23.5.08

Alguien habla

Cansado mi corazón (pero qué es el corazón, es un órgano, nada más, es en forma figurada que lo decís, ah, en forma poética, bueno, es poesía de dos pesos, el corazón, el corazón no existe, querrás decir el espíritu, pero claro es algo muy general el espíritu, entonces decís el alma y menos todavía que el corazón porque ni un órgano es, entonces quedás así, desnudo pero más que desnudo: desollado, un cuerpo podrido triste colgando de la pendiente, atado con un piolín, eso, no hay corazón poético no hay alma, pero hay algo, en eso estamos de acuerdo, hay algo que se formó en base al dolor y que de tanto llanto nació sin ganas y miró por encima del tapial y dijo me muero, me muero, y sufro y no puedo ser sólo cuerpo, soy alma también, ese nombre le puso sin saber muy bien, y entonces el terremoto del Hombre y el camino y la sangre y las ¿conciencias? Inventamos la moral, que es…) de tanta mentira (el problema es la verdad, el problema es que rompimos la objetividad, nadie cree en nada porque todos creen en todo, todo es subjetivo pero no hay individuo por lo tanto no hay subjetividad; el individuo… ay, se dice que vivimos “tiempos individualistas” (lo dicen los mismos que pusieron al pájaro en la jaula) ¡ojalá viviésemos tiempos individualistas! No hay individuos hoy, sólo masa (yo veo masa, multitud, robots (los robots, pobres, que los hicimos nosotros) y es duro aceptarlo pero lo tenemos que hacer para dejar de ser masa), la multitud, el rebaño que camina y camina y no se pregunta y se encierra, claro, piensa sólo en él, es ignorante sí, pero es igual a todos, somos todo iguales, qué maravilla, el ideal de la Revolución concretado, se nos rasuraron las ideas para controlarnos perfectamente y él es un…) y de tanta (el árbol que crece, no sabe, no sabemos, caemos vivimos. Él. Sumado a todo lo que alguna vez pensamos de nosotros. Él. Sobre todo él. Que desaparece. Que una vez pensó (no puedo dejar de pensar, escribo en mi diario que cuando pienso me ato, cómo puedo pensar y liberarme, todo es mentira, quiero ser un nene, un nene, tirarme en el pasto y no pensar en tirarme en el pasto). Que una vez sintió que era hombre. Él. Mirálo a él. Escribe y escribe. No sabe que le hablo a él. Él escribe. Es alguien. Se borró de la cabeza (¿y no es también la cabeza una metáfora de la inteligencia? ¿Y la inteligencia no es la mentira más grande de todas? ¿El genio? No hay genios, no existen, hay superho…) que un día cuando caminaba por la calle, barbudo, tapado hasta la boca por el frío, pensó que todo había terminado (¡veinte años! ¡nada más que veinte años y todo había terminado! ¡Pobre él!), se lo borró a eso porque ese él ya no es este él que ahora lee esto mientras alguien escribe, “miro alrededor”, iba borracho sin haber bebido una gota de alcohol ni, “heridas que vienen, sospechas que van”, perdido en la ciudad que era un símbolo enorme de cemento, la ciudad que lo aplastaba, “y aquí estoy pensando en el alma que piensa” y él sentía placer en la decadencia, “y por pensar no es alma”, y miren (ustedes que no leen) miren al que cuando estaba triste pero no melancólico se dio cuenta que el Mono había hecho ese edificio enorme: nada estaba dicho y pre-hecho, no había mandato divino, nada era eterno, todo había sido hecho y habría de ser derrumbado, y entonces pasmado el otro que lo acompañaba cruzó la calle y miró la cara de los transeúntes, monos, monos y monos, sin pelos, monos, monos, vestidos, monos, con moral putrefacta, monos, monos, erguidos, algunos sucios, otros limpitos, monos, monos, monos, monos (el Hombre era sin mayúscula) y cayó como un mazazo el peso de la muerte…) sangre seca. (Se va).

