3.4.09
Chicho
A los 80 años, a esta edad que casi nadie desea tener, a la que nunca pensamos en llegar, las costumbres y lo que llamamos realidad se vuelven extrañas. Es difícil explicarlo porque los sueños se me confunden con lo cotidiano, cosas insignificantes me llaman la atención y me conmueven, como un yuyito creciendo en una áspera pared, un rayo de sol recostándose sobre mi patio, las uñas de mis manos. De la misma manera inexplicable, quiero a mi perro como nunca quise a nadie. No es que haya tenido una vida solitaria, todo lo contrario. Se cuentan por decenas mis nietos, y todos dicen quererme y me lo demuestran asiduamente. Tampoco es que sea desagradecido, pues he querido a muchísima gente en mi vida y me han querido más todavía, empezando por mis padres, mis hermanos, hasta mi última esposa, que justamente fue la que tuvo la idea de tener un perrito, hace más o menos quince años. Nada atípica la idea: nuestros hijos se habían ido del pueblo con sus familias, nos sentíamos solos, pálidos, con una palidez de tarde tormentosa, y a mi esposa se le ocurrió lo de la mascota. Nunca me habían gustado los perros, ni los gatos, ni ningún bicho parecido. Los creía una molestia, sucios, estúpidos. Así que rechacé la iniciativa. De todos modos, mi mujer, testaruda como era, un día me cayó con un cachorrito todo deshilachado, embarrado, sarnoso, flaquísimo, con unos ojos tristísimos. Le grité a ella, a mi mujer, y la amenacé para que lo devolviera a su lugar. Por supuesto, no me hizo caso. Lo metió en el baño, lo cual me hizo enojar todavía más, le puso shampoo, lo enjabonó. El perrito era tan silencioso que durante mucho tiempo pensé que era mudo. Su primer ladrido fue a los dos años, en la plaza, cuando vio a una perrito muy pituca pasar por la vereda de enfrente. En el baño, mientras el olor a perro mojado me exasperaba aún más, el pobre animal no hizo un solo ruido, no se quejó de nada. Tampoco movía la cola, simplemente llenaba su cuerpito con esos ojos negrísimos que parecían tener una gota de agua, brillosa, en el fondo. Tiempo después, como a los dos meses, cuando empecé a aceptarlo y me entregué al misterio de los animales, me asombraron las capacidades de su mirada. Lo decía todo. Lo sabía todo. Me entendía sin entenderme, me miraba con pena y profunda comprensión, como el conejo que, pacífico, entiende y siente ternura por el león que está a punto de devorarlo. Su sola presencia, a mi lado, mientras leía en el sillón o cuando comía una fruta o tomaba un café, le daba un aspecto de sabio, la calidez de una raza que estuvo junto al hombre desde tiempo inmemoriales y que sabe de su destino, de su amanecer y su ocaso. Claro, ahora soy viejo y a veces estos pensamientos los atribuyo a mis achaques, pero no hay día en que no lamente, a veces hasta las lágrimas, no haber tenido un perro antes. Mi esposa era tan insistente y al mismo tiempo tan tierna, que terminé aceptando la mascota casi como un favor hacia ella. Una tarde nublada y silenciosa de otoño lo saqué a pasear. Caminaba a mi lado sin necesidad de correa. Nunca hubo que enseñarle nada. Meaba cada uno de los árboles por los que pasábamos. No había mayor alegría para él. A veces se adelantaba unos metros, apenas trotando, y bamboleaba sus genitales con una inocencia maravillosa que siempre me arrancaba una sonrisa. Le pusimos Chicho de nombre, en homenaje a un viejo amigo de mi juventud. Chicho tenía una costumbre que me pasmaba. Sabía cuándo yo estaba triste o contento. Lo intuía. Para los perros la intuición es todo, como para nosotros lo es el raciocinio. A los 80 años, sépanlo si son jóvenes, la intuición también lo es todo. Eso, y los sentimientos y la memoria. Que es más o menos lo mismo. Los perros, de alguna manera, son viejos casi toda la vida, o por lo menos Chicho lo era. A veces me sentaba a mirar por la ventana y una angustia enorme me invadía sin razón. Chicho, estuviese donde estuviese, parecía oler esa pena. Venía silencioso y se me acostaba a los pies. O me daba la pata. O me miraba. De igual manera enseguida sabe cuando