13.4.09
Hay una infinita esperanza
Cansado. Harto. Hastiado. De los escritores y sus palabritas inteligentes, de los empresarios y sus trajes y sus corbatas, de los empleados y el sueldo a fin de mes, de los jóvenes y su entusiasmo vacuo, de los filósofos y su intelectualidad de cristal, de los turistas y las máquinas de sacar fotos, los celulares con camarita, de los rockeros y sus tribus, de los códigos y las botellas de cerveza, de las colas en los supermercados, de los empujones en el subterráneo, de los mozos y su corrección, de los precios que suben, de la bolsa que baja, del dólar que cotiza, de los mendigos y su compasión autoinflingida, de los ladrones de dos pesos, de los ladrones que se hacen señores por millones de pesos, de la señora y el miedo, de las amas de casa y su telenovela, de la camisa mal planchada, del taxista puteador, de los votos comprados y a conciencia, de la democracia corrompida, de las dictaduras encubiertas, de la publicidad encubierta, de los combos agrandados, de los combos sin agrandar, del sol que pega sobre el cuerpo bronceado en una plaza cualquiera, de las medidas progresistas, de los fascistas escondidos detrás de la normalidad, del saltimbanqui y sus guitarras, de los semáforos, de las sendas peatonales, de las monedas de diez centavos, de la paz del anochecer, del paseo del perro, del espectáculo en la calle Corrientes, de las parejas bailando tango, de los bares que cierran, de los negocios de ropa que abren, de la camiseta de la Selección, de los anteojos de sol, del chicle abajo de la mesa, de la caminata por Palermo, de la lluvia que nunca llega en una tarde de calor sofocante, de los números de la lotería, de la última noticia, de los políticos y su amor por las migajas del poder, de la honestidad, de la falsedad, de la opinión sobre todo todo todo. ¿Qué hacen los escritores? ¿Cuál es su función? ¿Qué sentido tiene jugar con lenguaje, volcar en unas páginas nuestros saberes? Todo es olvido, todo carece de sentido. La literatura es olvidarse un rato de las miserias del mundo. La literatura es la miseria del mundo. Podrás componer la canción más hermosa del mundo, y hermosa se perderá entre la mugre de las calles. El desgano ha vencido. Todo lo que se hace persigue un sólo interés: el dinero, y el dinero se ahoga en su propia miseria, es un placer que se acaba en el consumo, en un fogonazo de áspero goce. ¿A quién convence el escritor con sus oraciones bien armadas y su sintaxis perfecta, con su claridad de juicio y su inteligencia a prueba de balas y tormentos? ¡No queremos saber la verdad! Queremos mentiras que nos estiren la vida, día a día, vivir el presente, ahogarnos en el futuro incierto. La verdad es una entelequia que ha sido sepultada. ¿Para qué saber la verdad? El mundo no cambiará, y no queremos que cambie. Los poderosos seguirán siendo poderosos, y nosotros tranquilos, acá, los buenos, los dóciles, los tiernos, los familieros, los nenés de mamá, los religiosos, los jueces, asombrándonos durante un segundo y volviendo a la rutina y no esperando más de la vida. No escriban más libros, por favor, no lean más, no se conmuevan. Me produce asco la emoción del público ante una obra de arte. Es la purificación del hipócrita. Brindemos por rutina y más rutina, por toneladas de tranquilizantes, por las drogas más evasivas, por el alcohol, las fiestas, el ruido. No lean más. No aprendan. No luchen. No busquen la grandeza, sólo encontrarán hipocresía, ego, desesperanza. Estoy harto de la vida, dejen que duerma para siempre, que me esconda de todo, que se evapore el mundo exterior, yo sólo existo para mí. ¿Qué me importa la verdad? Todo es falso. Podría morir hoy o mañana. Nada cambiaría. Cientos de personas asesinadas por un demente son un poco de tinta sobre un diario. Nada más. La alegría es un chispazo de hipocresía. La tristeza es un poema mal hecho. La poesía es obra de los idiotas. De los enfermos. La novela más grande de la historia ya no vale nada para nosotros. No quiero pensar. No quiero sentir. Quiero dormir, aunque esté despierto. Quiero sentir la seguridad, el confort, y no hacer nada por lograrlo. El esfuerzo es una plaga, una hinchazón en la piel infectada del hombre. Silencio. Basta de palabras. Dormir. No pensar. No preocuparse. Anestesia. Si la muerte llega, que no nos preocupe. ¿Qué puedo hacer yo frente la muerte? Sólo no preocuparme. No hay otra cosa que tiempo perdido. Quiero consumir y ser consumido. Tomar bebidas caras y no pensar en el trabajo que costó hacerlas. Quiero descansar, incluso cuando no estoy cansado. Quiero quejarme maquinalmente. No leer. No conmoverme. No preguntarme por nada. Aceptar todo como viene. Que sea lo que sea. Que el presente lo cubra todo, como un manto sobre un muerto. Quiero viajar a la playa y volver rápido. Comer rápido. No disfrutar. Engullir. Que las canciones se me peguen y que las olvide en seguida. Que me digan qué escuchar, no quiero elegir. Quiero ser mandado. Quiero ser esclavo. Quiero tener un jefe que me quiera. Quiero portarme bien para él. Quiero ver la ciudad desde arriba de la terraza del edificio más alto y sentirme parte de ella, sentirla eterna, hermosa, sublime. No hay sentido. No hay esfuerzos válidos. Todo está perdido. El desgano me ha ganado el cuerpo. Y sin embargo, hay bastante esperanza, una infinita esperanza. Pero no para nosotros.
