11.4.09

Destino del canto

En estos días fantasmales en la gran ciudad, de los que soy plenamente consciente desde mi llegada de los cerros y los valles, de la tierra y las piedras y los caminos, la música me salvó la vida. Puede sonar exagerado, pero no lo es en absoluto. El folclore, lo que los amigos del encasillamiento llaman "folclore", es decir las zambas, las chacareras, las bagualas, las vidalas, las milongas camperas, las chayas, las tonadas y tantos otros ritmos, supieron tender una cuerda entre el fantasma que soy y la lucecita que fui (y todavía soy) en los cerros. Tengo la teoría (incomprobable científicamente, y por eso Verdad Pura) de que en esos días, durante mis últimas vacaciones, que en verdad trascendieron grandemente esa palabra ("vacaciones") tan mezquina, el paisaje se me metió adentro, se me fue haciendo carne, y yo en realidad me quedé allá, el que volvió es una sombra, un calco mal hecho. Hay otro que vive en el paisaje pedrogoso, que se quedó con mi vida, y hay uno, el que escribe estas palabras, el que trabaja, el que paga la luz y el gas, el que camina por las calles sin ganas, que, sí, se tomó el colectivo de vuelta, que bajó a los llanos, que se internó en la ciudad, pero que vaga por la vida como un fantasma problemático. Tengo que pedirle una doble disculpa al lector imaginario de estas palabras: primero, sabrás perdonar el matiz biográfico de este entrada del blog, no es mi intención hablar de mis "vacaciones" ni vender turísticamente nada, como tampoco pretendo que el eje de atención sean mis aventuras en la naturaleza; segundo, hace un tiempo que insisto con la denominación "fantasmas problemáticos", y debo confensar que en realidad le pertenece a Juan José Saer, y está dicha como al pasar pero reafirmada en cada página de su novela "El entenado". En mi pobreza de lenguaje y pensamiento no encuentro una definición mejor para hablar de mí, del que volvió a los llanos grises de la ciudad, y de todos los que me rodean. Fantasma es aquel ser que está muerto pero sigue vivo, deambulando sin materialidad por oscuros lugares, casonas abandonadas, entre telarañas, que provoca sustos a los vivos pero aburre a los otros fantasmas. No hay nada de espiritual en un viaje hacia la naturaleza. El espíritu en verdad vive en las ciudades. Cuando uno se interna en la selva y el monte, todo se torna material, palpable, vivo. La montaña es lo más extraordinario que existe sobre este planeta porque es sumamente tangible, es la tangibilidad propia, lo real, lo concreto. La vida es pegarse en la cabeza, rasparse, caminar, incomodarse, tener hambre, tomar agua, mojarse los pies en el río. Como dice Saer, el indio americano, aún en su desconfianza hacia las cosas, era infinitamente más real y más vivo que estos fantasmas problemáticos que llamamos gente, personas, los hombres occidentales, europeos. En la ciudad, el espíritu prima, en el sentido que todo es etéreo, nada es verdad, nada concreto. Vivimos sin saber para qué vivimos, trabajamos sin ningún motivo aparente, nos distanciamos de las cosas a diario, existimos en la más terrorífica nada, en la angustiante alienación del que lo ignora todo y pretende ser feliz de esa manera. No hay modo de vida más idiota, más infernal, más fantasmórico. Morir, morir, morir y morir. Nunca vivimos. La vida, como la entendemos, es un conjunto de sucesos para aplacar la vida. Talamos árboles, construimos moles de cemento, nos escondemos del latido de lo real. En esa nada espantosa inventamos problemas para llenar el vacío, nos creemos dioses y hormigas, basura y moralistas, tipificamos modos de vida, encerramos a los diferentes, encasillamos lo distinto, le tememos a la muerte de una manera paralizante. No pasa nunca un día, desde mi regreso, en que no piense en estas cuestiones. La depresión, enfermedad deleznable de las ciudades, nunca se apropió de mis días perdidos, pero sí la tristeza, una angustia penetrante que se me hubiese hecho insoportable de no haber sido por el folclore. Las zambas de Atahualpa Yupanqui, "La viajerita" de Mercedes Sosa, las chacareras de tantos autores anónimos, forman la música verdadera de las regiones que visité. Siempre me gustaron esos ritmos, pero no los comprendí hasta hace poco: suenan en los cerros, suben los caminos las vidalas, se van