19.5.08

Buenos Aires

Vivo en este pasillo de edificio. Ahí en la esquina, donde no molesto a nadie, estiro mi colchoneta por las noches y duermo cuatro horas, a veces cinco. El señor y la señora del departamento H me invitan con mate cosido de vez en cuando y eso me llena hasta las doce del mediodía cuando la panza me hace ese ruido y por las garganta siento que suben como bichitos. Antes dormía en una plaza pero ahora duermo en el pasillo. Tengo un amigo que... bueno, no es mi amigo pero lo era, después nos peleamos y él se murió, lo pisó un tren, estaba borracho. Pero una vez me dijo: "mirá, cuando uno cae y cae y cae, está contento con muy poca cosa". Y me contó una historia mi amigo que después no fue más mi amigo y murió atropellado por un tren, borracho el pobre: "mi familia tenía una chozita nomás, y claro, yo lo comparo con lo que tengo ahora, que es nada, que es este cartón y este gorro de lana, y bueno, esa choza es cada vez más lejana, pero recuerdo que mi papá, Alberto se llamaba, le daba mucha vergüenza esa choza y se la agarra con mi madre y le pegaba, una vez le pegó tanto que mi madre lloró dos semanas y un día sin parar, palabra, te lo juro, pero sin parar, lloraba y lloraba y lloraba, a veces a llanto limpio, a veces moqueaba la pobre, como una nena, pero no paró hasta un domingo que mi papá le regaló una flor. A mí me pareció muy heroico ese gesto de mi papá, claro, era un pibe, no entendía, o por ahí entendía, lo entendía a mi papá pero de una manera extraña, como si la culpa de la violencia no fuese de él directamente, como si el que hiciera fuerza, viste, fuese el de la flor y el otro como un intruso. La cosa es que éramos once hermanos y pobre mi papá Alberto, la dijo a mi madre que teníamos que dejar de estudiar porque nos moríamos de hambre si no, y mi madre dijo que no, que era una barbaridad, y ¡zas! le pegó de nuevo, y mi madre lloró pero por menos tiempo, y yo me vine a trabajar a la ciudad, a Buenos Aires, vendía pavadas, pero fui creciendo y me fui apartando de la choza y de mi papá y me fui acercando al vino, que era barato entonces, no como ahora, y me olvidé a propósito de toda esa vida, y de a poco fui cayendo, como te dije, hasta que ya no tuve ganas de hacer nada y pensé que era lo mismo estar tirado acá en la plaza que muerto y enterrado, y no le tengo miedo a la muerte, eh, pero mientras esté acá lo disfruto, a mí no me molesta... ojo, ojalá tuviera un pasillo de edificio como vos, eh, por lo menos para invitarlo a mi papá a tomar ese mate cosido que decís que te dan, no sé, pobre mi papá, Alberto se llamaba, una vez, hará diez años, volví a la choza. Mi madre se había ido y de mis hermanos quedaban dos o tres, pero mi papá seguía, más viejito pero igual de seco y malhumorado, y me dijo: "vení, sentáte, que te voy a contar algo". Y me contó una historia que nunca me olvidé, por ahí porque fue la última vez que lo vi a mi papá, o por ahí porque me hizo pensar en muchas cosas y todavía me la acuerdo enterita, che, me la contó mi papá, Alberto se llama, me dijo, escuchá: "sabés que una vez me contó mi abuelo que su abuelo nació en La Pampa, y que en esa época, bueno, eran distintas las cosas, te estoy hablando de hace muchos años, eh, no sé si mejor o peor, aunque peor no creo, pero en La Pampa por lo menos hay aire, verde, espacio, uno puede ponerse una granjita, mirá acá, esta choza de porquería... bueno, la cuestión es que este taratara no sé cuánto abuelo tuyo tenía en un cajón suyo una pulsera, que él decía que era oro y que se la había dado su padre que a su vez era de su abuelo y así, y dicen que esa pulsera tenía mucho valor histórico, eso dicen, no sé, yo la vendí una vez porque no teníamos para comer y no me dieron mucha cosa, pero mirá, ya que viniste acá te voy a entregar esta carta que venía con la pulsera y te voy a contar lo que dice..." Y entonces el padre de mi amigo le contó una historia que yo ahora me acuerdo a medias, que era de un Pedro de Mendoza, que vino desde lejos, que fundó una ciudad, y que fue acorralado por un pariente lejano de mi amigo, por él y por muchos como él, que eran las personas que vivían acá y que les sobraba lugar, eso dicen, no como a mi amigo que duerme arriba de un cartón en esa plaza.