11.4.09
Destino del canto
En estos días fantasmales en la gran ciudad, de los que soy plenamente consciente desde mi llegada de los cerros y los valles, de la tierra y las piedras y los caminos, la música me salvó la vida. Puede sonar exagerado, pero no lo es en absoluto. El folclore, lo que los amigos del encasillamiento llaman "folclore", es decir las zambas, las chacareras, las bagualas, las vidalas, las milongas camperas, las chayas, las tonadas y tantos otros ritmos, supieron tender una cuerda entre el fantasma que soy y la lucecita que fui (y todavía soy) en los cerros. Tengo la teoría (incomprobable científicamente, y por eso Verdad Pura) de que en esos días, durante mis últimas vacaciones, que en verdad trascendieron grandemente esa palabra ("vacaciones") tan mezquina, el paisaje se me metió adentro, se me fue haciendo carne, y yo en realidad me quedé allá, el que volvió es una sombra, un calco mal hecho. Hay otro que vive en el paisaje pedrogoso, que se quedó con mi vida, y hay uno, el que escribe estas palabras, el que trabaja, el que paga la luz y el gas, el que camina por las calles sin ganas, que, sí, se tomó el colectivo de vuelta, que bajó a los llanos, que se internó en la ciudad, pero que vaga por la vida como un fantasma problemático. Tengo que pedirle una doble disculpa al lector imaginario de estas palabras: primero, sabrás perdonar el matiz biográfico de este entrada del blog, no es mi intención hablar de mis "vacaciones" ni vender turísticamente nada, como tampoco pretendo que el eje de atención sean mis aventuras en la naturaleza; segundo, hace un tiempo que insisto con la denominación "fantasmas problemáticos", y debo confensar que en realidad le pertenece a Juan José Saer, y está dicha como al pasar pero reafirmada en cada página de su novela "El entenado". En mi pobreza de lenguaje y pensamiento no encuentro una definición mejor para hablar de mí, del que volvió a los llanos grises de la ciudad, y de todos los que me rodean. Fantasma es aquel ser que está muerto pero sigue vivo, deambulando sin materialidad por oscuros lugares, casonas abandonadas, entre telarañas, que provoca sustos a los vivos pero aburre a los otros fantasmas. No hay nada de espiritual en un viaje hacia la naturaleza. El espíritu en verdad vive en las ciudades. Cuando uno se interna en la selva y el monte, todo se torna material, palpable, vivo. La montaña es lo más extraordinario que existe sobre este planeta porque es sumamente tangible, es la tangibilidad propia, lo real, lo concreto. La vida es pegarse en la cabeza, rasparse, caminar, incomodarse, tener hambre, tomar agua, mojarse los pies en el río. Como dice Saer, el indio americano, aún en su desconfianza hacia las cosas, era infinitamente más real y más vivo que estos fantasmas problemáticos que llamamos gente, personas, los hombres occidentales, europeos. En la ciudad, el espíritu prima, en el sentido que todo es etéreo, nada es verdad, nada concreto. Vivimos sin saber para qué vivimos, trabajamos sin ningún motivo aparente, nos distanciamos de las cosas a diario, existimos en la más terrorífica nada, en la angustiante alienación del que lo ignora todo y pretende ser feliz de esa manera. No hay modo de vida más idiota, más infernal, más fantasmórico. Morir, morir, morir y morir. Nunca vivimos. La vida, como la entendemos, es un conjunto de sucesos para aplacar la vida. Talamos árboles, construimos moles de cemento, nos escondemos del latido de lo real. En esa nada espantosa inventamos problemas para llenar el vacío, nos creemos dioses y hormigas, basura y moralistas, tipificamos modos de vida, encerramos a los diferentes, encasillamos lo distinto, le tememos a la muerte de una manera paralizante. No pasa nunca un día, desde mi regreso, en que no piense en estas cuestiones. La depresión, enfermedad deleznable de las ciudades, nunca se apropió de mis días perdidos, pero sí la tristeza, una angustia penetrante que se me hubiese hecho insoportable de no haber sido por el folclore. Las zambas de Atahualpa Yupanqui, "La viajerita" de Mercedes Sosa, las chacareras de tantos autores anónimos, forman la música verdadera de las regiones que visité. Siempre me gustaron esos ritmos, pero no los comprendí hasta hace poco: suenan en los cerros, suben los caminos las vidalas, se van para Santiago del Estero, se pierden en Tucumán, renacen en Salta, se vivifican en Córdoba, toman aire en Mendoza, la Banda, el Churqui, Tafí del Valle, Maipú, Iruya, el querido Cerro Colorado. Respiran folclore esos lugares. La gente que compuso esas canciones conocía profundamente el paisaje. A tal punto es así, que durante un día húmedo y caluroso y agobiante de Buenos Aires puedo ir en el colectivo, apretado entre otros fantasmas problemáticos, escuchando una zambita y sentir cómo el paisaje crece conmigo. La esperanza de volver me