una tenue alegría me asalta, y entonces la cola se le mueve como la hélice de un helicóptero. Cuando Chicho tenía ocho años (porque ahora cuento el tiempo a partir de la edad del perro, como si hubiera un antes y un después de su llegada), mi esposa murió de un repentino y fulminante cáncer. Dos semanas de vida tuvo desde que se enteró hasta que falleció. Ninguno de mis hijos pudo venir a verla en ese tiempo. Yo me pasaba la mayoría del tiempo a su lado, en la cama, junto con Chicho. Pero cuando murió, un mediodía caluroso, justo me había ido a comprar té al supermercado. Sólo el perro la vio morir, y me gusta pensar que las últimas palabras de mi esposa fueron para el animal, para alguien que no entiende el idioma. Es curioso, pero así es la vida, justamente así. Un idioma no escuchado, un amanecer olvidado, la taza de café de nuestra madre, rota, olvidada en un desván. En ese instante, en esas supuestas palabras que Chicho no comprendió, se encierra todo el misterio del universo. Ahora Chicho era un perro viejo, del mismo modo que yo soy un hombre viejo. Salimos a pasear todavía, lentamente. Los quince años de un perro son como los 80 años de una persona, por lo que Chicho está gravemente. Me dijeron que tiene algo en los huesos, que no le permite caminar bien. Sin embargo, así, rengo y todo, no deja de mear los árboles, de revolear los genitales con toda la alegría del mundo. Ayer (y éste es el motivo por el cual empecé a escribir estas palabras), en uno de esos paseos que son mi vida entera, íbamos los dos, viejitos, uno lento y el otro rengo, por una vereda cualquiera de este pueblo, y nos cruzamos con una nena de unos ocho años que juntaba flores y pastitos de las macetas de los árboles. Cantaba una canción de moda, iba saltando, sola, quizás a visitar a un pariente, quizás al supermercado. Pasó rapidísima, saludando al día, con un vestido celeste claro, con el pelo recogido y negrísimo. Lo miró a Chicho y lo acarició, como si fuera una planta más, y siguió como si nada, como pasa la alegría a mi edad. Yo seguí, con mi perro, para el lado opuesto, hacia donde el sol se escondía. Hoy a la mañana murió Chicho, sin chistar, en su rincón de la cocina. Lo levanté como si fuera un bebé recién nacido, con un cuidado enorme, lo llevé al patio, lo envolví en una manta y llamé a un conocido para que ayudara a enterrarlo. Ahora es de noche, la luna se enciende, más cercana que nunca. El olor a tierra húmeda se empieza a sentir con fuerza.
18.3.09
¿Lobo está? (segunda parte)
No hay belleza mayor que la amoralidad. El sol brilla incluso en las ciudades egoístas. El gato acaricia al asesino como acaricia al santo, y sólo deja de acariciar o huye o araña cuando lo molestan. Mientras haya una mano que le dé cariño, poco importa de dónde proviene esa mano. No hay otra moral posible. Por más edificios monstruosos que se levanten, por más subterráneos que se construyan, el sol hará todo lo posible por penetrar en las rendijas de los hogares, de las plazas, de las calles. Sólo cuando el hombre se encierra y se niega a la vida es cuando el sol lo ignora; sólo cuando el hombre le da la espalda al brillo caliente del astro es cuando las tinieblas se apoderan de los terrenos y las cuevas. A medida que el hombre se aleja de la naturaleza más miedo le tiene a la vida, y cuando le tiene miedo a la vida y desea secretamente la muerte (como lo hacen las religiones) es cuando la seguridad y la familia y el orden (esos tres pilares de nuestra sociedad) se vuelven una cuestión problemática. Y seguridad y familia y orden son tres edificios que se asientan en la base de la moral judeocristiana. Alojados al borde de un arroyo, a las sociedades primitivas no les importaba la moral, sencillamente porque no conocían esa palabra, porque, más allá de cierto orden necesario para fundar cualquier organización social, la única inseguridad era la incertidumbre de la comida diaria, y la muerte era una preocupación bella, una pena honda, pero que existía por amor a la vida. Allí, la vida daba sentido a la muerte; aquí, la muerte da