A Laura
Y de repente el cuerpo cede y morimos. No hay verdad más absoluta, más tremenda, y a la vez no hay mentira más banalmente cierta. Porque sí, porque una cosa puede ser verdad y mentira a la vez, y la muerte es una de ellas. Por eso nos causa semejante desgarramiento. Vivir y morir son dos cuestiones indisociables y a la vez opuestas, del mismo modo que la muerte es verdad y es mentira. Es verdad porque es una certeza de nuestro destino: nacemos para morir, pero no morimos para nacer. Morimos y chau. ¿Hay vida más allá de la muerte? Si la hay, no es vida: es muerte. La muerte es siempre muerte, es angustia existencial, es ausencia. Porque cuando muere alguien que conocemos se nos muere una parte de nosotros, y cuanto más cercana es la persona más comprometidos quedamos emocionalmente o psicológicamente o espiritualmente (¡qué difícil usar estas palabras, tan manoseadas!). La muerte de los demás y la muerte propia es una sola: una gran mentira que nos cala en el pecho y no nos deja respirar. Es una mentira tan enorme ese constante porvenir de la muerte, que nos aterroriza como sólo una verdad podría hacerlo. Porque lo cierto es que estamos vivos, que somos animales, pero que también somos hombres y que por lo tanto nos damos cuenta que morimos. Pero ese darse cuenta no es la verdad absoluta, es una percepción constante de algo que vendrá, sin dudas, pero que cuando llega ya es demasiado tarde, ya pasó, ya no somos. Maravilloso sería vivir sin pensar en la muerte, aunque en realidad es algo propio de la naturaleza humana hacerlo. ¿Será por eso que somos seres tan despreciables y a la vez tan maravillosos? Hemos armado una sociedad tan compleja que ya nos olvidamos para qué la armamos. Y sin embargo, la pulsión de muerte está siempre allí, acechándonos como la mentira más absurda. La cuenta regresiva es dolorosa, pero más doloroso es el proceso que nos lleva hacia la muerte. El Mal es la enfermedad, como te dije una vez. Cualquier enfermo lo percibe. Es lo que nos hunde en el barro de nuestra existencia. No hay respuesta ante el cáncer, por ejemplo. No hay juez que nos castigue con una enfermedad. Uno simplemente está sano y después enferma y muere. Queremos encontrarle una explicación, una causa, que es el tabaquismo, lo ambiental, que no tenemos obra social, que es Dios, que la ciencia no progresó lo suficiente. Es en cierta medida lógico: el fin nos acecha como una verdad tan tangible que ya no puede ser mentira. Y no obstante lo es. No logramos resignarnos al absurdo. Ojalá llegue pronto el día en el que abracemos al absurdo, al sin sentido, y a partir de ahí creemos sentido, significado, verdad. Todo lo profundo en el hombre es una gran mentira, pero si la mentira es lo suficientemente poética será verdad, y una verdad tan grande que ya no podrá ser mentira jamás. No nos queda otra que abrazar el absurdo y darle significado. Como le dijo Scully a Mulder en ese capítulo que vimos hace poquito: “cuando estaba luchando contra mi cáncer, estaba enojada por la injusticia de eso y el sin sentido. Y después me di cuenta que en realidad era una lucha por darle significado, para darle sentido. Eso es la vida”. Como ese pastito que nace del medio de un edificio horrible, luchando contra todo; como esa florcita en el medio de la tierra seca, que se asoma, solita, absurda y bella, así deberíamos ser. Mirá, estas mismas palabras que te escribo no significarían nada si no estuvieras vos y si no estuviera yo acá tratando de darles sentido, con toda la fuerza, enredándome, rompiéndome, todo para que estos dibujitos raros que llamamos letras y que todas juntitas forman palabras efectivamente digan algo. Lo mismo sucede con la vida en general. Y con la muerte. Y sobre todo con el absurdo. No podemos vivir en el absurdo, pero tampoco podemos negarlo. Por favor, basta de iglesias monstruosas, basta de burocracias monstruosas, no inventemos dioses para que nos aprisionen, inventemos dioses para que se rían con nosotros. ¿No debería ser esta nuestra tarea diaria? Pero mirá el palacio de Tribunales, mirá el edificio del Congreso, mirá la iglesia majestuosa y las torres de diez mil pisos: es el hombre queriendo vencer al absurdo, no abrazándolo. Es como una pequeña hormiga que se pone en guardia para atacar un tigre. No debemos atacar al tigre, debemos parecernos al tigre para luego anularlo. Debemos mimetizarnos a tal punto con el tigre que ya no sepamos si somos tigres u hormigas, dioses u hombres, flores o estrellas. Entonces, una verdad: la única manera de vivir es siendo Don Quijote. Ya estamos acá, ¿no? Qué le vamos a hacer. Nacimos, entramos en el juego de una sociedad que no nos pertenecía pero que nos tiraron por la cabeza, y en algún momento nos enteramos que morimos. Irremediablemente morimos. ¿Qué hacer? Pues volvernos locos y luchar contra los molinos de viento. No se puede hacer otra cosa. Pero que los molinos de viento no sean molinos de viento sino monstruos gigantes que nos acechen, a nosotros nobles caballeros andantes. Don Quijote era loco porque estaba cuerdo: había abrazado al absurdo para darle significado. Acá estamos, no somos nada, apenas unos lectores, pero no hay nada que