mantiene con vida, y esa esperanza se hace más palpable con la música. El joven que vive la ciudad, que supuestamente es mi compañero generacional, que supuestamente es culto, que tiene acceso al cine, a recitales, libros y demás, es muy probable que nunca haya oído siquiera el nombre de Suma Paz. Me cuesta mucho hablar de Suma, que murió hace unos días, de repente, a los 70 años. Me cuesta porque el respeto que me genera no tiene dimensiones. Hice toda esta introducción por culpa, o gracias, a ese respeto. Suma lograba el mismo respeto que logra la montaña frente al pequeño humano que la observa. El canto de Suma, como el cerro, vivirá más años que cualquier hombre, penetrando en los recovecos de las piedras. Asumo que ése era su anhelo. Su otra gran virtud fue empardarle en cuanto a intérprete nada menos que a Atahualpa Yupanqui. Nadie cantaba las canciones del Maestro como Suma, excepto quizás Mercedes Sosa, aunque Suma es la heredera perfecta del legado de Atahualpa. Como él, no tocaba la guitarra: la hacía sonar. Le pulía el sonido que el instrumento ya tenía dentro, su cualidad de madera de árbol antiguo, su cantar de pájaro triste. Ningún otro folclorista vivo tiene esa cualidad. La voz de Suma, malamente compilada en algún disco compacto barato, que sin embargo lo es todo para mí, tiene una calidad interpretativa como sólo la tienen aquellos que comprenden la tierra, que la viven, que la respiran por más que las distancias sean crueles e implacables. Suma tenía voz de camino y de piedra. No necesitaba la fama ni el reconocimiento, cantaba en pueblitos perdidos siendo una artista excelsa, de una calidad y una trayectoria conmovedoras. El canto lo es todo para el hombre. Y Suma, sépanlo los tristes que no la conocen, es el canto de la tierra. Gracias por alargarme y alegrarme la vida, Suma, gracias por acompañarme en sueños desvelados con el anehlo de escucharte cantar en algún escenario, cosa que ya no podré hacer, Suma, pero soñaré con eso, seguro, pensaré en silencio respetuoso en tu cantar, en tu guitarra sabia, en los cientos de pájaros y de árboles donde encarnó tu voz profunda, soñaré con eso, Suma (gracias de nuevo), y con las palabras del Maestro que nadie decía como vos y que lo dice todo sobre tu obra y tu estatura de intérprete criolla: "Nada resulta superior al destino del canto. Ninguna fuerza abatirá tus sueños, porque ellos se nutren con su propia luz. Se alimentan de su propia pasión. Renacen cada día, para ser. Sí, la tierra señala a sus elegidos. El alma de la tierra, como una sombra, sigue a los
seres indicados para traducirla en la esperanza, en la pena, en la soledad. Si tú eres el elegido, si has sentido el reclamo de la tierra, si comprendes su sombra, te espera una tremenda responsabilidad. Puede perseguirte la adversidad, aquejarte el mal físico, empobrecerte el medio, desconocerte el mundo, pueden burlarse y negarte los otros, pero es inútil, nada apagará la lumbre de tu antorcha, porque no es sólo tuya, es de la tierra, que te ha señalado. Y te ha señalado para tu sacrificio, no para tu vanidad. La luz que alumbra el corazón del artista es una lámpara milagrosa que el pueblo usa para encontrar la belleza en el camino, la soledad, el miedo, el amor y la muerte. Si tú no crees en tu pueblo, si no amas, ni esperas, ni sufres, ni gozas con tu pueblo, no alcanzarás a traducirlo nunca. Escribirás, acaso, tu drama de hombre huraño, solo sin soledad, cantarás tu extravío lejos de la grey, pero tu grito será un grito solamente tuyo, que nadie podrá ya entender. Sí, la tierra señala a sus elegidos. Y al llegar el final, tendrán su premio, nadie los nombrará, serán lo "anónimo", pero ninguna tumba guardará su canto".
seres indicados para traducirla en la esperanza, en la pena, en la soledad. Si tú eres el elegido, si has sentido el reclamo de la tierra, si comprendes su sombra, te espera una tremenda responsabilidad. Puede perseguirte la adversidad, aquejarte el mal físico, empobrecerte el medio, desconocerte el mundo, pueden burlarse y negarte los otros, pero es inútil, nada apagará la lumbre de tu antorcha, porque no es sólo tuya, es de la tierra, que te ha señalado. Y te ha señalado para tu sacrificio, no para tu vanidad. La luz que alumbra el corazón del artista es una lámpara milagrosa que el pueblo usa para encontrar la belleza en el camino, la soledad, el miedo, el amor y la muerte. Si tú no crees en tu pueblo, si no amas, ni esperas, ni sufres, ni gozas con tu pueblo, no alcanzarás a traducirlo nunca. Escribirás, acaso, tu drama de hombre huraño, solo sin soledad, cantarás tu extravío lejos de la grey, pero tu grito será un grito solamente tuyo, que nadie podrá ya entender. Sí, la tierra señala a sus elegidos. Y al llegar el final, tendrán su premio, nadie los nombrará, serán lo "anónimo", pero ninguna tumba guardará su canto".