sentido a la vida, del mismo modo que necesitamos de un otro para construir un nosotros. La muerte, en nuestras sociedades, parece ser materia fundante de la supervivencia. El confort no ha hecho si no esclavizarnos en el miedo, la seguridad nos atemoriza y la vida nos espanta. Así, el hombre moderno es un ser contra natura. La muerte nos anula la vida, cuando debería darle sentido. La religión, al poner la felicidad en un lugar lejano, más allá de la vida, nos quitó el sentido de la existencia. No matarás, no robarás, nos dicen, ¿pero qué necesidad perversa se mueve en esa prohibición si no la de una represión monstruosa? Sólo se le prohíbe matar a quien es asesino. Los valores negativos, la negación de los instintos, representan la masacre de todo la vida que en este planeta. Solamente quien está extremadamente descontento con su vida tiene la necesidad imperiosa de ser feliz. Quien realmente es feliz, lo es y listo, sin necesidad de demostrárselo ni siquiera a sí mismo. La sonrisa surge, mientras que la risa se impone. Pero el hombre es un niño todavía, o peor: un adolescente caprichoso con miedo a irse de la casa de sus padres. Todo le indica que debe crecer, que la inseguridad es necesaria para el aprendizaje, pero prefiere alargar su estadía por comodidad burguesa, por temor a la vida. Entonces, busca en el otro, en la masa, la comprobación de los valores vencidos, la falsa alegría de un supuesto sentimiento común, y la ama de casa se junta con el cura y rezan una oración sobre un dios muerto, se consumen como seres miedosos que son, como fantasmas atemorizados por el mismo miedo que ellos crearon. La bondad y la maldad deben ser extirpadas del corazón humano, porque el único daño posible, el único daño realmente duradero, es el del ignorante. Cuando se conoce a una persona, cuando se conoce y se comprende una cultura, cuando no hay universo más enorme que la cascada de un río angosto, entonces los límites de la moral se borran poco a poco hasta desaparecer del todo. Y así por fin, para siempre, seremos libres y seremos iguales.
17.3.09
El sueño de una artista
Llevaba una vida aburrida. Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. No era lo suyo. Le gustaba escribir. Tenía algunos cuentos hechos. Ninguno era gran cosa. Tuvo un novio. Dos años juntos. La separación fue de común acuerdo. No la afectó. Se había recibido de Licencia en Letras. ¿Para qué? Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. La ropa sucia amontonándose. La televisión hablando de cuestiones ajenas. El colectivo repleto (ocho y media de la mañana). A ella le parecían vacas. La gente, amontonada, le parecían vacas. Yendo al matadero. Tenía un buen sueldo. Se compró una licuadora. Nunca la usó. Se la regaló a su madre. Su madre nunca la usó. Tenía un buen trabajo, que de a poco fue volviéndose en un no-tan-buen-trabajo. A los dos años se convirtió en un trabajo insoportable. Se guardaba la angustia. Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. Las caras tristes. Los cuerpos contracturados. La alegría distante. Ocho y media. Llega al trabajo. Un edificio antiguo, un ascensor moderno. Piso once. En el trayecto, llora. No lo tolera más. Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. Cena solitaria. Tristeza que no se extingue. Comienza a escribir. Es una novela. Es la única manera. La única manera de salir del embrollo. Ser escritora. Su anhelo. Vivir de ser escritora. No más trabajo, comida, trabajo. No más vuelta en colectivo. En un mes escribe la novela. Es un policial. Pero en realidad habla de la angustia de sus días. De la suya y de la gente que viaja día tras día en el colectivo. Se entera de un concurso. Envía su novela. Trabajo. Colectivo. Ascensor. La pena se ha ido. La novela gana el primer premio. Cien mil dólares. Renuncia al trabajo. Vida de escritora. No más colectivos. No más gente triste. La vida es buena. La vida es alegría. Se convierte en una escritora famosa. Viaja en camioneta 4 x 4. Se muda a un country. Escribe todos los días. Toma té helado. Es feliz.
16.3.09
¿Lobo está?
