31.7.08
Otros mundos
Un mundo mejor no, otro mundo. Y es sencillo, nada utópico, si por utópico pensamos en aquello que se ubica en la región de lo romántico, de lo que está allí como un ideal abstracto, quijotesco. No. Un mundo distinto, que a la vez sea otros mundos, porque todo mundo único, unidireccional, es un mundo de tiranos y alienados; por lo tanto, eso: otros mundos, varios, todos diferentes y ricos, nada de "somos todos iguales", todo de "somos todos distintos". Y para construir esos mundos hacen falta por lo menos estas dos cosas: que el cirujano recolecte la basura y que el basurero se haga poeta; y que la imaginación nos marque el camino de todas las decisiones que tomemos. La imaginación no conoce límites, por eso es épica; lo contrario a la imaginación es la utilidad, lo útil: un edificio estancado en medio de una avenida. Ya lo dijo Oscar Wilde en el prólogo de El Retrato de Dorian Gray: "A un hombre le podemos perdonar que haga algo útil siempre que no lo admire. La única excusa para hacer una cosa inútil es admirarla infinitamente. Todo arte es completamente inútil". Debemos vivir en un mundo que admiremos profundamente. Lo que Wilde nos dice es: sólo podemos construir algo útil, algo que sirva, que sea pensado, creado y ejecutado con un fin concreto, si a cambio no lo admiramos, es decir si nos alienamos de él, si no lo reconocemos ni nos reconocemos en él, si somos fríos ante lo que creamos. Si creamos un mundo inútil viviremos en armonía, porque ya no nos guiará el dinero ni la utilidad económica para fabricar ciudades y muros, computadoras y basureros; nos guiará la belleza, lo volátil, lo ligero, no la pesadez de la moral ni de la economía de mercado. Cuando un hombre está problemas, y pongamos que ese hombre es poderoso y debe solucionar dramas de su población, un presidente por caso, entonces debe recurrir a su gabinete para que lo asesoren. ¿Y de qué se trata esta asesoría? De la bajada a tierra de las soluciones. ¿Y qué se entiende por "bajada a tierra"? De la anulación de toda posibilidad no sólo de ejecutar lo que imaginamos, sino también de negar el ejercicio de la imaginación. A los problemas graves, soluciones concretas, útiles, efectivas. Pero debería ser así: a los problemas graves, soluciones imaginativas; o mejor: la imaginación como solución en sí. Si el hombre poderoso estuviese dispuesto a imaginar y a llevar a cabo esa imaginación (porque de nada sirve ser un soñador eterno y vivir en lo abstracto), entonces sería capaz de crear otros mundos, otros caminos, otras soluciones; pero resulta que no hay nada más peligroso que un hombre poderoso que usa su imaginación. De hecho, es tan peligroso que no existe. Y si existiese sería acusado de subversivo mucho antes de ser poderoso. El requisito para ser poderoso exige la eliminación de la imaginación, sencillamente porque ser poderoso implica acoplarse a lo que ya está. Pongamos otro ejemplo: de niños todos fuimos imaginativos, unos más que otros, es cierto, pero básicamente no teníamos el bloque mental que nos instalan de más grandes. Para el niño no hay límites: puede tener amigos imaginarios, construir ciudades con piedras, hacen que un pedazo de papel sea un barco, y realmente crear ese mundo para él, hacerlo tangible y vivir allí cómodamente. El niño no comprende la realidad como un bloque de cemento inalterable; para él la realidad es maleable, fresca, un espacio para inventar. ¿Qué pasa luego que terminamos aceptando todos una realidad uniforme? ¿Qué pasa que para todos la vaca es una vaca? ¿Qué pasa que ya no tenemos amigos imaginarios? ¿Qué pasa que cuando alguien tiene un amigo imaginario y es grande lo tildamos de loco y lo encerramos? ¿De dónde sale esa represión hacia todo lo que va más allá de lo cotidiano? ¿Desde cuándo creemos que la realidad es una e inalterable? La respuesta está en dos instituciones fundamentales de la sociedad: la familia y la escuela. Tanto la madre como la profesora actúan como represoras de la imaginación desbocada del niño, ¿y para qué? Para educarlos. Por educación se entiende que ya no piensen, o mejor: que piensen pero para un solo lado. Educar es moldear mentes, como se sabe, darles una forma determinada. La escuela educará al niño en lo estricto, en lo formal; pero la familia lo hará en lo cotidiano, le enseñará las maneras de proceder ante la vida, hasta que al fin, ya cansado y temeroso, acepte una manera de ver las cosas y la haga propia, y vea la realidad como una cárcel de la que no se puede salir ("la vida es una cárcel con las puertas abiertas"). Lo dramático de todo esto es que cuando se nos plantean angustias en la vida adulta, como la muerte, no encontramos respuestas más allá de las que se supone debemos encontrar. Y claro, las respuesta siempre son insatisfactorias, porque no son imaginativas, no