6.4.09
Buen finde
El olvido me parece necesario. La evasión me parece buena cosa. Sin embargo, durante toda mi vida me chocaron las costumbres sociales que usamos para evadirnos, me causaron y me causan repulsión. Jamás entendí a los que reciben el fin de semana como si fuera la panacea, a los que festejan con tanto entusiasmo la Navidad y el Año Nuevo, jamás comprenderé a los que se ahogan todos los sábados en alcohol y música estridente para olvidarse del lunes. Durante largos años la diversión para mí fue palabra maldita, asquerosa, viciada. Divertirse significaba olvidarse de la muerte, y quien se olvida de la muerte sistemáticamente no ama la vida y no puede aspirar a ningún grado de felicidad. Eso pensaba. Pero (ahora lo sé) lo que verdaderamente me hastía es cierto tipo de evasión: la que vive inmersa en el vacío, la que nos pasa por un espiral y nos exprime, la que nos chupa, la que podríamos llamar "evasión burguesa" si no fuera porque la diversión sea no digamos un invento burgués pero sí un síntoma de nuestra organización social. Soy de los que no pueden alegrarse los viernes porque siempre tienen el lunes presente. Dicho de otra manera: considero una hipocresía esa evasión de pacotilla, esa pseudo-liberación de dos días, y del mismo modo considero las salidas a boliches, el vómito mañanero, las peleas sofocantes y absurdas. Sólo creo en una evasión con sentido. Cuando una persona agarra un libro o se sienta en el cine a ver una película, no tengo dudas que lo hace para evadirse. Es más, sostengo que la función primigenia del arte es la evasión, esto es la separación del mundo cotidiano. La religión, bien vista, es la evasión de lo terrenal. Pero lo verdaderamente grandioso del arte es que en esa distracción el hombre se encuentra a sí mismo. Un libro de física o de economía no son la evasión de nada (aunque algunos sostengan la capacidad de abstracción que propina una ciencia como la matemática), pero una novela de Tolstoi nos sitúa en un lugar lejano del que estamos pisando, nos hace preocuparnos por personajes que no existen (en nuestra cotidianidad), y supericialmente visto sería lo mismo que la telenovela de las dos de la tarde. La diferencia es que el arte nos proporciona una distracción con sentido, con sustancia. Mientras la telenovela sólo incrementa (por lo menos en mí) el vacío de lo cotidiano que acecha al apagar el televisor o cambiar de canal, el arte nos lleva a replantearnos quiénes somos, cómo vivimos, adónde vamos, casi como sin querer la cosa. De ahí que muchos escritores o pintores sean tímidos, retraídos, asociales: sencillamente no encuentran en la realidad concreta una manera de expresarse y deciden evadirse y cambiar la realidad desde la ficción. El hecho de que la ficción tenga la capacidad de modificarnos e incluso modificar la realidad o por lo menos dar una fuerte opinión sobre ella no habla si no de la grandeza del arte. Por lo tanto, ir al cine a atragantarse de pochoclos y ver desesperadamente la última de Chuck Norris desmuestra un cinismo oculto desesperante, mientras que sentarse en la oscuridad de otro cine a ver un buen drama o una buena comedia y en el camino reencontrarse con ciertas verdades, aunque sean parciales, es otra cuestión totalmente distinta. Ambas comienzan en el mismo punto (la evasión), pero terminan en otro diferente, diametralmente opuesto. Este último tipo de distracción la considero fundamental para subsistir en un mundo agobiante y cruel, e incluso necesario para subsistir en cualquier mundo, para tolerar la angustia que conlleva el sólo hecho de vivir. Los Comechingones no se caracterizaban por tener precisamente holgadas rentas ni por disponer de muchos findes que disfrutar; su vida, como la de todas las sociedad primitivas, era dura, sacrificada, y sin embargo entre sus necesidades básicas ubicaban el arte, la pintura, se hacían un tiempito para ubicarse bajo un alero y evocar el mundo de todos los días pero desde otra perspectiva. Ahora bien, creo que el concepto mismo del fin de semana, y lo que éste implica (salidas, conciertos, amigos, alcohol, etc), está enfermo. Sólo alguien que no cree en nada, que está desesperadamente solo y acorbadado por su soledad, puede desear y ver tanta luminosidad en dos días aplastados por semanas y semanas de alienación. De alguna manera, y sin temor a que alguien me acuse de marxista (¡horror!), podríamos decir que el fin de semana ocupa hoy el lugar que la religión ocupaba en la Edad Media. Es el opio de los pueblos. Fíjense lo acertada que es la metáfora de Marx: el opio es un analgésico, un narcótico, te adormece, te seda, te emboba; en el siglo XIX los ingleses introducen el opio en China para ganar la guerra y vencer y adormecer a un pueblo entero, y lo que un obrero chino que se volvía adicto gastaba 2/3 de su sueldo en opio y dejaba a su familia en la miseria. No me gustan, entonces, las distracciones derivadas del opio. Y no sólo me gustan, si no que me parecen constituyentes para la educación y la formación de todo ser humano, las distracciones derivadas del arte. Me podrían objetar que, al fin y al cabo, ambas son evasiones y que para los poderosos, los que quieren que sigamos yendo el lunes a trabajar, es lo mismo que mires una de Truffaut que te chupen la tetilla en una bailanta re PRO. Estoy convencido que no, aunque (hay que decirlo) muchos entiendan el arte sólo como vía de escape y, pecado tristemente común de observar en estos tiempos, reduzcan una obra a un mero pasatiempo cool, a un entretenimiento vacuo, a una masturbación dolorosa. Pero ése es otro tema, contra el que sin dudas el arte verdadero debe luchar. Sin ir más lejos, se puede ir a un recital de rock durante un finde y salir cuajado por el olvido, en tal caso la función del arte (ir de la evasión a la verdad) no será cumplida, aunque sí la del pasatiempo. En mis últimas vacaciones, intentando alejarme, distraerme, me encontré a mí mismo; llevé una "lectura veraniega", un libro llamado "El entenado", así como para distraerme, y jamás olvidaré el placer y la conmooción que me dejó cuando lo cerré por última vez. Por eso, detesto el arte pretencioso, el que se postula a sí mismo como Gran Arte y se hace pensado para unos pocos. No es una postura populista, es tener en claro el concepto mismo y la finalidad del arte, que es empezar como si nada, humildemente, como un cuentito, y terminar demostrándonos que muchas veces la verdadera evasión es eso que llamamos realidad, pesadez mortuoria de lo cotidiano, eso que llamamos finde. El arte no sabe de días o de condiciones económicas ni de profesionalidades ni de talentos innatos. El arte es una necesidad, y así como bebemos agua deberíamos tenerlo presente siempre, para centrarnos en un mundo sin dios, sin finalidad, atosigado de presente y escapismo vacuo.
