8.9.08
El sueño de la casa propia
Acostó a los chicos como todas las noches, bajó por las escaleras de la casona, saludó a la señora, saludó al señor y se marchó. Por un momento, sin querer, sintió tristeza (le resonaban las palabras de su esposo: "al esclavo le cuesta dejar de ser esclavo"), pero al llegar a su barrio, luego de tomarse el colectivo y el tren, supo con la certeza que brinda el dolor y la terquedad que era correcto lo que iban a hacer. En la casona, el señor y la señora Rinaldi tomaban un café y comentaban la situación del país con algo de dramatismo y una pizca de cinismo y altanería. Menos la de la cocina, todas las luces estaban apagadas, las puertas estaban ya cerradas, las alarmas encendidas, los perros afuera dormidos. El señor Rinaldi fumaba su cigarrillo de la noche, soboreaba el placer irremplazable de fumarlo, disfrutar el silencio, leer el diario y notar cómo su mujer leía con desinterés el suplemento de espectáculos. En el segundo piso, subiendo las escaleras alfombradas y pasando frente a la cómoda de roble donde relucían los portaretratos recién lustrados por la mucama, estaba el dormitorio de los chicos, que ahora dormían a la luz tenue de la luna llena que la cortina de seda les tapaba con delicadeza. Afuera, el clima era inhóspito, el frío congelaba la piel, y el tren silbaba y se perdía a lo lejos para no volver por largo tiempo. "Es ahora, hoy empieza todo", dijo Alejandra mirando a sus hermanos. En el patio de atrás, su marido afilaba un cuchillo con mango de caucho. No dormía nadie. La gente se iba juntando al borde de la autopista. La señora Rinaldi fue al baño a cepillarse los dientes y perfurmarse con perfumes de París, para luego acostarse, descansar, pensar en otra cosa, siempre pensar en otra cosa, y mañana emprender la vida como si uno naciera de nuevo, sin preocupaciones vanas, fresca, radiante. El señor Rinaldi se quedaría mirando un poco de televisión y tomando un whisky importado antes de acostarse a dormir. Le gustaba entrar al dormitorio alfombrado, sacarse las pantuflas, mirar a su esposa dormida, levantar despacio las sábanas, meterse y sentir el calor y la comodidad y el olor y todo eso que lo hacía sentir seguro, como si volviera al vientre caliente de su madre. Agarraba algún libro de la mesa de luz, lo hojeaba y finalmente la noche le ganaba los ojos hasta las siete de la mañana del día siguiente. ¡Pom pom pom! Alejandra se quedó en el patio con las bolitas de carne picada en la mano, esperando la orden de su esposo. Eran catorce personas rodeando la casona. ¡Pom pom pom pom pom! La señora Rinaldi se despertó. "¿Qué son esos ruidos? ¿Oís?". ¡Pom pom pom pom pom pom pom! El señor Rinaldi maquinalmente se calzó las pantuflas y se asomó por la ventana. "Es Alejandra", dijo, "¿qué hace acá?". Los perros comían las bolitas de carne picada. "¿Alejandra?". ¡Pom pom pom pom pom pom pom pom! ¿Qué es eso, por Dios? ¡Llamá a la policía José! ¡Pom pom pom! Y la parte de abajo quedó tomada. ¡Pom! Los chicos, ¡los chicos!, los chicos se despertaron gritando, ¡los chicos! ¡Pom! Alguien golpeaba las puertas, golpeaba los techos y las paredes, ¿pero quién, José? ¿Qué quieren? Bajá, José, llamá a la policía, José. El señor Rinaldi marcó temblando el 911 y dijo sí, una emergencia, nos están robando, es un grupo de gente, sí, creo que armados (traé a los chicos y cerrá la puerta José), nos están tomando la casa, por favor, rápido, le informamos que tenemos todos nuestros patrulleros ocupados, en cuanto estén libres enviaremos uno a su casa muchas gracias, ¡los chicos José! El señor Rinaldi agarró un bate de baseball en desuso que guardaba melancólicamente en el ropero. Abrió la puerta (los chicos gritaban, la parte de abajo estaba tomada), la abrió sigilosamente, mientras la señora Rinaldi seguía en la cama, inmóvil, atolondrada, sin saber qué pensar, y estúpidamente se cubría con las sábanas ante cada nuevo ¡pom! El señor Rinaldi apretó bien su bate y caminó despacio y seguro hacia el dormitorio de sus hijos. En el camino, se asomó por la baranda: la puerta estaba destrozada, el piso blanco sucio con barro, y un extraño se miraba en el gran espejo del hall principal. Alejandra estaba sentada en la mesa que tantas veces había limpiado, viendo cómo sus hijos jugaban en el piso impecable de los Rinaldi. Curiosamente se sintió bien, se olvidó que la señora y el señor estaban arriba, se olvidó que eran el señor y la señora. Uno de sus vecinos se sentó en el confortable sillón y encendió la televisión, tal como el señor Rinaldi lo había hecho minutos antes. "Pánico en la ciudad", titulaban los noticieros. "¡Mirá Alejandra, mirá esto!". El señor Rinaldi llevó a los chicos a su dormitorio y cerró con traba. Y ahora qué hacemos, y ahora quedémonos acá hasta que venga la policía, llamá a los Mercado José, a ver si pueden ayudarnos José. El señor Rinaldi llamó a los Mercado. ¿Hola, Mauricio? Alguien respiraba del otro lado, ¿Mauricio?, ¿hola? Nada, apenas una respiración. ¿Qué pasó José? Cortaron, atendieron y cortaron. ¡Pom pom pom! ¡De nuevo el ruido José! ¡Pom! Alguien subía por las escaleras.
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1 comentario:
Sigo pensando que escribís tan bien que es un desperdicio que tus textos no respiren.
Es lo único que tengo para decir. Por lo demás, siempre lográs conmoverme...
Saludos y buena vida :-)
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