para Santiago del Estero, se pierden en Tucumán, renacen en Salta, se vivifican en Córdoba, toman aire en Mendoza, la Banda, el Churqui, Tafí del Valle, Maipú, Iruya, el querido Cerro Colorado. Respiran folclore esos lugares. La gente que compuso esas canciones conocía profundamente el paisaje. A tal punto es así, que durante un día húmedo y caluroso y agobiante de Buenos Aires puedo ir en el colectivo, apretado entre otros fantasmas problemáticos, escuchando una zambita y sentir cómo el paisaje crece conmigo. La esperanza de volver me mantiene con vida, y esa esperanza se hace más palpable con la música. El joven que vive la ciudad, que supuestamente es mi compañero generacional, que supuestamente es culto, que tiene acceso al cine, a recitales, libros y demás, es muy probable que nunca haya oído siquiera el nombre de Suma Paz. Me cuesta mucho hablar de Suma, que murió hace unos días, de repente, a los 70 años. Me cuesta porque el respeto que me genera no tiene dimensiones. Hice toda esta introducción por culpa, o gracias, a ese respeto. Suma lograba el mismo respeto que logra la montaña frente al pequeño humano que la observa. El canto de Suma, como el cerro, vivirá más años que cualquier hombre, penetrando en los recovecos de las piedras. Asumo que ése era su anhelo. Su otra gran virtud fue empardarle en cuanto a intérprete nada menos que a Atahualpa Yupanqui. Nadie cantaba las canciones del Maestro como Suma, excepto quizás Mercedes Sosa, aunque Suma es la heredera perfecta del legado de Atahualpa. Como él, no tocaba la guitarra: la hacía sonar. Le pulía el sonido que el instrumento ya tenía dentro, su cualidad de madera de árbol antiguo, su cantar de pájaro triste. Ningún otro folclorista vivo tiene esa cualidad. La voz de Suma, malamente compilada en algún disco compacto barato, que sin embargo lo es todo para mí, tiene una calidad interpretativa como sólo la tienen aquellos que comprenden la tierra, que la viven, que la respiran por más que las distancias sean crueles e implacables. Suma tenía voz de camino y de piedra. No necesitaba la fama ni el reconocimiento, cantaba en pueblitos perdidos siendo una artista excelsa, de una calidad y una trayectoria conmovedoras. El canto lo es todo para el hombre. Y Suma, sépanlo los tristes que no la conocen, es el canto de la tierra. Gracias por alargarme y alegrarme la vida, Suma, gracias por acompañarme en sueños desvelados con el anehlo de escucharte cantar en algún escenario, cosa que ya no podré hacer, Suma, pero soñaré con eso, seguro, pensaré en silencio respetuoso en tu cantar, en tu guitarra sabia, en los cientos de pájaros y de árboles donde encarnó tu voz profunda, soñaré con eso, Suma (gracias de nuevo), y con las palabras del Maestro que nadie decía como vos y que lo dice todo sobre tu obra y tu estatura de intérprete criolla: "Nada resulta superior al destino del canto. Ninguna fuerza abatirá tus sueños, porque ellos se nutren con su propia luz. Se alimentan de su propia pasión. Renacen cada día, para ser. Sí, la tierra señala a sus elegidos. El alma de la tierra, como una sombra, sigue a los
seres indicados para traducirla en la esperanza, en la pena, en la soledad. Si tú eres el elegido, si has sentido el reclamo de la tierra, si comprendes su sombra, te espera una tremenda responsabilidad. Puede perseguirte la adversidad, aquejarte el mal físico, empobrecerte el medio, desconocerte el mundo, pueden burlarse y negarte los otros, pero es inútil, nada apagará la lumbre de tu antorcha, porque no es sólo tuya, es de la tierra, que te ha señalado. Y te ha señalado para tu sacrificio, no para tu vanidad. La luz que alumbra el corazón del artista es una lámpara milagrosa que el pueblo usa para encontrar la belleza en el camino, la soledad, el miedo, el amor y la muerte. Si tú no crees en tu pueblo, si no amas, ni esperas, ni sufres, ni gozas con tu pueblo, no alcanzarás a traducirlo nunca. Escribirás, acaso, tu drama de hombre huraño, solo sin soledad, cantarás tu extravío lejos de la grey, pero tu grito será un grito solamente tuyo, que nadie podrá ya entender. Sí, la tierra señala a sus elegidos. Y al llegar el final, tendrán su premio, nadie los nombrará, serán lo "anónimo", pero ninguna tumba guardará su canto".

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