3.4.09
Chicho
A los 80 años, a esta edad que casi nadie desea tener, a la que nunca pensamos en llegar, las costumbres y lo que llamamos realidad se vuelven extrañas. Es difícil explicarlo porque los sueños se me confunden con lo cotidiano, cosas insignificantes me llaman la atención y me conmueven, como un yuyito creciendo en una áspera pared, un rayo de sol recostándose sobre mi patio, las uñas de mis manos. De la misma manera inexplicable, quiero a mi perro como nunca quise a nadie. No es que haya tenido una vida solitaria, todo lo contrario. Se cuentan por decenas mis nietos, y todos dicen quererme y me lo demuestran asiduamente. Tampoco es que sea desagradecido, pues he querido a muchísima gente en mi vida y me han querido más todavía, empezando por mis padres, mis hermanos, hasta mi última esposa, que justamente fue la que tuvo la idea de tener un perrito, hace más o menos quince años. Nada atípica la idea: nuestros hijos se habían ido del pueblo con sus familias, nos sentíamos solos, pálidos, con una palidez de tarde tormentosa, y a mi esposa se le ocurrió lo de la mascota. Nunca me habían gustado los perros, ni los gatos, ni ningún bicho parecido. Los creía una molestia, sucios, estúpidos. Así que rechacé la iniciativa. De todos modos, mi mujer, testaruda como era, un día me cayó con un cachorrito todo deshilachado, embarrado, sarnoso, flaquísimo, con unos ojos tristísimos. Le grité a ella, a mi mujer, y la amenacé para que lo devolviera a su lugar. Por supuesto, no me hizo caso. Lo metió en el baño, lo cual me hizo enojar todavía más, le puso shampoo, lo enjabonó. El perrito era tan silencioso que durante mucho tiempo pensé que era mudo. Su primer ladrido fue a los dos años, en la plaza, cuando vio a una perrito muy pituca pasar por la vereda de enfrente. En el baño, mientras el olor a perro mojado me exasperaba aún más, el pobre animal no hizo un solo ruido, no se quejó de nada. Tampoco movía la cola, simplemente llenaba su cuerpito con esos ojos negrísimos que parecían tener una gota de agua, brillosa, en el fondo. Tiempo después, como a los dos meses, cuando empecé a aceptarlo y me entregué al misterio de los animales, me asombraron las capacidades de su mirada. Lo decía todo. Lo sabía todo. Me entendía sin entenderme, me miraba con pena y profunda comprensión, como el conejo que, pacífico, entiende y siente ternura por el león que está a punto de devorarlo. Su sola presencia, a mi lado, mientras leía en el sillón o cuando comía una fruta o tomaba un café, le daba un aspecto de sabio, la calidez de una raza que estuvo junto al hombre desde tiempo inmemoriales y que sabe de su destino, de su amanecer y su ocaso. Claro, ahora soy viejo y a veces estos pensamientos los atribuyo a mis achaques, pero no hay día en que no lamente, a veces hasta las lágrimas, no haber tenido un perro antes. Mi esposa era tan insistente y al mismo tiempo tan tierna, que terminé aceptando la mascota casi como un favor hacia ella. Una tarde nublada y silenciosa de otoño lo saqué a pasear. Caminaba a mi lado sin necesidad de correa. Nunca hubo que enseñarle nada. Meaba cada uno de los árboles por los que pasábamos. No había mayor alegría para él. A veces se adelantaba unos metros, apenas trotando, y bamboleaba sus genitales con una inocencia maravillosa que siempre me arrancaba una sonrisa. Le pusimos Chicho de nombre, en homenaje a un viejo amigo de mi juventud. Chicho tenía una costumbre que me pasmaba. Sabía cuándo yo estaba triste o contento. Lo intuía. Para los perros la intuición es todo, como para nosotros lo es el raciocinio. A los 80 años, sépanlo si son jóvenes, la intuición también lo es todo. Eso, y los sentimientos y la memoria. Que es más o menos lo mismo. Los perros, de alguna manera, son viejos casi toda la vida, o por lo menos Chicho lo era. A veces me sentaba a mirar por la ventana y una angustia enorme me invadía sin razón. Chicho, estuviese donde estuviese, parecía oler esa pena. Venía silencioso y se me acostaba a los pies. O me daba la pata. O me miraba. De igual manera enseguida sabe cuando una tenue alegría me asalta, y entonces la cola se le mueve como la hélice de un helicóptero. Cuando Chicho tenía ocho años (porque ahora cuento el tiempo a partir de la edad del perro, como si hubiera un antes y un después de su llegada), mi esposa murió de un repentino y fulminante cáncer. Dos semanas de vida tuvo desde que se enteró hasta que falleció. Ninguno de mis hijos pudo venir a verla en ese tiempo. Yo me pasaba la mayoría del tiempo a su lado, en la cama, junto con Chicho. Pero cuando murió, un mediodía caluroso, justo me había ido a comprar té al supermercado. Sólo el perro la vio morir, y me gusta pensar que las últimas palabras de mi esposa fueron para el animal, para alguien que no entiende el idioma. Es curioso, pero así es la vida, justamente así. Un idioma no escuchado, un amanecer olvidado, la taza de café de nuestra madre, rota, olvidada en un desván. En ese instante, en esas supuestas palabras que Chicho no comprendió, se encierra todo el misterio del universo. Ahora Chicho era un perro viejo, del