24.2.09

Camino y piedra

Cuando vivía en mi pueblo, las noticias de la ciudad llegaban con eco, masticadas, lejanas. Era un microclima, decía yo, y me enojaba. Un día llegando a la ciudad le dije a mi primo "mirá lo que es esto" (los taxis gruñían como tiburones alrededor del colectivo), le dije que la ciudad te tiraba abajo y él me respondió: "sí, es verdad, pero la ciudad te da anonimato, te cobija sin importar quién sos, no te juzga, te esconde". Me dejó sin palabras, puse cara de "es cierto" y luego con el tiempo lo fui comprendiendo. Me escondí entre el cemento, me olvidé del cielo. Amurallado en mi departamento la vida era algo ajeno; y yo, un anónimo, uno más, alguien que no existía, sin peso, leve, muerto en vida, al costado. En los pueblos todos saben quién sos, la mirada del otro es pesada como un yunque. En la ciudad te ignoran. Me quedé en la ciudad. Lo gris de los edificios se fue metiendo en mi casa, como un preso que no conoce más que sus rejas y cuyo horizonte es la pared. Me deprimí, que es la forma más idiota de la tristeza. Me inmovilicé. Pedí ayuda a una mamá y a un papá. Creí en Dios y dejé de creer al rato. Me atosigué de noticias, de titulares y volantas, de programas de televisión, de realidad. De realidad, así decía yo, la realidad está en la ciudad. Eso creía. La realidad está acá, no en los pueblos adormilados del interior. Eso creía hasta que me fui al norte de Córdoba, años más tarde. Allí hay muchos cerros, algunos tienen plantas y árboles antiguos, otros piedras, y entre todos ellos hay uno de rocas rojas como la piel del indígena que lo habitó hace años, en otro mundo, en otro sueño, en otra realidad. Se llama Cerro Colorado. No es demasiado alto ni demasiado vistoso desde lejos, pero en su misteriosa soledad parece absorber las almas de los que lo visitan. Hace miles de millones de años que conoce la tierra que lo sostiene y los ríos que lo bañan, que da cobijo entre sus dolorosas piedras a las aves y los pastos sufridos. El hombre no era ni siquiera un insecto y el Cerro Colorado ya estaba ahí, inmutable, bello en su tosquedad, haciendo enmudecer al silencio. El Cerro tiene memoria de años puros y tristezas soleadas, en sus rocas se guarda el secreto de la tierra para el que sabe mirar. Bajos sus aleros los indígenas pintaron lo indecible, lo que el paisaje les quitaba en palabras lo volcaban en dibujos. Un guanaco, un cóndor, unos cerros. Nada más. Desde arriba del Cerro se puede escrutar el infinito, que es una selva serrana interminable, un mundo enclavado en la realidad de las rocas. Ahí, sentado bajo un mato, agradeciéndole la sombra, supe la verdad, como sin querer: no hay más realidad que el Cerro Colorado. Los problemas de los hombres de la ciudad quedan pequeños y ridículos frente a la verdad colorada del Cerro. Las noticias ya no sonaban lejanas, si no directamente extrañas, bizarras, provenientes de un mundo pegajoso y fútil, como de un circo de hormigas con cerebro de mono. Bajo el cobijo de un mato, en el Cerro Colorado, fui anónimo también, como en la ciudad, pero de un modo radicalmente distinto. Mientras en la ciudad la soledad atosiga, en el Cerro la soledad libera; mientras en la ciudad la tristeza es depresión, en el cerro es belleza; en la ciudad el anonimato es desprecio, en el cerro es respeto; en el Cerro Colorado uno es anónimo porque la naturaleza aplasta el ego, en la ciudad el anonimato es producto de una indiferencia atroz. La poca gente que vive bajo el Cerro Colorado conoce el valor de cada paso, el sonido de las suelas contra las piedras añosas, se saluda cuando se cruza con alguien aunque no lo conozca. En la ciudad, ya de vuelta del Cerro, en la calle nadie me saluda, y los que lo hacen, al salir yo de mi edificio, lo hacen con una impostura insoportable. Caminé unas cuadras. Una tristeza infinita me acompañó. Sentí que el Cerro Colorado me había ganado el cuerpo. Sentí que el paisaje se había hecho dueño de mi vida, de mi andar, de mis pensamientos, de mis palabras. Añoré su silencio con una necesidad urgente. El Cerro me llamaba con amorosa cautela. De pronto, la ciudad se me hizo fantasía. Mis raíces habían quedado en esos cerros, en esos valles, en esa lejanía que era mucho más cercana que el cemento y los autos y la gente, vacía y anónima. Sin darme cuenta, seguía viviendo en el Cerro, mi memoria estaba allí, mis raíces habían crecido en esos pocos días, mientras que la ciudad en la que viví tantos años me quemaba las raíces todos los días, como si debajo del asfalto hubiese un fuego que asesinara lo perdurable y hermoso de este mundo. Extraño el Cerro Colorado como nunca pensé que lo iba a extrañar cuando estaba frente a él, con mis ojos tratando de asimilar el paisaje. Todos nosotros moriremos, todas las noticias pasarán, los problemas desaparecerán y volveremos a inventar otros, y el Cerro seguirá ahí, hermoso, enorme, eterno y tierno como una plantita con las raíces llenas de tierra. Nada más me queda para decir que esto: perdón, perdón por ser tan torpe y tratar de ponerle palabras a lo que está más allá de lo decible (las nubes allí son cartas de amores lejanos), me siento incómodo contando lo que no puede ser contado, ocurre que hoy un fuego quemó mis pies, me hizo temblar la espalda y me quebró en dos. Yo vivo en Cerro Colorado aún estando en la ciudad. Ahí, en el norte de Córdoba, está la casa espléndida, la de siempre, la que nunca tendríamos que haber abandonado. Perdón de nuevo, dice este humilde escritor de palabras bruscas y atolondradas, que de ahora en más comparará todo lo que escriba y todo lo que haga en su vida con la belleza del Cerro. Si alguna vez llegara a crea algo, a hacer de mis días un poema que sea la mitad de bello y pleno y eterno que el pastito que nace en una roca cualquiera del Cerro, entonces que me den un poncho, un sombrero y una guitarra, me voy a dormir tranquilo, a fundirme en la tierra, a hundirme en el río, a evaporarme y ser nube, para caer como lluvia y adornar por un segundo la cumbre del Cerro Colorado. No hay otra gloria ni otra felicidad posible.

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