Caminaba por Tucumán como quien no quiere caminar, arrastrando los pies contra el barro seco, mirando el cielo y las nubes y sabiendo que todo era absoluto, que no había más allá, que su mirada lo abarcaba todo hasta el fin. Sin saberlo, era sabio. Como pasa siempre con los sabios. Los sabios que saben que son sabios son ostentadores, falsos profetas, ladrones, mentirosos, escoria. Él era un hombre sabio porque era profunda la tierra que pisaba, porque contento estaba de sólo estar estando. No sabía lo que era un amigo porque no entendía lo que era desconocer a alguien, ignorarlo, no aceptarlo como un conocido, como un hermano. Por las mañanas arreglaba un auto viejo que tenía, pero sólo por arreglarlo, no quería ir a ningún lado. Estaba ahí, viejito, le dio pena, y lo estaba arreglando. Su mamá vivía en la casa de enfrente, era viejita como el auto, oxidada, sin colores, desgastada. Nunca le había dicho que la quería a la mamá porque no hacía falta decir que la quería. ¿Por qué habría él de no querer a alguien? No comprendía la distancia, simplemente porque la distancia es un concepto enfermo. Estaba ahí, simplemente, ahora, simplemente, pero sin saber que estaba ahí y ahora. Eso sí, había que trabajar, porque una vez los zapatos se le desgastaron y no pudo comprarse unos nuevos. Entonces tuvo que trabajar. Con sólo dieciocho años construyó una casa, junto a otros amigos, que después tuvo que abandonar. Era una casa linda, enorme, un trabajo de esclavos, y le dio pena dejarla solita, como al auto y como a la mamá, a los que tuvo que dejar para ir a trabajar. Tanto trabajo para que después vinieran otros extranjeros a quedarse con la casa. Y entonces, como un relámpago, supo de la existencia de otros, de desconocidos, conoció al distante, al enemigo. Había alguien que no era amigo, y era el dueño de la casa. No lo conocía, nunca lo había visto, no era de Tucumán, y se quedó con su trabajo. Le dio bronca, y se prometió no trabajar más para otro. Al otro día arregló las goteras de su casita, después le pintó el dormitorio a su mamá; luego se hizo una granjita en el fondo (tomate, lechuga, zanahoria, para empezar). Se sentía bien. A la mañana siguiente caminó hasta el centro para comprar repuestos para el auto. Así pudo vivir tranquilamente durante un tiempo, hasta que su mamá se enfermó gravemente y no pudo darle los remedios que necesitaba. Había que trabajar de nuevo, de lo que sea, cuanto antes. Le prometieron cien pesos por subirse a un micro e irse hasta Buenos Aires. Tan lejos, pensó él, ¿qué voy a hacer allá? Le daba pánico dejar de pisar la tierra. Pero lo hizo. Durante el viaje la angustia lo envolvió como una sábana de fuego helado. Pensó en su casa de antes, la de su mamá, y en lo inmenso que era todo entonces, de chiquito, el dormitorio como una nave, el comedor como un estadio, el patio como un bosque, y era tan sencillamente feliz sin saberlo. Y ahora en ese micro lo desgarraban, lo arrancaban como a un yuyo. El viaje lo alejó del cielo, para siempre. Al llegar a la Plaza de Mayo, se espantó al ver a tanta gente que lo ignoraba, a tanto desconocido, a tantos como él y sin embargo tan diferentes. Estaba perdido, con un poco de bronca, cuando en un momento de lucidez se dio cuenta de algo inexpresable, indecible, un pensamiento que no era todavía pensamiento y que por eso era bello como el viento: simplemente el sol amable de otoño le dio en la cara y lo comprendió todo sin palabras. Luego pensó en Tucumán, en el regreso, y se le borró la noción del tiempo y del espacio y una farola le partió la cabeza y lo mató.
-La noticia-
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1 comentario:
Impactante, tristísimo y bello.
Gracias :-)
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