El hombre es el lobo del hombre, dijo Hobbes con cara de enojado, con el gesto cínico, con la babita chorreándole por la comisura de los labios mientras se deleitaba observando el baúl repleto de oro que le ofertaban. El hombre es malo, para decirlo de una manera menos poética. Nace malo y es necesario controlarlo, encarcelarlo, negarlo incluso, tacharlo de lobo salvaje, de monstruo quizás. Por estos días aciagos que nos tocan vivir, hay un caso policial que parece confirmar la máxima de Hobbes. Josef Fritzl encerró a su hija durante 24 años en el sótano de su casa. La violó repetidamente y tuvo siete hijos con ella, uno de ellos murió al nacer, tres vivieron toda su vida encerrados y los otros tres fueron adoptados por el abusador y su esposa. A Josef Fritzl se le ha llamado "el monstruo de Amnstetten". Algunos se vuelven cínicos frente a este hecho incestuoso, difícil de comprender para casi todos, que negamos y tachamos como externo, como parte de una maldad innata, eterna, oscura, no-humana. Otros le echan la culpa al contexto social: Josef se crió en medio del odio nazi, donde el deber y el autoritarismo eran moneda corriente, además de una notable represión sexual. La hija de Fritzl, Elizabeth, era una adolescente problemática en una pequeña ciudad de 30.000 habitantes. Se fugó una vez de su casa y fue encontrada por la policía y devuelta a sus padres, hecho que la condenó al calvario. El incidente le sirvió como excusa al padre para esconderla en el sótano y concretar el placer sexual que lo obsesionaba. A la luz del día era un hombre normal, incluso respetado y querido por sus vecinos; debajo, en la oscuridad, era un monstruo, lo peor de lo peor, lo no-humano. Pero, ¿cuándo pegaremos el salto y dejaremos de ser infantiles moralmente? ¿Cuándo llegará la adultez a nuestro actos y pensamientos? Durante años la humanidad se ha obsesionado con la cuestión del bien y del mal. Un diablo en el suelo, un dios en el cielo; la camisa de fuerza para los locos, la corbata para los cuerdos; el mal como fuerza innata en el hombre, o el bien como expresión de lo humano. Yo también durante varios años estuve preocupado por el tema, siempre con la idea tambaleante de que el hombre es bueno cuando nace y la sociedad lo vuelve malo, poco a poco, inexorablemente. A veces las personas entran en un autopista fatal de causa-efecto que los lleva a soportar actos que los normales, los que nos decimos estar del lado de bien, tachamos de malévolos. Un día, sin embargo, pude salir de este embrollo, de este mortal maniqueísmo. Parado en el medio de la selva, mirando un gato, a la orilla de un río, dejándome hipnotizar por las olas del mar, o hechizado por algún cerro, fue la naturaleza misma la que me dio la respuesta: no hay bien, no hay mal. El hombre no nace bueno ni nada malo, porque ambos conceptos son totalmente subjetivos, sobreviviendo patéticamente en una moral putrefecta. De años y años dominados por la religión nos ha quedado la costumbre de juzgar a la personas basados en un sistema que no existe. Si Dios era quién decía lo que estaba mal y lo que estaba bien, y Dios ya no existe, entonces los conceptos morales de otrora son inválidos. Puede haber gente que crea en Dios, y seguramente la hay mucha, pero la cuestión de la fe es una cuestión privada en nuestra sociedad. Por lo tanto, como sociedad, hemos caído en el concepto del Dios personal. Y si un Dios es personal, nos puede hablar de cosas muy distintas a todos. La línea del bien puede llegar hasta ahí para algunos, y para otros ubicarse más allá. Dicho esto, ¿no queda absolutamente negada la posibilidad de la existencia del bien y del mal? En la naturaleza no hay moral, y a veces pienso que el hombre no es más que una enfermedad en este universo enorme y en esta tierra vasta y hermosa. Pero, para ser honesto, debería referirme a un tipo de hombre, el que crece en las ciudades, el que construye fábricas, el que contamina, el que vive deslindado de la vida, como un fantasma problemático. ¿Qué idea del bien y del mal tiene una flor? ¿O un tigre? El tigre tiene hambre y caza, mata y come. Nosotros hacemos lo mismo, pero a medida que conseguimos tener abundancia de comida, riqueza por demás, y nos basta caminar una cuadras para conseguir carne o leche, en el supermercado, cosas como abstraídas del trabajo social, entonces desde la comodidad de la casa, ajenos a la belleza hipnótica de la luna y a la verdad de los cerros, discurrimos sobre la moral, condenamos al otro, y lo hacemos de una manera