10.5.08

Crear es vivir

A Laura

Y de repente el cuerpo cede y morimos. No hay verdad más absoluta, más tremenda, y a la vez no hay mentira más banalmente cierta. Porque sí, porque una cosa puede ser verdad y mentira a la vez, y la muerte es una de ellas. Por eso nos causa semejante desgarramiento. Vivir y morir son dos cuestiones indisociables y a la vez opuestas, del mismo modo que la muerte es verdad y es mentira. Es verdad porque es una certeza de nuestro destino: nacemos para morir, pero no morimos para nacer. Morimos y chau. ¿Hay vida más allá de la muerte? Si la hay, no es vida: es muerte. La muerte es siempre muerte, es angustia existencial, es ausencia. Porque cuando muere alguien que conocemos se nos muere una parte de nosotros, y cuanto más cercana es la persona más comprometidos quedamos emocionalmente o psicológicamente o espiritualmente (¡qué difícil usar estas palabras, tan manoseadas!). La muerte de los demás y la muerte propia es una sola: una gran mentira que nos cala en el pecho y no nos deja respirar. Es una mentira tan enorme ese constante porvenir de la muerte, que nos aterroriza como sólo una verdad podría hacerlo. Porque lo cierto es que estamos vivos, que somos animales, pero que también somos hombres y que por lo tanto nos damos cuenta que morimos. Pero ese darse cuenta no es la verdad absoluta, es una percepción constante de algo que vendrá, sin dudas, pero que cuando llega ya es demasiado tarde, ya pasó, ya no somos. Maravilloso sería vivir sin pensar en la muerte, aunque en realidad es algo propio de la naturaleza humana hacerlo. ¿Será por eso que somos seres tan despreciables y a la vez tan maravillosos? Hemos armado una sociedad tan compleja que ya nos olvidamos para qué la armamos. Y sin embargo, la pulsión de muerte está siempre allí, acechándonos como la mentira más absurda. La cuenta regresiva es dolorosa, pero más doloroso es el proceso que nos lleva hacia la muerte. El Mal es la enfermedad, como te dije una vez. Cualquier enfermo lo percibe. Es lo que nos hunde en el barro de nuestra existencia. No hay respuesta ante el cáncer, por ejemplo. No hay juez que nos castigue con una enfermedad. Uno simplemente está sano y después enferma y muere. Queremos encontrarle una explicación, una causa, que es el tabaquismo, lo ambiental, que no tenemos obra social, que es Dios, que la ciencia no progresó lo suficiente. Es en cierta medida lógico: el fin nos acecha como una verdad tan tangible que ya no puede ser mentira. Y no obstante lo es. No logramos resignarnos al absurdo. Ojalá llegue pronto el día en el que abracemos al absurdo, al sin sentido, y a partir de ahí creemos sentido, significado, verdad. Todo lo profundo en el hombre es una gran mentira, pero si la mentira es lo suficientemente poética será verdad, y una verdad tan grande que ya no podrá ser mentira jamás. No nos queda otra que abrazar el absurdo y darle significado. Como le dijo Scully a Mulder en ese capítulo que vimos hace poquito: “cuando estaba luchando contra mi cáncer, estaba enojada por la injusticia de eso y el sin sentido. Y después me di cuenta que en realidad era una lucha por darle significado, para darle sentido. Eso es la vida”. Como ese pastito que nace del medio de un edificio horrible, luchando contra todo; como esa florcita en el medio de la tierra seca, que se asoma, solita, absurda y bella, así deberíamos ser. Mirá, estas mismas palabras que te escribo no significarían