3.4.09

Chicho

A los 80 años, a esta edad que casi nadie desea tener, a la que nunca pensamos en llegar, las costumbres y lo que llamamos realidad se vuelven extrañas. Es difícil explicarlo porque los sueños se me confunden con lo cotidiano, cosas insignificantes me llaman la atención y me conmueven, como un yuyito creciendo en una áspera pared, un rayo de sol recostándose sobre mi patio, las uñas de mis manos. De la misma manera inexplicable, quiero a mi perro como nunca quise a nadie. No es que haya tenido una vida solitaria, todo lo contrario. Se cuentan por decenas mis nietos, y todos dicen quererme y me lo demuestran asiduamente. Tampoco es que sea desagradecido, pues he querido a muchísima gente en mi vida y me han querido más todavía, empezando por mis padres, mis hermanos, hasta mi última esposa, que justamente fue la que tuvo la idea de tener un perrito, hace más o menos quince años. Nada atípica la idea: nuestros hijos se habían ido del pueblo con sus familias, nos sentíamos solos, pálidos, con una palidez de tarde tormentosa, y a mi esposa se le ocurrió lo de la mascota. Nunca me habían gustado los perros, ni los gatos, ni ningún bicho parecido. Los creía una molestia, sucios, estúpidos. Así que rechacé la iniciativa. De todos modos, mi mujer, testaruda como era, un día me cayó con un cachorrito todo deshilachado, embarrado, sarnoso, flaquísimo, con unos ojos tristísimos. Le grité a ella, a mi mujer, y la amenacé para que lo devolviera a su lugar. Por supuesto, no me hizo caso. Lo metió en el baño, lo cual me hizo enojar todavía más, le puso shampoo, lo enjabonó. El perrito era tan silencioso que durante mucho tiempo pensé que era mudo. Su primer ladrido fue a los dos años, en la plaza, cuando vio a una perrito muy pituca pasar por la vereda de enfrente. En el baño, mientras el olor a perro mojado me exasperaba aún más, el pobre animal no hizo un solo ruido, no se quejó de nada. Tampoco movía la cola, simplemente llenaba su cuerpito con esos ojos negrísimos que parecían tener una gota de agua, brillosa, en el fondo. Tiempo después, como a los dos meses, cuando empecé a aceptarlo y me entregué al misterio de los animales, me asombraron las capacidades de su mirada. Lo decía todo. Lo sabía todo. Me entendía sin entenderme, me miraba con pena y profunda comprensión, como el conejo que, pacífico, entiende y siente ternura por el león que está a punto de devorarlo. Su sola presencia, a mi lado, mientras leía en el sillón o cuando comía una fruta o tomaba un café, le daba un aspecto de sabio, la calidez de una raza que estuvo junto al hombre desde tiempo inmemoriales y que sabe de su destino, de su amanecer y su ocaso. Claro, ahora soy viejo y a veces estos pensamientos los atribuyo a mis achaques, pero no hay día en que no lamente, a veces hasta las lágrimas, no haber tenido un perro antes. Mi esposa era tan insistente y al mismo tiempo tan tierna, que terminé aceptando la mascota casi como un favor hacia ella. Una tarde nublada y silenciosa de otoño lo saqué a pasear. Caminaba a mi lado sin necesidad de correa. Nunca hubo que enseñarle nada. Meaba cada uno de los árboles por los que pasábamos. No había mayor alegría para él. A veces se adelantaba unos metros, apenas trotando, y bamboleaba sus genitales con una inocencia maravillosa que siempre me arrancaba una sonrisa. Le pusimos Chicho de nombre, en homenaje a un viejo amigo de mi juventud. Chicho tenía una costumbre que me pasmaba. Sabía cuándo yo estaba triste o contento. Lo intuía. Para los perros la intuición es todo, como para nosotros lo es el raciocinio. A los 80 años, sépanlo si son jóvenes, la intuición también lo es todo. Eso, y los sentimientos y la memoria. Que es más o menos lo mismo. Los perros, de alguna manera, son viejos casi toda la vida, o por lo menos Chicho lo era. A veces me sentaba a mirar por la ventana y una angustia enorme me invadía sin razón. Chicho, estuviese donde estuviese, parecía oler esa pena. Venía silencioso y se me acostaba a los pies. O me daba la pata. O me miraba. De igual manera enseguida sabe cuando una tenue alegría me asalta, y entonces la cola se le mueve como la hélice de un helicóptero. Cuando Chicho tenía ocho años (porque ahora cuento el tiempo a partir de la edad del perro, como si hubiera un antes y un después de su llegada), mi esposa murió de un repentino y fulminante cáncer. Dos semanas de vida tuvo desde que se enteró hasta que falleció. Ninguno de mis hijos pudo venir a verla en ese tiempo. Yo me pasaba la mayoría del tiempo a su lado, en la cama, junto con Chicho. Pero cuando murió, un mediodía caluroso, justo me había ido a comprar té al supermercado. Sólo el perro la vio morir, y me gusta pensar que las últimas palabras de mi esposa fueron para el animal, para alguien que no entiende el idioma. Es curioso, pero así es la vida, justamente así. Un idioma no escuchado, un amanecer olvidado, la taza de café de nuestra madre, rota, olvidada en un desván. En ese instante, en esas supuestas palabras que Chicho no comprendió, se encierra todo el misterio del universo. Ahora Chicho era un perro viejo, del mismo modo que yo soy un hombre viejo. Salimos a pasear todavía, lentamente. Los quince años de un perro son como los 80 años de una persona, por lo que Chicho está gravemente. Me dijeron que tiene algo en los huesos, que no le permite caminar bien. Sin embargo, así, rengo y todo, no deja de mear los árboles, de revolear los genitales con toda la alegría del mundo. Ayer (y éste es el motivo por el cual empecé a escribir estas palabras), en uno de esos paseos que son mi vida entera, íbamos los dos, viejitos, uno lento y el otro rengo, por una vereda cualquiera de este pueblo, y nos cruzamos con una nena de unos ocho años que juntaba flores y pastitos de las macetas de los árboles. Cantaba una canción de moda, iba saltando, sola, quizás a visitar a un pariente, quizás al supermercado. Pasó rapidísima, saludando al día, con un vestido celeste claro, con el pelo recogido y negrísimo. Lo miró a Chicho y lo acarició, como si fuera una planta más, y siguió como si nada, como pasa la alegría a mi edad. Yo seguí, con mi perro, para el lado opuesto, hacia donde el sol se escondía. Hoy a la mañana murió Chicho, sin chistar, en su rincón de la cocina. Lo levanté como si fuera un bebé recién nacido, con un cuidado enorme, lo llevé al patio, lo envolví en una manta y llamé a un conocido para que ayudara a enterrarlo. Ahora es de noche, la luna se enciende, más cercana que nunca. El olor a tierra húmeda se empieza a sentir con fuerza.

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