ausente, despreocupada, vacía. ¿Por qué creernos superior al tigre? Muchas veces siento que somos inferiores al insecto más pequeño que habita en la selva, y no es por desprecio al hombre si no por admiración a la naturaleza y a los animales, que tienen el latir del corazón pegado a la tierra y que, por ese solo hecho, ya conocen más de la vida que nosotros. Josef Fritzl, el alemán que violó a su hija durante 24 años y al que llamamos monstruo, es la expresión más humana que existe. Cuesta entenderlo, pero es una verdad tan grande que nos asusta, y tanto nos asusta que encerramos a los monstruos en las cárceles, los alejamos de nosotros, los impolutos. Y nos asusta porque en realidad todos estamos mucho más cerca de Fritzl que del tigre, porque lo terrible, lo verdaderamente espantoso de este caso policial, es la represión de la moral, la negación del incesto, la supresión de los instintos más básicos del hombre. Nos guste o no, seamos cristianos o agnósticos, creamos nuestra sociedad en base a la represión, a la negación de lo animal, de todo lo bello y natural que tenemos dentro, que es como decir: todavía hoy, con un Dios ahorcado en la plaza central, basamos nuestra existencia en la represión, y de algún modo nos sentimos presos de esa manera de entender el mundo, como si hubiera un discurso único en ese sentido, cuando en realidad es tan simple como sentarse a la orilla del río, mojarse los pies, observar el cielo y comprenderlo sin pensarlo. ¿Qué es lo que lleva a un hombre a cometer crímenes terribles? Simple: el hecho de que exista el concepto de "crimen terrible". La represión se produce hacia un deseo prohibido, lo que excitaba a Fritzl era cometer una barbaridad, casi de la misma manera que un niño se porta mal para llamar la atención de sus padres, o como un borracho en San Patricio hace cosas "malas" para llamar la atención. El hombre no nace bueno ni malo, simplemente nace. Luego se vuelve un ser problemático, inhóspito, egoísta e hipócrita, pero por cuestiones complejas que tienen su epicentro en la moral judeocristiana. No hay felicidad más auténtica que la del perro, corriendo por la plaza, revoleando los genitales de acá para allá, meando los árboles, cogiendo perritas a plena luz del día, y no hay felicidad más patética que la humana, que la del hombre de ciudad que busca la alegría en un consultorio psiquiátrico. El monstruo Friztl es lo mismo que el monstruo Hitler: un producto profundamente nuestro, tan humano que asusta. Vale recalcar esto hoy que tantos piden pena de muerte y mano dura, que los medios impulsan un debate que no es tal y que caldean un ambiente de odio. La moral es hoy un lugar de lucha. Ya no hay distinción entre los buenos y los malos, los delincuentes y la policía, la gente normal y los asesinos. Como decía Discépolo, todos estamos metidos en un mismo lodo, manoseados. ¿En qué posición de supuesta altura moral se ponen los que piden cárcel, los que piden muerte a través de la mano del Estado? La repulsión que deberían causarnos aquéllos que tachan de monstruos o delincuentes a otros seres humanos, los que se ponen en una vereda de enfrente, es la hipocresía de semejante acto, el escondrijo burgués tratando de frenar la libertad humana. Nada más cercano a Fritzl-monstruo que el Fritzl-buen vecino. La actitud mimética del hombre de nuestros tiempos, el que día a día se aleja más de la tierra, es el verdadero holocausto. No hay más buenos ni malos, todos somos buenos y todos somos malos, que es como decir: todos vivimos en este barro del que es preciso salir. Sólo obervar al león, solitario en la selva, nos hará comprender la naturaleza del ser humano. El hombre es capaz de cualquier cosa, de amar y de matar, de violar y de cobijar. Pero lo que debería asustarnos es la negación de esas capacidades, pues en entonces cuando surge la hipocresía, el desprecio y la violencia.
28.2.09
Dodo