mismo modo que yo soy un hombre viejo. Salimos a pasear todavía, lentamente. Los quince años de un perro son como los 80 años de una persona, por lo que Chicho está gravemente. Me dijeron que tiene algo en los huesos, que no le permite caminar bien. Sin embargo, así, rengo y todo, no deja de mear los árboles, de revolear los genitales con toda la alegría del mundo. Ayer (y éste es el motivo por el cual empecé a escribir estas palabras), en uno de esos paseos que son mi vida entera, íbamos los dos, viejitos, uno lento y el otro rengo, por una vereda cualquiera de este pueblo, y nos cruzamos con una nena de unos ocho años que juntaba flores y pastitos de las macetas de los árboles. Cantaba una canción de moda, iba saltando, sola, quizás a visitar a un pariente, quizás al supermercado. Pasó rapidísima, saludando al día, con un vestido celeste claro, con el pelo recogido y negrísimo. Lo miró a Chicho y lo acarició, como si fuera una planta más, y siguió como si nada, como pasa la alegría a mi edad. Yo seguí, con mi perro, para el lado opuesto, hacia donde el sol se escondía. Hoy a la mañana murió Chicho, sin chistar, en su rincón de la cocina. Lo levanté como si fuera un bebé recién nacido, con un cuidado enorme, lo llevé al patio, lo envolví en una manta y llamé a un conocido para que ayudara a enterrarlo. Ahora es de noche, la luna se enciende, más cercana que nunca. El olor a tierra húmeda se empieza a sentir con fuerza.
18.3.09
¿Lobo está? (segunda parte)
No hay belleza mayor que la amoralidad. El sol brilla incluso en las ciudades egoístas. El gato acaricia al asesino como acaricia al santo, y sólo deja de acariciar o huye o araña cuando lo molestan. Mientras haya una mano que le dé cariño, poco importa de dónde proviene esa mano. No hay otra moral posible. Por más edificios monstruosos que se levanten, por más subterráneos que se construyan, el sol hará todo lo posible por penetrar en las rendijas de los hogares, de las plazas, de las calles. Sólo cuando el hombre se encierra y se niega a la vida es cuando el sol lo ignora; sólo cuando el hombre le da la espalda al brillo caliente del astro es cuando las tinieblas se apoderan de los terrenos y las cuevas. A medida que el hombre se aleja de la naturaleza más miedo le tiene a la vida, y cuando le tiene miedo a la vida y desea secretamente la muerte (como lo hacen las religiones) es cuando la seguridad y la familia y el orden (esos tres pilares de nuestra sociedad) se vuelven una cuestión problemática. Y seguridad y familia y orden son tres edificios que se asientan en la base de la moral judeocristiana. Alojados al borde de un arroyo, a las sociedades primitivas no les importaba la moral, sencillamente porque no conocían esa palabra, porque, más allá de cierto orden necesario para fundar cualquier organización social, la única inseguridad era la incertidumbre de la comida diaria, y la muerte era una preocupación bella, una pena honda, pero que existía por amor a la vida. Allí, la vida daba sentido a la muerte; aquí, la muerte da sentido a la vida, del mismo modo que necesitamos de un otro para construir un nosotros. La muerte, en nuestras sociedades, parece ser materia fundante de la supervivencia. El confort no ha hecho si no esclavizarnos en el miedo, la seguridad nos atemoriza y la vida nos espanta. Así, el hombre moderno es un ser contra natura. La muerte nos anula la vida, cuando debería darle sentido. La religión, al poner la felicidad en un lugar lejano, más allá de la vida, nos quitó el sentido de la existencia. No matarás, no robarás, nos dicen, ¿pero qué necesidad perversa se mueve en esa prohibición si no la de una represión monstruosa? Sólo se le prohíbe matar a quien es asesino. Los valores negativos, la negación de los instintos, representan la masacre de todo la vida que en este planeta. Solamente quien está extremadamente descontento con su vida tiene la necesidad imperiosa de ser feliz. Quien realmente es feliz, lo es y listo, sin necesidad de demostrárselo ni siquiera a sí mismo. La sonrisa surge, mientras que la risa se impone. Pero el hombre es un niño todavía, o peor: un adolescente caprichoso con miedo a irse de la casa de sus padres. Todo le indica que debe crecer, que la inseguridad es necesaria para el aprendizaje, pero prefiere alargar su estadía por comodidad burguesa, por temor a la vida. Entonces, busca en el otro, en la masa, la comprobación de los valores vencidos, la falsa alegría de un supuesto sentimiento común, y la ama de casa se junta con el cura y rezan una oración sobre un dios muerto, se consumen como seres miedosos que son, como fantasmas atemorizados por el mismo miedo que ellos crearon. La bondad y la maldad deben ser extirpadas del corazón humano, porque el único daño posible, el único daño realmente duradero, es el del ignorante. Cuando se conoce a una persona, cuando se conoce y se comprende una cultura, cuando no hay universo más enorme que la cascada de un río angosto, entonces los límites de la moral se borran poco a poco hasta desaparecer del todo. Y así por fin, para siempre, seremos libres y seremos iguales.