nada si no estuvieras vos y si no estuviera yo acá tratando de darles sentido, con toda la fuerza, enredándome, rompiéndome, todo para que estos dibujitos raros que llamamos letras y que todas juntitas forman palabras efectivamente digan algo. Lo mismo sucede con la vida en general. Y con la muerte. Y sobre todo con el absurdo. No podemos vivir en el absurdo, pero tampoco podemos negarlo. Por favor, basta de iglesias monstruosas, basta de burocracias monstruosas, no inventemos dioses para que nos aprisionen, inventemos dioses para que se rían con nosotros. ¿No debería ser esta nuestra tarea diaria? Pero mirá el palacio de Tribunales, mirá el edificio del Congreso, mirá la iglesia majestuosa y las torres de diez mil pisos: es el hombre queriendo vencer al absurdo, no abrazándolo. Es como una pequeña hormiga que se pone en guardia para atacar un tigre. No debemos atacar al tigre, debemos parecernos al tigre para luego anularlo. Debemos mimetizarnos a tal punto con el tigre que ya no sepamos si somos tigres u hormigas, dioses u hombres, flores o estrellas. Entonces, una verdad: la única manera de vivir es siendo Don Quijote. Ya estamos acá, ¿no? Qué le vamos a hacer. Nacimos, entramos en el juego de una sociedad que no nos pertenecía pero que nos tiraron por la cabeza, y en algún momento nos enteramos que morimos. Irremediablemente morimos. ¿Qué hacer? Pues volvernos locos y luchar contra los molinos de viento. No se puede hacer otra cosa. Pero que los molinos de viento no sean molinos de viento sino monstruos gigantes que nos acechen, a nosotros nobles caballeros andantes. Don Quijote era loco porque estaba cuerdo: había abrazado al absurdo para darle significado. Acá estamos, no somos nada, apenas unos lectores, pero no hay nada que nos impida crear la fábula de nuestros días. Don Quijote pugna por irse de aventuras, y salvar princesas que en realidad no existen, y el pobre Sancho Panza cree que su amo está loco, cada vez más loco, pero al final del viaje ya no será el mismo: le habrá encontrado significado a su vida, que era nada, que era medio pelo, que era todos nosotros. Quijote lo saca a Sancho de su casa y lo arrastra en su locura, y lucha tanto por volver su fantasía una realidad que lo logra por momentos. No hay cosa más triste ni más bella que la historia del Quijote y de Sancho, que es la historia de todos los hombres, de lo que deberíamos ser y de lo que tristemente somos. En la calle vemos mucha gente, en la televisión nos tiran información todo el tiempo, estamos conectados e interconectados por internet, ¿y para qué? Para ser eternos Sanchos sin Don Quijote. ¡Es tan doloroso! ¿Qué son las publicidades, qué son las relaciones sociales, qué es la moral, qué estamos haciendo? ¿No es ésa la gran enfermedad del hombre, la de tirar el significado de la vida por la borda? Evitamos hablar todo el tiempo de la muerte, y haciéndolo no logramos otra cosa que no parar de hablar de ella. Esa violenta manera que tenemos de huir al absurdo no hace más que arrojarnos a él. ¿Para qué grita ese hombre en la televisión? ¿Para qué me estoy subiendo a este colectivo? ¿Para ir a trabajar? ¿Adónde, para qué? ¿Estoy abrazando el absurdo y haciendo poesía con lo que hago de mi vida? ¿No? Entonces algún día enfermaremos, y tendremos la dura lucidez del que, aterrado ya por el vacío, no puede sentir más que la muerte, que con pisada firme y pesada nos dice: “construíste tu vida negando el vacío