Qué triste es la pena del dodo. Vivió en su isla tranquilo durante larguísimos años, tiempos donde no había tiempo, lugares cuando no había lugares. El dodo era un pájaro melancólico: tenía alas pero no volaba, miraba de costado como extrañado del paisaje, caminaba lento porque su vida estaba arraigada. Cantaba, bailaba y sonreía el dodo, pero siempre sin cantar sin bailar sin sonreír el dodo. A veces dodeaba cuando los demás sin dodear los miraban pasear, y sin dudas el dodeo no era para cualquiera. Dodeando se le escapaba el mundo, y el mundo tenía en el pecho un dodo enclavado en miel y tierra húmeda. El hombre que llegó a la isla, sin embargo, lo llamó "estúpido", lo enjauló y dejó a la tierra sin corazón. Era lento el dodo como lenta es la luna, y el hombre que estúpido le decía al pájaro era estúpido por demás por no comprender lo que se comprende sólo respirando, sólo caminando, sólo estando. Qué triste la pena del dodo, que murió en manos del idiota mayor, que fue masacrado por diversión, que fue trasladado a tierras inhóspitas y que fue objeto de burla y de resentimiento. Por ningún pecado murió el dodo, más bien hace morir al hombre, inexorablemente, día a día, deprimido, sin un dodo que lo acompañe. El mundo se acabo entonces cuando se extinguió el dodo. Al dodo no le importó. Dicen en la isla que el último dodo libró una lágrima que cayó infinita rogando a la tierra por la estupidez del hombre; dicen que a un isleño los ojos petrificados del último dodo le dictaron un cuento entero que decía así: "bailaba la pena de un danzarín pájaro en la cascada, era tristeza libre, tristeza por la belleza, confusión por la certeza de estar vivo, admiración del árbol, hasta que una roca conmovió al pájaro, lo dejó inmóvil en su perfección: era una roca única al ser igual a miles de otras rocas; entonces el pájaro, que era el Gran Dodo, siempre vivo y enterrado en todos los dodos, entendió que su fin estaba dispuesto, que ser lento, pacífico, respetuoso, melancólico era su destino, pero que llegarían días de dolor no para los suyos, si no por la bestia ignorante, que vendría a saquear la tierra, que se llevaría a los hijos de los hijos de la tierra; el Gran Dodo, pues, se convirtió en árbol y dio asilo al primer nido de dodos del que todos los dodos descienden, que es como decir del que todo nació, hasta la estrella más distante". Es lento, es aburrido, es gracioso, es tonto. Con un hachazo le cortaron la cabeza, con un sorbo de fuego quemaron la isla; así, el que creía dominarlo todo se volvió fantasma. Mató indios, mató desaparecidos, pero cuando mató al dodo mató todo, cuando se burló del dodo se escindió de la tierra. Pero como hombre es quien escribe estas doderas palabras y como el lenguaje, como todos deberían saber, viene del dodeaje, es la esperanza certera la que nos mantiene atados a un camino, la esperanza del dodo no, que es enorme, pero sí la modesta esperanza de que alguien lea lo que escribimos, de que se nos haga danza la piel, y es por eso que digo, humilde pero certeramente: para que el mundo vuelva a su cauce normal y el universo no colapse de tristeza, debemos resucitar al dodo, colocarlo de nuevo en su isla, y como el pájaro melancólico fue eliminado hace muchos años por nuestras manos salvajes, debemos sentarnos sobre la roca de un cerro y esperar toda la vida, pedir hasta que nos sangren los ojos para convertirnos en dodos por unos instantes, unos instantes que duren toda la vida, que son un par de años, que son toda la existencia para el dodo, que es el principio y el fin del orden de las cosas en el universo.
24.2.09
Camino y piedra
Cuando vivía en mi pueblo, las noticias de la ciudad llegaban con eco, masticadas, lejanas. Era un microclima, decía yo, y me enojaba. Un día llegando a la ciudad le dije a mi primo "mirá lo que es esto" (los taxis gruñían como tiburones alrededor del colectivo), le dije que la ciudad te tiraba abajo y él me respondió: "sí, es verdad, pero la ciudad te da anonimato, te cobija sin importar quién sos, no te juzga, te esconde". Me dejó sin palabras, puse cara de "es cierto" y luego con el tiempo lo fui comprendiendo. Me escondí entre el cemento, me olvidé del cielo. Amurallado en mi departamento la vida era algo ajeno; y yo, un anónimo, uno más, alguien que no existía, sin peso, leve, muerto en vida, al costado. En los pueblos todos saben quién sos, la mirada del otro es pesada como un yunque. En la ciudad te ignoran. Me quedé en la ciudad. Lo gris de los edificios se fue metiendo en mi casa, como un preso que no conoce más que sus rejas y cuyo horizonte es la pared. Me deprimí, que es la forma más idiota de la tristeza. Me inmovilicé. Pedí ayuda a una mamá y a un papá. Creí en Dios y dejé de creer al rato. Me atosigué de noticias, de titulares y volantas, de programas de televisión, de realidad. De realidad, así decía yo, la realidad está en la ciudad. Eso creía. La realidad está acá, no en los pueblos adormilados del interior. Eso creía hasta que me fui al norte de Córdoba, años más tarde. Allí hay muchos cerros, algunos tienen plantas y árboles antiguos, otros piedras, y entre todos ellos hay uno de rocas