son propias, nos vienen dadas, ya masticadas, y ni en la escuela ni en la familia nos educan para enfrentar la muerte; o mejor dicho, al negarnos la posibilidad de otros mundos nos niegan la posibilidad de que nosotros, a través de nuestra creatividad, esbocemos no una solución pero sí posibles respuestas o nuevas preguntas para el drama de la muerte, que vayan más allá de los conceptos vacíos que nos inculcan, conceptos generalmente religiosos, y cuando no, conceptos que se relacionan con el "viví hoy y divertíte", que es una forma de decir "no uses tu imaginación, seguí la corriente, aceptá todo exactamente como está". Ocurre también que la imaginación es costosa materialmente. Un ejemplo: hay un arquitecto imaginativo que no quiere hacer el típico edificio en bloque que se hace en todos lados, y se propone crear un edificio en forma de zanahoria. Sí, una locura, ¿para qué? ¿con qué sentido? Claro, el arquitecto pensó que así alegría la ciudad, que le daría otro sentido a su trabajo, que le pondría inutilidad a la vida, es decir belleza, arte; pero no: hacer un edificio con forma de zanahoria es ridículo, ¿y por qué es ridículo? Porque requiere mucho gasto de dinero que se podría ahorrar haciendo un edificio común, sencillo, como todos. Por lo tanto, el dinero crea una realidad que pone a la utilidad en la cima de las prioridades, y tacha todo lo imaginativo como peligroso y resignado al mundo de la cultura. Ahora vemos porqué en la escuela les interesa tanto cortarnos la imaginación desbocada que tenemos de niños. Sin embargo, éste es sólo uno de los requisitos para crear otros mundos. El otro tiene que ver con el trabajo, con los oficios, con los lugares que ocupamos en la sociedad... digámoslo con todas las letras: con la división del trabajo. El poeta, el artista, en este mundo, ocupa un lugar vergonzoso, casi el mismo lugar que ocupan los millonarios, un lugar conseguido mediante la explotación de otros. Claro, ningún artista (esa gente tan sensible y comprometida con la vida) lo va a aceptar, y si lo hace es a regañadientes, pero lo cierto es que dedicarse al arte constituye un lujo, como bien lo señala Roberto Arlt: "orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales". Arlt sentía dolor de tener que trabajar como empleado (lisa y llanamente, ser esclavo) y al mismo tiempo sentir el ardor de la escritura dentro de sí. Y lo sentía porque en este mundo no es dado que un trabajador sea también escritor, así como no es posible que un médico sea plomero a la vez. El plomero nació y morirá plomero, nos dicen. Y nosotros lo aceptamos, claro, porque (¿recuerdan?) no hay otra realidad que ésta, y si la hay es producto de los locos, del mundo de lo abstracto, de los artistas. De allí viene la idea de que el artista tiene la necesidad ética de involucrarse políticamente para crear otros mundos, otros mundos donde el arte no sea resignado a ser una pieza más del engranaje y donde el escritor, el músico, el poeta no vivan una situación de privilegio, y donde todos tengamos la oportunidad de ser escritores, músicos o poetas, por más que tengamos menos o más talento. Al fin y al cabo, lo del talento es algo accesorio: si uno tiene la necesidad de expresarse debe hacerlo, y si esa necesidad es genuina saldrá pues algo genuino y valioso. Como se dice en la película Ratatouille: cualquiera puede cocinar, pero no porque cualquiera tenga el talento, sino porque un buen cocinero puede provenir de cualquier lugar, incluso del lugar más humilde. Todos debemos tener la oprtunidad de expresarnos cotidianamente, no ya para "vivir" de eso, sino por una necesidad básica, como lo es comer y abrigarse en invierno. No obstante, resulta que cada uno tiene su tarea determinada, y todo resulta tan bello y amoroso cuando el niño devenido en adulto es doctor (por lo menos es bello y amoroso para la madre) o cuando el hijito triunfa como músico popular. ¿Pero acaso alguien nace para ser basurero? Es una tarea noble, pero más que noble, necesaria, alguien debe hacerla. ¿Por qué condenamos vidas enteras (y siempre de personas más bien pobres) a realizar esa tarea? Para crear otros mundos debemos eliminar la división del trabajo, borrar la línea que separa al ingeniero del verdulero, y al mozo del poeta. Si esto no se da, podremos vivir en mundo más equitativo o más justo en niveles macroeconómicos, pero jamás seremos felices, porque alguien que es despojado de su imaginación y obligado a ejercer una sola profesión por el resto de su vida no puede desarrollarse plenamente como ser humano. La diferencia es abismal: o vive cada en su mundo que resulta ser el mismo mundo siempre, o vivimos todos en una comunidad donde el plomero nos componga un soneto mientras arregla el termotanque. ¿Les parece ridículo? Los entiendo... es triste es vivir sin imaginación.
