28.6.08

El nacimiento de la tristeza

Era una isla gigante. Era un continente pequeño. Lo empequeñecieron los hombres de barba y barcos y armas. En aquella tierra un hombre se levantó de las arenas, tuvo hambre, y conoció a otro hombre y a otra mujer. Lloró. Cerró los ojos y pensó en un mundo futuro, donde el raspón que tenía en la rodilla no se le contagiara a todo el cuerpo y no le debilitara el espíritu. Se lo dijo a la mujer, con sólo mirarla. El otro hombre que había conocido murió devorado por un tigre. Gritó, gritó, gritó, tan fuerte, gritó, tan fuerte que el desierto se destrozó y dejó de ser desierto para ser ciudad y civilización y barbarie y confusión. El hombre tuvo un hijo con la mujer. El grito cesó por un instante. (Pero llegarían los hombres de barba y barcos y armas y el hijo del hijo del hijo del hijo de ese hijo que ahora tenía el hombre moriría esclavizado). Lloró tanto por sobrevivir. Por las mañanas temía por su vida al cazar, pero por las noches se recostaba y miraba el cielo y las estrellas que todavía no se llamaban estrellas y sentía el corazón henchido de compasión y de alegría, sólo por ver las estrellas: alguien lo miraba, algo había más allá, algo que no comprendía pero que sin dudas existía. ¿Cómo no existir? Lo estaba viendo: eran las estrellas, era la enorme luna como un dios hermoso, la oscuridad que lo sobrecogía. Luego, el sol salía y un pájaro lo despertaba, no había sonido más hermoso que el del pájaro que lo despertaba. Intentó imitarlo, silbando, gimiendo, y golpeando piedras imitó los truenos. Ese día cazó un tigre. Usó la piel para disfrazarse de luna, y danzó bajo las estrellas, alrededor del fuego, silbando y gritando y golpeando piedras. La noche era un manto de misterio. En el camino de su vida encontró a muchos hombres, y con un esfuerzo inexplicable se comunicó con ellos. Eran sus hermanos. ¿Dónde termina todo esto, esta tierra?, les preguntaba. Y ellos le decían: no termina nunca, miramos la vastedad como la gota de río mira la costa distante. Eso le decían. Pasaron muchos años que los hombres llenaron con historias y con dioses que eran amigos, y pasaron más años, hasta que el hombre de barba y barcos y armas asesinó todo, hasta las noches y las lunas. Le pusieron rejas a la tierra y le dijeron al hombre que dejara las piedras y los bailes, que más allá había más tierra, sólo eso, y que era de ellos, de los hombres de los barcos, y que después no había nada, que el cielo era hastío, que la luna una piedra, que las estrellas estúpidos fuegos, todos soles que se apagarían. El hombre bajó la cabeza y se puso a picar piedras. Pero cantaba. El hombre construyó pirámides sin entenderlas. Pero cantaba. El hombre tenía la piel rajada por el sol, el mismo sol que antes lo despertaba. Pero cantaba, recordaba al pájaro de las mañanas y cantaba. Otro hombre (el hijo del hijo del hijo del que había sido devorado por el tigre)le comentó que muchos sufrían como ellos, no tan lejos, y que los hombres del barco estaban por todos lados, que ya la tierra no servía más, que habían descubierto otras tierras y que los iban a llevar para allá. Y lloraron y se pusieron a cantar. Los metieron en un barco, viajaron días y noches sin comida, con ganas de morir, con miedo a la vida y no ya a la muerte. Llegaron a la tierra nueva. Los pusieron a plantar y recoger algodón. Al hombre los dedos le sangraban, y por las noches no cantaba, sólo quería cortarse las manos por el dolor. Días enteros lastimándose los pobres dedos lo hicieron odiar la tierra y hasta maldecir las estrellas. Se olvidó de todo, la bronca lo había bloqueado, le había quitado toda dignidad y memoria. Años oscuros pasaron, hasta que la pena, una pena profundísima, le iluminó el espíritu: debía unir el grito y el canto para ser libre. Así, mientras las manos se le partían al recoger el algodón, cantaba, cantaba acerca de la angustia con alegría, cantaba sobre las penas con alegría. Era su razón para vivir entre tanta tristeza. Las cosas, mágicamente, se volvían bellas, encontraban sentido. Cierto día le dijeron que era libre, que no tenía que recoger más algodón. Marchó a la ciudad. Se sintió desolado, aplastado por los edificios, y en una estación de trenes murió de neumonía. Su canto, no obstante, permaneció y "todo mi amor es en vano, todo mi amor es en vano, cuando el tren se marchó de la estación la miré en el ojo, cuando el tren se marchó de la estación y la miré en el ojo, bueno, me sentí en soledad, me sentí muy solo, y no pude evitar ponerme a llorar".

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