rojas como la piel del indígena que lo habitó hace años, en otro mundo, en otro sueño, en otra realidad. Se llama Cerro Colorado. No es demasiado alto ni demasiado vistoso desde lejos, pero en su misteriosa soledad parece absorber las almas de los que lo visitan. Hace miles de millones de años que conoce la tierra que lo sostiene y los ríos que lo bañan, que da cobijo entre sus dolorosas piedras a las aves y los pastos sufridos. El hombre no era ni siquiera un insecto y el Cerro Colorado ya estaba ahí, inmutable, bello en su tosquedad, haciendo enmudecer al silencio. El Cerro tiene memoria de años puros y tristezas soleadas, en sus rocas se guarda el secreto de la tierra para el que sabe mirar. Bajos sus aleros los indígenas pintaron lo indecible, lo que el paisaje les quitaba en palabras lo volcaban en dibujos. Un guanaco, un cóndor, unos cerros. Nada más. Desde arriba del Cerro se puede escrutar el infinito, que es una selva serrana interminable, un mundo enclavado en la realidad de las rocas. Ahí, sentado bajo un mato, agradeciéndole la sombra, supe la verdad, como sin querer: no hay más realidad que el Cerro Colorado. Los problemas de los hombres de la ciudad quedan pequeños y ridículos frente a la verdad colorada del Cerro. Las noticias ya no sonaban lejanas, si no directamente extrañas, bizarras, provenientes de un mundo pegajoso y fútil, como de un circo de hormigas con cerebro de mono. Bajo el cobijo de un mato, en el Cerro Colorado, fui anónimo también, como en la ciudad, pero de un modo radicalmente distinto. Mientras en la ciudad la soledad atosiga, en el Cerro la soledad libera; mientras en la ciudad la tristeza es depresión, en el cerro es belleza; en la ciudad el anonimato es desprecio, en el cerro es respeto; en el Cerro Colorado uno es anónimo porque la naturaleza aplasta el ego, en la ciudad el anonimato es producto de una indiferencia atroz. La poca gente que vive bajo el Cerro Colorado conoce el valor de cada paso, el sonido de las suelas contra las piedras añosas, se saluda cuando se cruza con alguien aunque no lo conozca. En la ciudad, ya de vuelta del Cerro, en la calle nadie me saluda, y los que lo hacen, al salir yo de mi edificio, lo hacen con una impostura insoportable. Caminé unas cuadras. Una tristeza infinita me acompañó. Sentí que el Cerro Colorado me había ganado el cuerpo. Sentí que el paisaje se había hecho dueño de mi vida, de mi andar, de mis pensamientos, de mis palabras. Añoré su silencio con una necesidad urgente. El Cerro me llamaba con amorosa cautela. De pronto, la ciudad se me hizo fantasía. Mis raíces habían quedado en esos cerros, en esos valles, en esa lejanía que era mucho más cercana que el cemento y los autos y la gente, vacía y anónima. Sin darme cuenta, seguía viviendo en el Cerro, mi memoria estaba allí, mis raíces habían crecido en esos pocos días, mientras que la ciudad en la que viví tantos años me quemaba las raíces todos los días, como si debajo del asfalto hubiese un fuego que asesinara lo perdurable y hermoso de este mundo. Extraño el Cerro Colorado como nunca pensé que lo iba a extrañar cuando estaba frente a él, con mis ojos tratando de asimilar el paisaje. Todos nosotros moriremos, todas las noticias pasarán, los problemas desaparecerán y volveremos a inventar otros, y el Cerro seguirá ahí, hermoso, enorme, eterno y tierno como una plantita con las raíces llenas de tierra. Nada más me queda para decir que esto: perdón, perdón por ser tan torpe y tratar de ponerle palabras a lo que está más allá de lo decible (las nubes allí son cartas de amores lejanos), me siento incómodo contando lo que no puede ser contado, ocurre que hoy un fuego quemó mis pies, me hizo temblar la espalda y me quebró en dos. Yo vivo en Cerro Colorado aún estando en la ciudad. Ahí, en el norte de Córdoba, está la casa espléndida, la de siempre, la que nunca tendríamos que haber abandonado. Perdón de nuevo, dice este humilde escritor de palabras bruscas y atolondradas, que de ahora en más comparará todo lo que escriba y todo lo que haga en su vida con la belleza del Cerro. Si alguna vez llegara a crea algo, a hacer de mis días un poema que sea la mitad de bello y pleno y eterno que el pastito que nace en una roca cualquiera del Cerro, entonces que me den un poncho, un sombrero y una guitarra, me voy a dormir tranquilo, a fundirme en la tierra, a hundirme en el río, a evaporarme y ser nube, para caer como lluvia y adornar por un segundo la cumbre del Cerro Colorado. No hay otra gloria ni otra felicidad posible.