22.7.08
Patas de cabra
Juan era un chico normal de ojos celestes. Su madre lo cuidaba por las mañanas, antes de ir al colegio. Su padre lo besaba por las noches, antes de que se durmiera. Los dos le contaban cuentos de chico, y ya de grande lo alentaron a que leyera, a que conociera el mundo que lo rodeaba y viviera la vida plenamente. Juan era un buen alumno, aunque no sobresaliente, sus notas tenían un promedio de siete cincuenta, tirando a ocho. Nada mal. Su madre estaba orgullosa por eso y no evitaba hacérselo saber. "Te espera un futuro brillante, hijito", le decía acariciándole el pelo. Para Juan sin embargo el futuro no existía, tenía sólo once años y su vida era un continuo y feliz presente. Tenía dos mejores amigos, con los que por las tardes iba a jugar a la pelota. Nada de videojuegos, "que te vuelven bobo y malo", le decía su papá. Juan lo aceptaba y hasta se sentía bien por no ser como los demás. Pero un día, así como si nada, a Juan le salieron orejas de chancho. Su madre fue la primera en notarlo. Lo llevaron al médico de inmediato, pero el médico no supo darles una explicación científica. "Le salieron orejas de chancho, eso es todo", fue su diagnóstico. El papá lo miraba con cara de preocupación a Juan, quien no entendía muy bien por qué tanto lío y se preguntaba si sus orejas de chancho eran el castigo por algo malo que había hecho. Al otro día, con mucho esmero, su mamá le tapó las orejas con un peinado algo extravagante. Por un momento todo volvió a la normalidad. Su mamá lo quiso de nuevo, le sirvió el desayuno, le acarició el pelo (con mucho cuidado para que no despeinarlo y dejar al descubierto las orejas), y lo llevó hasta el colegio. El día pasó tranquilamente, a pesar de los rumores y las cargadas de un grupo de compañeritos que intentaron despeinarlo. Pero las cosas se complicarían a la mañana siguiente. Su mamá lo despertó como siempre y hasta se había acostumbrado a sus lindas orejas puntiagudas, pero la sobrepasó ver que sus piecitos de niño ya no eran piecitos de niño si no horribles patas de cabra. No dijo nada, agachó la cabeza con ganas de llorar y trató de ponerle las zapatillas. Pero no le entraron. "¿Qué me pasa?", preguntó Juan. Su mamá le dijo que se quedara durmiendo, que tenía fiebre y que iba a venir un médico a verlo. "Le hicieron una brujería, señora", sentenció el doctor. "Se llama la pata de cabra, y es un bicho verde o negro que se instala en la columna vertebral del niño y va subiendo lentamente hasta llegarle a la cabeza y matarlo". La madre se agarró los pelos, el padre intentó tranquilizarla. "Pero tiene que haber alguna cura", dijo. "Usualmente sí", afirmó el doctor, "pero lo raro es que ésta es una enfermedad de niños recién nacidos, no de chicos de once años. Lamento decirles que no hay cura". Juan se estaba aburriendo en su dormitorio, y sus patas de cabra (que no era tampoco tan parecidas a las de una cabra) no le parecían un impedimento para ir al colegio o incluso para jugar al fútbol. Sus padres, sin embargo, lo mantuvieron encerrado en su cuarto por incontables días, oscuros y monótonos, vacíos, desesperantes. No se le permitía que ninguno de sus dos mejores amigos lo visitaran, y a Juan le preocupaba sobremanera que se olvidaran de él y dejaran de ser mejores amigos. Su mamá insistía en que estaba enfermo, muy enfermo, pero él se sentía como siempre, normal, con ganas de salir afuera, con ganas de despertarse y tomar el desayuno. No obstante, el problema fue empeorando. Un noche, sin ninguna explicación lógica, le salieron bigotes de gato, y a la mañana siguiente plumas de ganso le asomaron por la espalda. Su mamá lo veía y lloraba, y su papá lo miraba con ojos preocupados. "No podés salir, hijo, estás muy enfermo", le decían ambos. Un día, ya harto de tanta injusticia, planificó su fuga del dormitorio. Se escabulliría por la ventana e iría directo a la casa de uno de sus dos mejores amigos para que lo escondieran de sus padres hasta que se les pasara la locura. Esperó hasta la noche que todos se fueran a dormir, y lentamente abrió la ventana y se escapó. Sus patas de cabra hacían mucho ruido, pero más allá de eso eran comodísimas