al plano correcto, aplasta el ego, nos deja vacíos si estamos vacíos, nos regocija si estamos alegres, nos deslumbra si somos poetas. Sólo los necios perturban a la noche, sólo los que le temen la quiebran con ruidos y luces de colores chillones. Le temen a la noche, y quien teme a la noche no conoce nada de la vida. La noche en el campo es la forma desconocida de la muerte, ahora, ahí, detrás del arbusto que no vemos. La noche es la paz de los que no tienen paz. La noche nunca llega sin avisar, la noche simplemente se posa sobre el cielo, como una mujer que arropa un bebé. La noche nos tiene compasión de madre porque ignoramos su secreto más hondo: que detrás del velo de la oscuridad se esconde el todo y la nada, silenciosos, infranqueables y sencillos.
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