y ahora yo, que soy la nada misma, vengo a ponerle fin a todo esperanza”. Muchos enfermos abrazan la religión, porque la religión es una manera de darle significado al absurdo. El problema es que toda religión es falsa desde su nacimiento, al tomarse en serio la vida, al poner más allá el placer. Y lo hacen porque las religiones fueron fomentadas y sostenidas en el tiempo por gente poderosa, gente que abrazó el absurdo y le dio el significado de su avaricia y de esa manera se encerró en su propio absurdo y se consumió, y ya no fomentó religiones, si no el culto al dinero, que es verdaderamente el culto al absurdo. Y ahora la religión es fe y dinero, guerra y dios. La religión es un opio. El opio sirve para caer en el absurdo, para pensar en fábulas, en mitos, para creerlos, y mantener la vista alejada de la realidad. No para crear. Lo mismo ocurre con el dinero. El pesimista dueño del mundo dice: “yo he visto la cara de la muerte y es la nada, y quiero dominar el mundo para darle significado a esta vida absurda”, pero se equivoca, porque en su ansias de poder termina por destruir y odiar la vida; el pesimista del rebaño dice: “la vida no tiene sentido, me quiero suicidar, me quiero arruinar a más no poder” y llora y no para de llorar y de tener bronca, pero es en verdad un niño que busca ayuda, que espera que vengan otros a ponerle sentido a la realidad, y cree que diciendo que la vida no tiene sentido está siendo el más profundo de todos, pero no: que la vida no tenga sentido debería ser la alegría que llene de gozo el corazón, debería ser el punto de partida de nuestro crear. Dice el optimista: “la vida es buena porque no miro más allá, vivo en el presente y acepto todo como viene”, pero no se da cuenta que es el pesimista más grande de todos al negar el absurdo y buscar un paraíso terrenal en lo huidizo del hoy y en lo prefabricado. Ese hombre no crea, si no que destruye más que todas las guerras del mundo al perpetuar su paz de plástico, su sentido común; ese hombre ama la muerte, no la vida, desprecia el absurdo pero vive en él. “Ah, la vida es tan poca cosa” dicen todos: los que toman cerveza en la esquina, los que manejan apurados en la avenida, los que están el parque estudiando, los que andan de la mano como demostrando que se aman. Es el invisible cinismo que nos domina. “La vida es poca cosa”. ¡No hay nada más grande que la vida, salvo nosotros, que creamos la vida y que debemos crear la muerte! Mirá alrededor: no hay más que esto que ves. ¿Te parece poco? Es porque no sabés mirar bien. ¿Te parece poco que el sol te ilumine y que te haga levantar y caminar y que abra las flores? El sol no es más que sol, porque no puede ser más que eso, porque no hay nada superior al sol ni nada por debajo del sol. ¿Creés que la vida es poca cosa y querés encontrar algo más? No hay nada más que la vida, pero la vida es grande, enorme, y nosotros somos más grandes aún en nuestra pequeñez. Nos morimos, todos, y nuestra muerte no será romántica, será sucia, horrible, penosa, pero ¿no está precisamente ahí nuestra posible grandeza? Cualquier muere siendo un héroe o sabiendo que resucitará a los pocos días. No somos dioses, porque los dioses no existen, y por eso debemos crearlos y luego asesinarlos, para volver a darle significado al absurdo y para reírnos de los dioses que creamos, y para mirar la flor y comprenderla sin decir nada, y para danzar en el vacío, danzar como un dios danzante.