1.2.09
No estoy ahí
Qué es el hombre, qué es, qué es, le dice el niño al padre, y el padre rascándose la cabeza le dice que no sabe, que no sabe lo que el hombre es, que le pregunte al árbol más lejano, el que crece solitario y sin sentido, el que nunca fue pequeño, el que nunca muere, el más antiguo entre las cosas más antiguas del universo, y el niño arma el bolso y sale tranquilo a visitar el árbol más lejano y más antiguo, en el camino no se pregunta nada porque en su cabeza sólo existe una cuestión que lo angustia, qué es el hombre, qué es el hombre, se lo preguntó su abuelo antes de morir, le dijo que él no moría porque nunca había sido, que había sido miles pero ninguno él, ése que moría, que recién era el que moría minutos antes de morirse, y que durante su juventud había estado preso y había sido amado, odiado, ignorado, amante de la literatura, navegante de los mares, pero que entre todos esos seres que habitaban en su mundo ninguno era el que moría, entonces, nieto, qué soy, quién muere, de dónde sale este miedo, averigua hijo qué es el hombre, cuál de todos somos, si es que en verdad existimos, no nací sin antes haber muerto y no fui niño (decía el abuelo) sin antes haber dado un tiro al bebé que jamás existió; mírame, muerto y sin embargo no estoy aquí. El camino era largo como la pena, las piedras eran hondas como la oscuridad de la noche, y sobre el vacío se recostaba el árbol, apenas viejo en su eternidad. El niño le preguntó qué es el hombre, pero el árbol no dijo nada, quedó callado como callada estaba la luna. El niño preguntó nuevamente y al no encontrar respuesta golpeó el tronco con angustia y desengaño y se tiró con los dientes apretados sobre la tierra húmeda para intentar dormir. El niño se hizo adulto, envejeció cambiante, con el lamento de crecer y marchitarse, de no encontrarse jamás, y no comprendió a las personas que no cambiaban, que era siempre una en su vacío, que tenían su ser fijado en las costumbres, en los usos y las costumbres, en la maquinal copia de los modales y los pensamientos, en la educación petrificada y caduca, en la moral putrefacta, ellos vivían en el vacío del ser, jamás cambiaban, eran constantes, se fijaban objetivos nimios, vulgares, y los conquistaban sin cambiar, eran doctores nacidos en familias de doctores, algunas noches se permitían ser otros pero enseguida volvían a sus máscaras, máscaras que disimulan el vacío del no-ser, en cambio yo fui escritor pero no soy escritor, fui poeta pero no escribo poesías, fui mecánico pero olvidé como hacerlo, soy marxista y luego anarquista, creo en dios y luego lo detesto, amo a Jesús para escupirlo, soy tantas cosas, tantas cosas, profundamente, no una moda, he sido tanto y no soy nada, y no he fallado, es que la naturaleza del hombre (dijo el árbol) es un péndulo sobre la falta de identidad, hoy eres francés y mañana búlgaro y pasado mañana te preguntas qué es ser francés o búlgaro, si eso realmente te constituye como ser y te das cuenta que no, que sos de River, de Juventus, de Boca, pero que nadie es de Boca o de River, o búlgaro, que todo es un invento y luego te encuentras convertido en cínico y te asqueas de ser cínico y prefieres creer en algo, entonces te aferras a la naturaleza, que nunca defrauda, y te gustaría ser tallo de la flor más pobre pero es imposible porque eres hombre, tristemente un hombre, no puedes dejar de ser, jamás, de buscar aferrarte y entonces, niño (dijo el árbol), te daré la respuesta: el hombre es la alegría de no ser y al mismo tiempo de ser todo, su arte debe ser el cambio, hoy campesino, mañana amante, poco importa si lo que guarda en su bolso es una planta que hecha brotes en la oscuridad. Y así, un día, comprendió las sabias palabras del árbol y se borró la cara, se desdibujó las facciones, se eliminó de la tierra en busca de la auténtica verdad, que es el cambio, la verdad es que no existe verdad, la certeza es la búsqueda de la certeza, somos cuando nos liberamos y buscamos incasablemente el ser, pero esa búsqueda no debe tener final, el anhelo no debe ser el hallazgo del tesoro, sino la poética búsqueda, la plenitud del heterónimo. Soy todo lo que me rodea, soy mis libros, mí música, mi palabras, mi mirada en otra mirada, y a la vez no soy nada de eso, soy un cowboy, un negro que toca la guitarra con las manos doloridas, soy un fantasioso en un mundo de jirafas, soy el realista que ama las cosas, soy el aventurero que migra de ciudad, soy el burgués que quiere su hogar, soy el creador, soy el perdedor, el ganador, el amado, el que no tiene eje, el que no está, pero jamás el mentiroso, jamás el hipócrita, jamás el de palabras falsas, jamás porque sencillamente no miente quien hace de la mentira un arte y quien aplica el arte a su vida, no soy el que miente con la risa, soy el que ríe sin carcajadas, soy el que se enreda en palabras y busca la plenitud del instante perpetuo bajo el árbol, sobre la tierra húmeda, esperando la respuesta del árbol más viejo, para recibirla y luego olvidarla y no estar ahí y no ser nadie para ser todos y no morir nunca excepto todos los días.
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