17.3.09
El sueño de una artista
Llevaba una vida aburrida. Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. No era lo suyo. Le gustaba escribir. Tenía algunos cuentos hechos. Ninguno era gran cosa. Tuvo un novio. Dos años juntos. La separación fue de común acuerdo. No la afectó. Se había recibido de Licencia en Letras. ¿Para qué? Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. La ropa sucia amontonándose. La televisión hablando de cuestiones ajenas. El colectivo repleto (ocho y media de la mañana). A ella le parecían vacas. La gente, amontonada, le parecían vacas. Yendo al matadero. Tenía un buen sueldo. Se compró una licuadora. Nunca la usó. Se la regaló a su madre. Su madre nunca la usó. Tenía un buen trabajo, que de a poco fue volviéndose en un no-tan-buen-trabajo. A los dos años se convirtió en un trabajo insoportable. Se guardaba la angustia. Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. Las caras tristes. Los cuerpos contracturados. La alegría distante. Ocho y media. Llega al trabajo. Un edificio antiguo, un ascensor moderno. Piso once. En el trayecto, llora. No lo tolera más. Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. Cena solitaria. Tristeza que no se extingue. Comienza a escribir. Es una novela. Es la única manera. La única manera de salir del embrollo. Ser escritora. Su anhelo. Vivir de ser escritora. No más trabajo, comida, trabajo. No más vuelta en colectivo. En un mes escribe la novela. Es un policial. Pero en realidad habla de la angustia de sus días. De la suya y de la gente que viaja día tras día en el colectivo. Se entera de un concurso. Envía su novela. Trabajo. Colectivo. Ascensor. La pena se ha ido. La novela gana el primer premio. Cien mil dólares. Renuncia al trabajo. Vida de escritora. No más colectivos. No más gente triste. La vida es buena. La vida es alegría. Se convierte en una escritora famosa. Viaja en camioneta 4 x 4. Se muda a un country. Escribe todos los días. Toma té helado. Es feliz.
16.3.09
¿Lobo está?
El hombre es el lobo del hombre, dijo Hobbes con cara de enojado, con el gesto cínico, con la babita chorreándole por la comisura de los labios mientras se deleitaba observando el baúl repleto de oro que le ofertaban. El hombre es malo, para decirlo de una manera menos poética. Nace malo y es necesario controlarlo, encarcelarlo, negarlo incluso, tacharlo de lobo salvaje, de monstruo quizás. Por estos días aciagos que nos tocan vivir, hay un caso policial que parece confirmar la máxima de Hobbes. Josef Fritzl encerró a su hija durante 24 años en el sótano de su casa. La violó repetidamente y tuvo siete hijos con ella, uno de ellos murió al nacer, tres vivieron toda su vida encerrados y los otros tres fueron adoptados por el abusador y su esposa. A Josef Fritzl se le ha llamado "el monstruo de Amnstetten". Algunos se vuelven cínicos frente a este hecho incestuoso, difícil de comprender para casi todos, que negamos y tachamos como externo, como parte de una maldad innata, eterna, oscura, no-humana. Otros le echan la culpa al contexto social: Josef se crió en medio del odio nazi, donde el deber y el autoritarismo eran moneda corriente, además de una notable represión sexual. La hija de Fritzl, Elizabeth, era una adolescente problemática en una pequeña ciudad de 30.000 habitantes. Se fugó una vez de su casa y fue encontrada por la policía y devuelta a sus padres, hecho que la condenó al calvario. El incidente le sirvió como excusa al padre para esconderla en el sótano y concretar el placer sexual que lo obsesionaba. A la luz del día era un hombre normal, incluso respetado y querido por sus vecinos; debajo, en la oscuridad, era un monstruo, lo peor de lo peor, lo no-humano. Pero, ¿cuándo pegaremos el salto y dejaremos de ser infantiles moralmente? ¿Cuándo llegará la adultez a nuestro actos y pensamientos? Durante años la humanidad se ha obsesionado con la cuestión del bien y del mal. Un diablo en el suelo, un dios en el cielo; la camisa de fuerza para los locos, la corbata para los cuerdos; el mal como fuerza innata en el hombre, o el bien como expresión de lo humano. Yo también durante varios años estuve preocupado por el tema, siempre con la idea tambaleante de que el hombre es bueno cuando nace y la sociedad lo vuelve malo, poco a poco, inexorablemente. A veces las personas entran en un autopista fatal de causa-efecto que los lleva a soportar actos que los normales, los que nos decimos estar del lado de bien, tachamos de malévolos. Un día, sin embargo, pude salir de este embrollo, de este mortal maniqueísmo. Parado en el medio de la selva, mirando un gato, a la orilla de un río, dejándome hipnotizar por las olas del mar, o hechizado por algún cerro, fue la naturaleza misma la que me dio la respuesta: no hay bien, no hay mal. El hombre no nace bueno ni nada malo, porque ambos conceptos son totalmente subjetivos, sobreviviendo patéticamente en una moral putrefecta. De años y años dominados por la religión nos ha quedado la costumbre de juzgar a la personas basados en un sistema que no existe. Si Dios era quién decía lo que estaba mal y lo que estaba bien, y Dios ya no existe, entonces los conceptos morales de otrora son inválidos. Puede haber gente que crea en Dios, y