8.5.08

Como dos gotas de agua

El chorro de agua caliente que desciende por la espalda del hombre que prendió la ducha para bañarse antes de ir a trabajar y que se divide en infinitas gotas que llegan y resbalan o se van directamente por el agujerito de la bañera y caen en las cloacas porteñas. Había una gotita que era limpia, más limpia que las demás, más transparente que las demás, y tenía un brillito en el costado; se fue furtivamente por las cañerías y se mezcló con otras gotas y a medida que descendía menos sabía quién era la gota limpia y más se ensuciaba y se transformaba en charco sucio contaminado, y así hasta salir, la gota de agua que había descendido, prístina, desde un tanque por la ducha sin siquiera limpiar al hombre que marcó su destino, así, la gota llegó hasta el mar y ni siquiera fue bebida por un pez gigante, no, simplemente viajó plácida en la superficie de otras gotas hasta llegar lejísimos y chocar contra la orilla de un sitio extraño y ser absorbida por la tierra y transformarse en humedad y perder el brillito del costado y morir. Entonces el hombre de la ducha cierra el chorro de agua caliente y se seca con la toalla morada, esa toalla que su ex novia compró cuando era novia y cuando decía que lo quería, claro que lo quería, bah, yo no sé si me quería pero no le guardo resentimientos, excepto que me gustaría que se llevase esta toalla porque cada vez que la uso me acuerdo de ella tan vivamente que y recuerdo cuando desnuda se ponía la toalla morada en la cabeza y yo la miraba y era estúpidamente feliz así que ojalá, sí, la voy a llamar, por ahí se enoja pero la voy a y le voy a llevar la toalla, que somos gente madura, no hay que andar con niñerías, ya pasó bastante tiempo casi (¿cuántos?) años, y cuelga la toalla en la percha que compró otra novia lejana, luego esposa, a otro novio, luego esposo y muerto al poco tiempo de casarse, compró la percha porque vivían en ese departamento y cómo no vas a tener una percha vos, Luis, dónde colgás la toalla, en la manija de la puerta la cuelgo, ay mirá si serás, yo te compro una percha, es más espera acá que ya vuelvo, así le dijo la novia después viuda y se fue hasta la esquina donde había ferretería y compró una percha que un hombre había hecho en China, ni el ex novio ni la ex novia ni los futuros y desgraciados esposos se enterarían, pero Lu Xun, así se llamaba el chino que hizo la percha para colgar la toalla morada, había tenido una mala jornada ese día que hizo esa percha, peor que casi todas las demás, excepto por esa vez que murió su madre y también lo suspendieron del trabajo por veinte días sin goce de sueldo por haberse quedado dormido, ese día fue duro, pero el día que hizo la percha esa, bueno, ese día fue malo, dos centavos le pagaron por el trabajo, pero eso no era nada, estaba acostumbrado, lo peor fue el jefe de Lu Xun, un tipo malvado, era malvado, yo no creía en el diablo pero era el diablo, todo lo malo era por su culpa para mí, para Lu Xun, que ese día se dijo, se juró, que prefería estar muerto que soportar otro día de su jefe, que lo miraba con ojos muertos mientras lo insultaba por nimiedades, que doce horas trabajaba Lu Xun y sin embargo era un holgazán para su jefe, además nunca se peinaba, y sí, es cierto, a veces salía apurado porque dormía poco, cuatro horas, a veces menos, y el pelo que tenía era rebelde, y era o llegar tarde peinado o llegar temprano despeinado, y claro, si llegaba fuera de horario le descontaban el sueldo, y era mucho el descuento, como doscientas perchas, pero ese día el jefe le dijo que estaba despedido, no le dio razones, se lo tiró por la cabeza como un ladrillo, despedido, y Lu Xun se marchó a su casa, aguantándose la bronca, pero no iba a quedarse así nomás, eh, de brazos cruzados, que ya lo sabía que prefería estar muerto. A las pocas semanas de haber sido despedido se paró afuera de la fábrica y esperó. Tenía un cuchillo en la mano. La garganta de su jefe lanzó un chorro de sangre, como si fuera pus, y la cara de Lu Xun se desfiguró en el odio. El jefe cayó, extendió la mano y le preguntó quién era. Eso le preguntó. Lu Xun no lo podía creer: tantos años de maltrato y ni siquiera recordaba su cara. Eso lo decidió. Se agachó, le apoyó la rodilla en el estómago y le clavó nosesabecuántas puñaladas. Lu Xun huyó. Y viajó y viajó hasta casi olvidarse quién era. Sin ser ya trabajador ni desempleado, pero tampoco un asesino, él no lo sentía así (la percha estaba en una caja, esperando viajar), y se tomó un tren a cualquier lado, y después hizo dedo, y se reía por dentro mientras le daba charla a un conductor que lo arrimó a ningún lado, pensaba “si supiera que acabo de asesinar a mi jefe y lo bien que me siento”, pero se perdía Lu Xun entre las demás personas, sin saber quién era, y así viajó mucho tiempo y una tristeza extraña le ganó el pecho, y llegó hasta Sudáfrica, sin saber bien cómo y menos para qué, y qué importaba ya además, y cansado se sentó en la orilla, en el mismo lugar donde la gota antes limpia y con el brillito en el costado había muerto, transformándose en humedad.

2.5.08

El mejor precio

Dos cuadras y una nena que pasa de la mano de la abuela y otro nene en triciclo, son dos cuadras, miro el cielo suave y la brisa negra y una señora en el almacén, y son dos cuadras y llego al supermercado Coto. Algo cotidiano, se supone. Sin embargo, no hay experiencia más absurda en la vida de un ser humano. Es un mundo extraño. El guardia petisito en la puerta, flaquito como un escarbadientes, y los carritos, los grandes y los más chicos, casi siempre faltan los más chicos y sobran los grandes, porque la señora o el señor que compran no tienen plata como para llenar un carro grande, entonces el señor Coto le puso un carrito más chiquito, no vaya a ser cosa que se sienta mal el señor o la señora. Para que uno absorba el absurdo de ir a un supermercado, para que uno lo internalice como algo cotidiano o normal, somos entrenados día a día, desde que nacemos hasta que nos hacemos adultos e incluso, luego de un tiempo, encontramos placer en comprar con nuestra plata ganada con el sudor de nuestra frente la comida de todos los días. El queso está caro. Hay mucho queso. Pero está caro. Tengo un papel en mi bolsillo, dice diez pesos y tiene una cara, está impreso, con eso no compro lo suficiente, y empezamos a hacer los cálculos, que si compro ese pedazo de queso luego no puedo comprar aquella tapa de pascualina y la bebida, por lo tanto me conviene no comprar el queso e ir por la pascualina y la bebida, y eso sí, eh, que la bebida no sea tan cara, que sea de esas otras marcas que es igual pero distinta, mire, señora, mire toda la comida, toda la bebida, y usted pensando en su papel impreso a ver qué se lleva y aceptando semejante locura; pero ya ni digo locura, porque dentro de la locura hay siempre un poco de razón, entonces digo absurdo, es la lógica del absurdo: que si no compro esto entonces compro aquello y me voy con las bolsitas en la mano, feliz, a mi casa, a guardarlo para comerlo o para tirarlo si es que sobra, y para de nuevo, otro día, juntar un poco de plata e ir de nuevo, otro día, a comprarle al señor Coto, que tiene toda la comida acumulada, ahí, a dos cuadras de mi casa, y que sin embargo no es mía, no es de la señora ni será del nene del triciclo, es del señor Coto, que la tiene ahí, acumulada, te podés morir de hambre y sin embargo ver carne y más carne, fideos y más fideos, y el flaquito de seguridad de la puerta no es el que nos impide que agarremos algo si tenemos hambre y no tenemos el papel impreso, hay otro guardián mucho más poderoso, invisible, interno, y no es el Hombre Que Está Detrás De La Cortina, o lo es pero solapadamente, porque, pensemos, el flaquito de seguridad no es el señor Coto, no tiene plata, es tan o más pobre que nosotros, y las cajeras cobrando miserias tampoco son las que nos impiden agarrar comida si tenemos hambre y no tenemos papel impreso, no, o lo hacen pero no por voluntad propia, lo hacen alienadas, porque les pagan un sueldo para poder comprar la comida que acumula el señor Coto. ¿Cómo es entonces que todos, el guardia flaquito y las cajeras pobres y los consumidores, aceptamos sin más el absurdo de ir a un supermercado y que la comida se acumule y que tengamos que dar un papel impreso a cambio de un bien básico, indispensable para la supervivencia? Hay que hablar de un sistema monstruoso, hay que hablar de la escuela, de la familia, de los medios, de la represión cultural, es cierto, hay que hablar de todo eso, pero también hay que hablar de nosotros, sin nada arriba de nosotros, de la chica esa que trabaja para la empresa esa que vende ropa explotando inmigrantes y pagándoles dos pesos para después pagarle el sueldo a la chica esa que, orgullosa, bien gente bien, con ese papel impreso que cuesta vidas y cuesta angustia compra la comida y compra la bebida que el señor Coto acumula y que sin embargo, ah no, no le digan ladrón eh, es el señor Coto, no es un pirata, un traficante, pero mirá el estante ese en el supermercado de la vuelta de mi casa, es altísimo el estante, y hay un montón de comida, de fideos y arroz y duraznos en almíbar, y mirá el precio, tantos y tantos papeles impresos, no me alcanza, no los puedo llevar, y se quedan ahí, solos, sin ser comidos por quien los necesita, y yo me voy, con algo de comida, pensando que, bueno, que hoy como, que mañana comeré pero que si no tengo el papel impreso pasado mañana no como, y el señor Coto no me regala la comida, simplemente no me la regala porque no es suya, es mía; ¡ah, claro, ya sé que lo estás pensando, no me digas nada! Está el gobierno, están los políticos, no es culpa del señor Coto, pobre señor Coto que es un empresario honesto seguramente y que es uno más de nosotros y que es un laburante que empezó de abajo y seguro que todos queremos que a la gente le vaya bien en sus negocios, no por eso es ladrón, eh, no, entonces está el gobierno, si no tenés el papel impreso en tu mano no es culpa del empresario, no, es culpa de los políticos que son corruptos, que no hacen su trabajo, que no organizan correctamente la sociedad, pero entonces, pensemos de nuevo, no abracemos sin más el absurdo de ir a Coto y comprar lo que es nuestro, pensemos: si todo lo que hacemos, lo que producimos, lo hace la población más pobre del país o del mundo, es decir los asalariados a los que no les sobra el papel impreso ridículo, si ellos, si nosotros, somos los que producimos, ¿por qué es que después no lo podemos tener? ¿Para qué producimos si no podemos consumir? ¿Hay acaso algo más absurdo? Por la pereza mental, el aburguesamiento de las ideas, como quieran decirle, lo cierto es que semejante estupidez nos resulta normal y sustentable, y aceptamos que el papel impreso domine nuestras vidas cuando es expresión misma de la desigualdad más angustiante. ¿Para qué existe el dinero si todos podemos comprar lo que queramos? ¿No es ese el objetivo de toda “persona de bien”: la igualdad, la felicidad del prójimo? Pero entonces, ¿por qué el dinero? Si los pobres producen lo que después no pueden consumir, ¿por qué el dinero? Si los gobiernos existen para que no haya pobreza, ¿no es acaso la meta la desaparición del dinero, de la acumulación y del señor Coto? Si yo tengo papel impreso en mi bolsillo, es porque alguien no lo tiene; o mejor dicho, si yo tengo papel impreso en mi bolsillo es porque acepto las reglas de juego del señor Coto, y aceptándolas perpetúo un sistema sin futuro, absurdo, vacío, asesino. Si producimos el arroz, producimos el aceite, ¿por qué no repartirlo en lugar de venderlo? ¿Cómo es que nadie se cuestiona algo tan sencillo, tan básico? ¿A quién le estamos comprando qué cosa? El bebé llora y esos pañales, todos juntitos, con el elefante, rojos, y el bebé llora, y ese bebé que llora no parará de llorar nunca aunque luego, todos, llamemos a ese llanto felicidad.