8.10.08

La fascinación perdida

Anoche no me podía dormir pensando en el cine de mi pueblo. No era nostalgia, era ardiente curiosidad, ganas de saber quién había levantado semejante teatro, semejante mastodonte cinematográfico, en un pueblo de treinta mil habitantes, quizás menos todavía cuando se construyó, y que hoy duerme angustiado, lleno de telarañas y murciélagos, impertérrito, ajeno, hermoso, solo; y por otro lado, eran nervios, picazón por las ganas pero más que por las ganas por la necesidad de hacer algo, restaurarlo, ponerle mejor sonido, respetar su estilo pero pulirlo, dejarlo a nuevo, para que luego nadie vaya, para que luego me quede solo en la entrada, agradeciendo a los pocos valientes que entren y prefieran pagar un poco más elevado para ver el último blockbuster antes que alquilarlo en un DVD trucho. Me duele el cine de mi pueblo. Fue de repente. Siempre estuvo ahí, muchas veces, cuando voy a mi pueblo, paso por ahí y lo veo (está cerrado, callado), pero recién ahora me doy cuenta que alguien lo construyó y que lo construyó porque iba mucha gente, y es un cine hermoso, digno, teatral, de esos que ya ni siquiera existen en Buenos Aires. Me angustiaba de pensar cuánto tardarían en tirarlo abajo; me angustiaba y no me dejaba dormir. Yo mismo, de chico, fui varias veces al cine de mi pueblo, y fue mi primer contacto directo con el cine, más allá del VHS. Las butacas son de madera, incómodas, pero son muchas, y hay un segundo piso incluso (cuando se estrenó Titanic lo tuvieron que habilitar de la cantidad de gente que iba; fue el último momento glorioso de la sala), a los costados hay como balcones, pequeños receptáculos en los que entran cuatro sillas. Cuando era chico sentarse allí era un lujo, y desde ahí allí vi Pocahontas, la de Disney, y una de Batman, la de Jim Carrey como el Acertijo. Ambas me parecieron increíbles. Todas las que veía me parecían increíbles, porque el sólo hecho de ir, de comprar turrones, elegir el lugar, sentarse, que las luces se apagaran (todo el mundo gritaba cuando las luces se apagaban), y que se proyectara algo, sea lo que sea, era maravilloso. El cine de mi pueblo sigue siendo maravilloso, quizás la única maravilla de mi pueblo, pero está adormecido, lo tienen dopado, no lo miran, lo ignoran, no se dan cuenta de la maravilla que tienen y que basta con sólo un dedo que apriete un botón que encienda la máquina y con otro dedo que apague la luz para que la vida comience, la maravilla da todo, el cine crea magia, el cine da vida, el cine es la vida, y el cine es más que la vida, y ahí anda la vida en mi pueblo, tirada, sucia, pero hermosa, siempre presente en su pasado. Después, siendo yo un poco más grande, alguien decidió reabrir el cine. Cierto día por un equívoco enviaron "Hana Bi", de Takeshi Kitano. La proyectaron igual. Yo había viajado días antes hasta Buenos Aires sólo para verla (dos horas de viaje). La fui a ver de nuevo igual. Éramos dos en toda la inmensa sala: mi papá y yo. Me gustó más que en Buenos Aires, aunque se veía y se escuchaba peor. El día que proyectaron a Kitano en el cine de mi pueblo yo la fui a ver, y salí con el pecho henchido, viendo a mi pueblo diferente, percibiendo de otra manera los olores. Ésa es la magia del cine (magia en un mundo que desterró la magia). Luego el cine cerró, y luego volvió a abrir, pero yo ya no estaba, me había venido a Buenos Aires a estudiar y, claro, a aprovechar la cultura de una gran ciudad, como el cine. Pasaron largos años hasta que caí en la cuenta: no hay tanta diferencia entre los cines de Buenos Aires y el cine de mi pueblo. Es decir, la hay, pero las ventajas y desventajas finalmente quedan empatadas, con una diferencia enorme: a mí no me angustian ni me impacientan ni me queman por las noches los cines de Buenos Aires, pero sí el cine de mi pueblo. Acá, en la ciudad, casi todas las salas de cine como la de mi pueblo cerraron, se convirtieron en iglesias de pastores brasileños o en estacionamientos; cuando voy a ver cine acá generalmente lo hago en los grandes complejos, muy cómodos, con olor a comida rara, con salas pequeñas equipadas con tecnología último modelo (o casi), y cada vez voy menos, cada vez la gente en general va menos, porque el precio de la entrada es altísimo, casi delirante, porque el público de acá es insoportable en general y se preocupa más por mascar pochoclos ruidosos que por ver una película y sentir el ruidito del proyector (la gente, los jóvenes, cada vez están más anestesiados, cada vez se sorprenden menos, cada vez son más grandes y estúpidos). Acá, la gente a la que supuestamente le gusta el cine va a salas especializadas, como la Lugones. Yo fui varias veces a la Lugones, pude ver grandes películas allí, pero siempre con cinco o diez espectadores más, y la mitad eran jubilados que se dormían o molestaban, y la sala es cómoda pero chiquita, la pantalla es chica, no hay turrón, y no se compara con el cine de mi pueblo. Por eso digo que no hay tanta diferencia: al fin y al cabo siempre termino viendo cine en una sala vieja con tres o cuatro personas. Veo "mejor" cine, es cierto, pero la fascinación ya no está, se esfumó. No sé quién es el dueño del cine de mi pueblo, nunca me lo había preguntado, simplemente el cine estaba (ahora está cerrado, parece que para siempre) y yo no me preguntaba, no me daba cuenta, hasta ayer, cuando no podía dormir pensando en esa sala enorme, en la alegría inconmensurable que tenía de chico cuando salí de ver El Último Gran Héroe, y diciéndome "algo hay que hacer, algo se puede hacer, el cine no puede cerrar, no pueden derrumbar ese edificio", pensaba eso aunque no sé si lo derrumbarán o si quizás algún loco se anime a abrirlo de nuevo alguna vez; sólo lo pensaba y el pensamiento era un cosquilleo nervioso, unas ganas de hacer y la certeza de saber que no se puede hacer nada, que hace falta mucho dinero, y que al fin y al cabo ya a nadie le interesa el cine. Entonces imaginé una marquesina luminosa en la entrada, la foto de grandes directores en la sala de entrada, el olor de garrapiñada y el gusto a turrón, el señor que corta los boletos, la puerta que se abre, la alfombra, la cortina, y las butacas de la sala repletas de público, con una gran pantalla en el fondo, luminosa entre la oscuridad, el ruido del proyector, y la película que empieza y el mundo que empieza y la vida que rueda como el celuloide y yo que finalmente logro dormirme.

1 comentario:

Cassandra Cross dijo...

Si algún día van para Gualeguaychú, no dejen de pasar por el Cine Teatro que está en calle Urquiza, casi 9 de Julio. Se parece asombrosamente al teatro de tu pueblo, y fue casi mi único contacto con el cine hasta que entró el VHS en nuestra casa (para la misma época que el cable...)
Saludos, gracias por esta evocación sentida.