seguramente la hay mucha, pero la cuestión de la fe es una cuestión privada en nuestra sociedad. Por lo tanto, como sociedad, hemos caído en el concepto del Dios personal. Y si un Dios es personal, nos puede hablar de cosas muy distintas a todos. La línea del bien puede llegar hasta ahí para algunos, y para otros ubicarse más allá. Dicho esto, ¿no queda absolutamente negada la posibilidad de la existencia del bien y del mal? En la naturaleza no hay moral, y a veces pienso que el hombre no es más que una enfermedad en este universo enorme y en esta tierra vasta y hermosa. Pero, para ser honesto, debería referirme a un tipo de hombre, el que crece en las ciudades, el que construye fábricas, el que contamina, el que vive deslindado de la vida, como un fantasma problemático. ¿Qué idea del bien y del mal tiene una flor? ¿O un tigre? El tigre tiene hambre y caza, mata y come. Nosotros hacemos lo mismo, pero a medida que conseguimos tener abundancia de comida, riqueza por demás, y nos basta caminar una cuadras para conseguir carne o leche, en el supermercado, cosas como abstraídas del trabajo social, entonces desde la comodidad de la casa, ajenos a la belleza hipnótica de la luna y a la verdad de los cerros, discurrimos sobre la moral, condenamos al otro, y lo hacemos de una manera ausente, despreocupada, vacía. ¿Por qué creernos superior al tigre? Muchas veces siento que somos inferiores al insecto más pequeño que habita en la selva, y no es por desprecio al hombre si no por admiración a la naturaleza y a los animales, que tienen el latir del corazón pegado a la tierra y que, por ese solo hecho, ya conocen más de la vida que nosotros. Josef Fritzl, el alemán que violó a su hija durante 24 años y al que llamamos monstruo, es la expresión más humana que existe. Cuesta entenderlo, pero es una verdad tan grande que nos asusta, y tanto nos asusta que encerramos a los monstruos en las cárceles, los alejamos de nosotros, los impolutos. Y nos asusta porque en realidad todos estamos mucho más cerca de Fritzl que del tigre, porque lo terrible, lo verdaderamente espantoso de este caso policial, es la represión de la moral, la negación del incesto, la supresión de los instintos más básicos del hombre. Nos guste o no, seamos cristianos o agnósticos, creamos nuestra sociedad en base a la represión, a la negación de lo animal, de todo lo bello y natural que tenemos dentro, que es como decir: todavía hoy, con un Dios ahorcado en la plaza central, basamos nuestra existencia en la represión, y de algún modo nos sentimos presos de esa manera de entender el mundo, como si hubiera un discurso único en ese sentido, cuando en realidad es tan simple como sentarse a la orilla del río, mojarse los pies, observar el cielo y comprenderlo sin pensarlo. ¿Qué es lo que lleva a un hombre a cometer crímenes terribles? Simple: el hecho de que exista el concepto de "crimen terrible". La represión se produce hacia un deseo prohibido, lo que excitaba a Fritzl era cometer una barbaridad, casi de la misma manera que un niño se porta mal para llamar la atención de sus padres, o como un borracho en San Patricio hace cosas "malas" para llamar la atención. El hombre no nace bueno ni malo, simplemente nace. Luego se vuelve un ser problemático, inhóspito, egoísta e hipócrita, pero por cuestiones complejas que tienen su epicentro en la moral judeocristiana. No hay felicidad más auténtica que la del perro, corriendo por la plaza, revoleando los genitales de acá para allá, meando los árboles, cogiendo perritas a plena luz del día, y no hay felicidad más patética que la humana, que la del hombre de ciudad que busca la alegría en un consultorio psiquiátrico. El monstruo Friztl es lo mismo que el monstruo Hitler: un producto profundamente nuestro, tan humano que asusta. Vale recalcar esto hoy que tantos piden pena de muerte y mano dura, que los medios impulsan un debate que no es tal y que caldean un ambiente de odio. La moral es hoy un lugar de lucha. Ya no hay distinción entre los buenos y los malos, los delincuentes y la policía, la gente normal y los asesinos. Como decía Discépolo, todos estamos metidos en un mismo lodo, manoseados. ¿En qué posición de supuesta altura moral se ponen los que piden cárcel, los que piden muerte a través de la mano del Estado? La repulsión que deberían causarnos aquéllos que tachan de monstruos o delincuentes a otros seres humanos, los que se ponen en una vereda de enfrente, es la hipocresía de semejante acto, el escondrijo burgués tratando de frenar la libertad humana. Nada más cercano a Fritzl-monstruo que el Fritzl-buen vecino. La actitud mimética del hombre de nuestros tiempos, el que día a día se aleja más de la tierra, es el verdadero holocausto. No hay más buenos ni malos, todos somos buenos y todos somos malos, que es como decir: todos vivimos en este barro del que es preciso salir. Sólo obervar al león, solitario en la selva, nos hará comprender la naturaleza del ser humano. El hombre es capaz de cualquier cosa, de amar y de matar, de violar y de cobijar. Pero lo que debería asustarnos es la negación de esas capacidades, pues en entonces cuando surge la hipocresía, el desprecio y la violencia.
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