19.9.08

La solución del problema

Había una vez un hombre (voy a contar la historia más asombrosa y triste de todas las historias que hay) que vivía en un castillo de ventanas, con muchas puertas para salir al jardín cuando quisiera y para encontrarse con los perfumes del albahaca para consolarse de la muerte. Era feliz. Era tan inmensamente feliz que se aburrió de ser tan feliz y se inventó problemas. Supuso que estaba mal ser tan feliz, que la felicidad era otra cosa, siempre más allá, que lo suyo no era felicidad sino pasividad, pereza, inocencia. El hombre quebró los cristales de su castillo, se cortó las flores que florecían en su cabeza y se marchó a llorar bajo una montaña rocosa. Lloraba sin saber bien para qué lloraba, luego lo sabría: llorar nos hace más humanos, el dolor nos acerca a la verdad. Con sus lágrimas escribió sobre el suelo el mito de un algo que era intangible, eterno, distante, frío, y ese algo, siempre más allá, siempre lejos, era la felicidad. Caminó el hombre con esta historia a cuestas, le puso adornos y anécdotas, y se la iba contando a quien le prestara atención. Caminó tanto el hombre que se le llagaron los pies, y contó tantas veces su historia inventada que se le hizo realidad y cuestión de vida o muerte. A los pocos años conoció a una mujer fea, fea, fea. A él se le ocurrió que era linda, pero en su interior. Y en su interior estaba la felicidad. Se enamoró de ella, la besó, durmió a su lado, construyó una casa de muros enormes y se encerró con su amada para siempre. Para siempre. Tuvieron un hijo. El hombre seguía llorando. Luego otro hijo. Para siempre. La gente se agolpaba en la puerta de su casa amurallada y le rogaban a gritos que les contara su historia. El hombre se negaba, decía que ya la había contado suficientes veces, que ahora era cosa ajena a la voluntad humana. Y cerraba la puerta de un golpe. El hombre fue envejeciendo. Sus hijos crecieron fuertes pero ignorantes del mundo externo. ¿Para qué salir? Su padre sabía bien que la verdad estaba adentro, siempre bien adentro, en lo profundo, detrás de los muros, dentro del cuerpo. Los hijos sólo salían a comprar la comida una vez por semana, y luego se quedaban encerrados en la casa amurallada. Para siempre. La esposa del hombre tejía y tejía (su frente se arrugaba rápidamente), no hacía otra cosa que tejer. Lloraba también, y amaba a su esposo, que sentado la miraba tejer por las tardes. Para siempre. Incluso luego, ya muerta a causa de una terrible enfermedad, el esposo siguió sentándose en el mismo lugar, y casi al borde de la locura (y el llanto, para siempre) la imaginaba viva, tejiendo, y no pudriéndose en lo más hondo de la tierra. Pasaron años, oscuros tiempos, siempre oscuros, hasta que uno de los hijos del hombre también enfermó gravemente, y al padre no le quedó otra opción que salir a buscar ayuda. Abrió la puerta con su hijo a cuestas y el sol le dio de lleno en la cara. Caminó el hombre un largo sendero de piedras, sin saber muy bien adonde se dirigía, y caminó y caminó. Para siempre. Su hijo murió en sus brazos. El hombre cavó una fosa, lo metió dentro, lo tapó, y se sentó sobre la tierra húmeda. Entonces lo vio. Era de lo más misterioso: un rayo de luna cortaba la copa de un árbol añejo de manera perfecta. Nunca había visto un rayo de luna desplomarse sobre la tierra como si fuera un rayo de sol. Al principio le pareció un mensaje de alguien, que estaba más allá, siempre más allá, pero luego se miró los pies embarrados, y recordó a su hijo muerto y enterrado, y en un segundo eterno pensó lo que no se puede pensar sin estremecerse: que la vida era siempre hacia adelante, siempre hacia adelante, que todo era pesado y para siempre, y que cada paso nos ataba al destino de las cosas. Al principio, como era costumbre, lloró. Se creó un nuevo problema, incrementó su dolor, se agotó en su interior y en su historia falsa. Sin embargo, después, cuando el sol salió y él se despertó todavía angustiado por su pensamiento, entendió todo, silenciosamente. Miró el camino que lo llevaba a su casa de nuevo y lo emprendió con gran entusiasmo. En el recorrido, paró en un arroyo y se regó la cabeza: las flores surgieron esplendorosas. Al llegar a su hogar, derribó los muros a martillazos, porque no tenía hogar, porque nadie tiene otro hogar más que la tierra y el árbol y el monte. Construyó un muro pero de ventanas, y crió a su otro hijo y a su otro hijo y a su otro hijo y a su otro hijo, que era cualquiera que pasara a su lado. Y ya no tuvo más dolor en su alma, porque no tuvo más alma que el viento que sopla por la mañana y por la noche. Para siempre. Que es hoy. Que es todo. Que es nada.

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