nos impida crear la fábula de nuestros días. Don Quijote pugna por irse de aventuras, y salvar princesas que en realidad no existen, y el pobre Sancho Panza cree que su amo está loco, cada vez más loco, pero al final del viaje ya no será el mismo: le habrá encontrado significado a su vida, que era nada, que era medio pelo, que era todos nosotros. Quijote lo saca a Sancho de su casa y lo arrastra en su locura, y lucha tanto por volver su fantasía una realidad que lo logra por momentos. No hay cosa más triste ni más bella que la historia del Quijote y de Sancho, que es la historia de todos los hombres, de lo que deberíamos ser y de lo que tristemente somos. En la calle vemos mucha gente, en la televisión nos tiran información todo el tiempo, estamos conectados e interconectados por internet, ¿y para qué? Para ser eternos Sanchos sin Don Quijote. ¡Es tan doloroso! ¿Qué son las publicidades, qué son las relaciones sociales, qué es la moral, qué estamos haciendo? ¿No es ésa la gran enfermedad del hombre, la de tirar el significado de la vida por la borda? Evitamos hablar todo el tiempo de la muerte, y haciéndolo no logramos otra cosa que no parar de hablar de ella. Esa violenta manera que tenemos de huir al absurdo no hace más que arrojarnos a él. ¿Para qué grita ese hombre en la televisión? ¿Para qué me estoy subiendo a este colectivo? ¿Para ir a trabajar? ¿Adónde, para qué? ¿Estoy abrazando el absurdo y haciendo poesía con lo que hago de mi vida? ¿No? Entonces algún día enfermaremos, y tendremos la dura lucidez del que, aterrado ya por el vacío, no puede sentir más que la muerte, que con pisada firme y pesada nos dice: “construíste tu vida negando el vacío y ahora yo, que soy la nada misma, vengo a ponerle fin a todo esperanza”. Muchos enfermos abrazan la religión, porque la religión es una manera de darle significado al absurdo. El problema es que toda religión es falsa desde su nacimiento, al tomarse en serio la vida, al poner más allá el placer. Y lo hacen porque las religiones fueron fomentadas y sostenidas en el tiempo por gente poderosa, gente que abrazó el absurdo y le dio el significado de su avaricia y de esa manera se encerró en su propio absurdo y se consumió, y ya no fomentó religiones, si no el culto al dinero, que es verdaderamente el culto al absurdo. Y ahora la religión es fe y dinero, guerra y dios. La religión es un opio. El opio sirve para caer en el absurdo, para pensar en fábulas, en mitos, para creerlos, y mantener la vista alejada de la realidad. No para crear. Lo mismo ocurre con el dinero. El pesimista dueño del mundo dice: “yo he visto la cara de la muerte y es la nada, y quiero dominar el mundo para darle significado a esta vida absurda”, pero se equivoca, porque en su ansias de poder termina por destruir y odiar la vida; el pesimista del rebaño dice: “la vida no tiene sentido, me quiero suicidar, me quiero arruinar a más no poder” y llora y no para de llorar y de tener bronca, pero es en verdad un niño que busca ayuda, que espera que vengan otros a ponerle sentido a la realidad, y cree que diciendo que la vida no tiene sentido está siendo el más profundo de todos, pero no: que la vida no tenga sentido debería ser la alegría que llene de gozo el corazón, debería ser el punto de partida de nuestro crear. Dice el optimista: “la vida es buena porque no miro más allá, vivo en el presente y acepto todo como viene”, pero no se da cuenta que es el pesimista más grande de todos al negar el absurdo y buscar un paraíso terrenal en lo huidizo del hoy y en lo prefabricado. Ese hombre no crea, si no que destruye más que todas las guerras del mundo al perpetuar su paz de plástico, su sentido común; ese hombre ama la muerte, no la vida, desprecia el absurdo pero vive en él. “Ah, la vida es tan poca cosa” dicen todos: los que toman cerveza en la esquina, los que manejan apurados en la avenida, los que están el parque estudiando, los que andan de la mano como demostrando que se aman. Es el invisible cinismo que nos domina. “La vida es poca cosa”. ¡No hay nada más grande que la vida, salvo nosotros, que creamos la vida y que debemos crear la muerte! Mirá alrededor: no hay más que esto que ves. ¿Te parece poco? Es porque no sabés mirar bien. ¿Te parece poco que el sol te ilumine y que te haga levantar y caminar y que abra las flores? El sol no es más que sol, porque no puede ser más que eso, porque no hay nada superior al sol ni nada por debajo del sol. ¿Creés que la vida es poca cosa y querés encontrar algo más? No hay nada más que la vida, pero la vida es grande, enorme, y nosotros somos más grandes aún en nuestra pequeñez. Nos morimos, todos, y nuestra muerte no será romántica, será sucia, horrible, penosa, pero ¿no está precisamente ahí nuestra posible grandeza? Cualquier muere siendo un héroe o sabiendo que resucitará a los pocos días. No somos dioses, porque los dioses no existen, y por eso debemos crearlos y luego asesinarlos, para volver a darle significado al absurdo y para reírnos de los dioses que creamos, y para mirar la flor y comprenderla sin decir nada, y para danzar en el vacío, danzar como un dios danzante.
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