2.9.08

El dolor de ya no ser

Buenos Aires no existe. Es un vacío apagado dentro de otro vacío. Es el sueño pesado de un dios que no existe, como Buenos Aires, que no está, que es un montón de ladrillitos puestos sin sentido, uno sobre el otro. Buenos Aires no existe, y sus habitantes son fantasías de una fantasía que nunca nadie imaginó, algo que siempre vendrá, humanos que están colocados más allá, eternamente más allá. Buenos Aires es la copia de una ciudad que alguna vez estuvo pero en otro lugar, lejos, en Europa, una ciudad que se hizo para destruirse y, de hecho, se destruye, a cada minuto, a cada segundo, se destruye para confirmar lo que todo el mundo interiormente sabe, que Buenos Aires no existe. Un antiguo farol abandonado también lo sabe, algunos le dicen que no, que una vez estuvo parado en una esquina, alumbrando besos y asesinatos, pero él sabe que no, que el suelo donde estuvo nunca estuvo porque Buenos Aires no existe. Hay algunos que dicen que sí, que Buenos Aires existe, y se pavonean por las calles asfaltadas de un lugar al que le dicen Buenos Aires, como si realmente existiera, pero al fin del día da lo mismo estar en cualquier lugar y así es como no se dan cuenta, y no quieren darse cuenta, que en realidad Buenos Aires no existe. Otros agarran un mapa y a fuerza de líneas y nombres de calles quieren convencer a los incrédulos: Buenos Aires son estas líneas, de acá para allá, y de allá para acá no. Pero el mapa se quema en el fuego más fácil que un yuyo y ya Buenos Aires no existe, dura un segundo o menos, y simplemente dura para no durar jamás. Hay un puerto al que nadie visita, un puerto bloqueado, abandonado, con barcos oxidados, y dicen que de allí bajaron los primeros habitantes que sabían muy bien que nadie les iba a meter en la cabeza que eso, que esa arena, que esa mugre, que esa enfermedad, era Buenos Aires. Murieron en la más absoluta miseria, maldiciendo a ese lugar que no era Buenos Aires, que era cualquier lugar menos Buenos Aires. Los que saben que Buenos Aires no existe se esconden en bares, temerosos de los que caminan seguros por las calles y preguntan "¿a qué altura estoy de Uriburu?" sin siquiera sospechar que pisan un limbo perpetuo enlutado de realidad, un espejismo duro, un mal sueño, un gigante con pies de barro. Los temerosos de los bares, que saben que Buenos Aires no existe, se emborrachan por la tristeza que les da saber la verdad, se sientan en las mesas más alejadas de la ventana para no ver el lugar que no es Buenos Aires, a veces se abrazan entre cuatro o cinco y lloran toda la tarde, y piensan y hablan de otro lugar, que quizás algún vez existió, que está lejos, cruzando el océano, ese otro lugar absoluto, distante, donde el amor es un poncho para echar sobre las almas nobles y buenas y combatir el frío del desdén. Pero un día los hombres del bar llegan a una conclusión, se miran y paran de llorar, y sin decirlo se lo dicen: si siguen llorando y emborrachándose ellos tampoco existirán, como Buenos Aires, que no existe. Entonces uno agarra una guitarra rota, otro abre los ojos grandes como la noche, y el de más allá escribe un poema que es como el poncho en la tarde fría. En la oscuridad del bar, una lucecita se enciende. Alguien entra. Nace el tango. Y Buenos Aires existe.

No hay comentarios: