8.5.08

Como dos gotas de agua

El chorro de agua caliente que desciende por la espalda del hombre que prendió la ducha para bañarse antes de ir a trabajar y que se divide en infinitas gotas que llegan y resbalan o se van directamente por el agujerito de la bañera y caen en las cloacas porteñas. Había una gotita que era limpia, más limpia que las demás, más transparente que las demás, y tenía un brillito en el costado; se fue furtivamente por las cañerías y se mezcló con otras gotas y a medida que descendía menos sabía quién era la gota limpia y más se ensuciaba y se transformaba en charco sucio contaminado, y así hasta salir, la gota de agua que había descendido, prístina, desde un tanque por la ducha sin siquiera limpiar al hombre que marcó su destino, así, la gota llegó hasta el mar y ni siquiera fue bebida por un pez gigante, no, simplemente viajó plácida en la superficie de otras gotas hasta llegar lejísimos y chocar contra la orilla de un sitio extraño y ser absorbida por la tierra y transformarse en humedad y perder el brillito del costado y morir. Entonces el hombre de la ducha cierra el chorro de agua caliente y se seca con la toalla morada, esa toalla que su ex novia compró cuando era novia y cuando decía que lo quería, claro que lo quería, bah, yo no sé si me quería pero no le guardo resentimientos, excepto que me gustaría que se llevase esta toalla porque cada vez que la uso me acuerdo de ella tan vivamente que y recuerdo cuando desnuda se ponía la toalla morada en la cabeza y yo la miraba y era estúpidamente feliz así que ojalá, sí, la voy a llamar, por ahí se enoja pero la voy a y le voy a llevar la toalla, que somos gente madura, no hay que andar con niñerías, ya pasó bastante tiempo casi (¿cuántos?) años, y cuelga la toalla en la percha que compró otra novia lejana, luego esposa, a otro novio, luego esposo y muerto al poco tiempo de casarse, compró la percha porque vivían en ese departamento y cómo no vas a tener una percha vos, Luis, dónde colgás la toalla, en la manija de la puerta la cuelgo, ay mirá si serás, yo te compro una percha, es más espera acá que ya vuelvo, así le dijo la novia después viuda y se fue hasta la esquina donde había ferretería y compró una percha que un hombre había hecho en China, ni el ex novio ni la ex novia ni los futuros y desgraciados esposos se enterarían, pero Lu Xun, así se llamaba el chino que hizo la percha para colgar la toalla morada, había tenido una mala jornada ese día que hizo esa percha, peor que casi todas las demás, excepto por esa vez que murió su madre y también lo suspendieron del trabajo por veinte días sin goce de sueldo por haberse quedado dormido, ese día fue duro, pero el día que hizo la percha esa, bueno, ese día fue malo, dos centavos le pagaron por el trabajo, pero eso no era nada, estaba acostumbrado, lo peor fue el jefe de Lu Xun, un tipo malvado, era malvado, yo no creía en el diablo pero era el diablo, todo lo malo era por su culpa para mí, para Lu Xun, que ese día se dijo, se juró, que prefería estar muerto que soportar otro día de su jefe, que lo miraba con ojos muertos mientras lo insultaba por nimiedades, que doce horas trabajaba Lu Xun y sin embargo era un holgazán para su jefe, además nunca se peinaba, y sí, es cierto, a veces salía apurado porque dormía poco, cuatro horas, a veces menos, y el pelo que tenía era rebelde, y era o llegar tarde peinado o llegar temprano despeinado, y claro, si llegaba fuera de horario le descontaban el sueldo, y era mucho el descuento, como doscientas perchas, pero ese día el jefe le dijo que estaba despedido, no le dio razones, se lo tiró por la cabeza como un ladrillo, despedido, y Lu Xun se marchó a su casa, aguantándose la bronca, pero no iba a quedarse así nomás, eh, de brazos cruzados, que ya lo sabía que prefería estar muerto. A las pocas semanas de haber sido despedido se paró afuera de la fábrica y esperó. Tenía un cuchillo en la mano. La garganta de su jefe lanzó un chorro de sangre, como si fuera pus, y la cara de Lu Xun se desfiguró en el odio. El jefe cayó, extendió la mano y le preguntó quién era. Eso le preguntó. Lu Xun no lo podía creer: tantos años de maltrato y ni siquiera recordaba su cara. Eso lo decidió. Se agachó, le apoyó la rodilla en el estómago y le clavó nosesabecuántas puñaladas. Lu Xun huyó. Y viajó y viajó hasta casi olvidarse quién era. Sin ser ya trabajador ni desempleado, pero tampoco un asesino, él no lo sentía así (la percha estaba en una caja, esperando viajar), y se tomó un tren a cualquier lado, y después hizo dedo, y se reía por dentro mientras le daba charla a un conductor que lo arrimó a ningún lado, pensaba “si supiera que acabo de asesinar a mi jefe y lo bien que me siento”, pero se perdía Lu Xun entre las demás personas, sin saber quién era, y así viajó mucho tiempo y una tristeza extraña le ganó el pecho, y llegó hasta Sudáfrica, sin saber bien cómo y menos para qué, y qué importaba ya además, y cansado se sentó en la orilla, en el mismo lugar donde la gota antes limpia y con el brillito en el costado había muerto, transformándose en humedad.

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