y más ágiles que las de un humano. Llegó rápido. Tocó el timbre. La madre de su mejor amigo abrió la puerta y pegó un aturdidor grito al ver sus bigotes de gato, sus orejas de chancho y sus patas de cabra. Inmediatamente llamó a la madre de Juan para que lo fuera a buscar. Se lo llevaron en auto y lo encerraron nuevamente en su cuarto. Esta vez el castigo fue mayor y más cruel: para que no se escapara, lo ataron a la cama. Juan gritó que no quería, que estaba bien, que quería ver a sus mejores amigos, y después lloró y lloró hasta que el llanto se confundió con gruñidos de chancho y llantos de bebé humano. "¡El bicho le está subiendo por la columna, es el bicho!", gritaba la madre. Juan no paraba de llorar y de gruñir, y todo se fundía en un grito indescriptible, sobrehumano. El papá intentó tranquilizarlo, le narró una historia que le contaban cuando era bebé, de un perro que se perdía y que no podía encontrar a sus dueños, y Juan se tranquilizó bastante. El padre le explicó que lo ataban por su bien, para que no se lastimara ni lastimara a nadie, y que sus papás lo querían como a nadie en el mundo. Juan finalmente se durmió. A la tarde del día siguiente sus papás aparecieron con un cura exorcista. La madre estaba al borde del colapso, y el padre no podía disimular su cara de frustración. "Pobres", pensó Juan. El cura se quedó a solas con el chico, se arrodilló al borde la cama y susurró algunas palabras. Después se paró, tiró agua por todo el cuarto, dejó una cruz en la mesa de luz de Juan y se fue sin decirle nada. Esa misma tarde la madre de Juan se dio cuenta que el intento de exorcizarlo no causó ningún efecto deseable, porque descubrió con total espanto que a su irreconocible hijito le estaba saliendo una nariz larga y rugosa, gris, igual a la de un elefante. "¿Qué hiciste, Juan, qué hiciste? ¿Por qué tenés que ser así?", le preguntó su madre llorando desconsolada. Se fue casi corriendo y cerró la puerta de un golpe, para siempre. Juan estuvo solo, sin agua ni comida, durante largos días. Gritaba y lloraba y gruñía pero nadie aparecía. Hasta que la noche de un día hermoso de primavera, su padre entró al dormitorio con una hacha en una mano y un serrucho en la otra. Empezó por sus patas de cabra. De un hachazo cortó las pezuñas y luego con el serrucho cortó de cuajo las dos patas. "No llores hijo, te vamos a comprar piernas ortopédicas", le decía a Juan, que no paraba de llorar y gritar y gruñir. La sangre brotaba como agua de una cascada, y el papá comprendió que nada podía hacer para salvarlo. Lo desató y lo dio vuelta, tratando de encontrarle el bicho en la columna vertebral. Pero no vio más que plumas de ganso. Lo volvió a dar vuelta y agarrando con dos dedos la trompita de elefante la cortó de un hachazo. Con una tijera sacó de raíz los bigotes de gato, y con el serrucho arrancó las dos orejas de chancho. Juan se estaba desangrando. Antes de desmayarse vio al cura y al doctor que entraban en su dormitorio y mientras uno lo bendecía y el otro intentaba parar la sangre, su padre se iba con el hacha y el serrucho, resignado, con la cabeza gacha, por haber perdido a su hijo culpa de las patas de cabra.
17.7.08
Pensamientos de un detective privado justo antes de acostarse a dormir, mientras mira una calle sucia por su ventana y fuma un cigarrillo
Todavía estoy atónito por lo de Alejandra. Tuve un día entero para pensar sobre el tema, pero lo evité con asombrosa destreza. Y acá estoy, con un dolor de cabeza espantoso, sufriendo el café que me tomé hace media hora, soportando la mugre del piso de mi departamento, y pienso en Alejandra, pobre Alejandra, Alejandra, nunca me cae bien nadie a mí pero Alejandra sí, y es raro, ¿no?, ahora está muerta, muerta como esos sapos que yo aplastaba con un palo cuando era chico, muerta, quieta, desangrada, y se mató de un balazo en la boca y pensar que yo había besado esa boca y ahora no había más boca ni más Alejandra, y a pesar que no la había visto después de ese asunto pero la recordaba, yo no beso a nadie, yo no recuerdo a nadie, pero la recordaba a ella, no siempre, a veces, pero la recordaba y me sentía bien al recordarla, luego seguía adelante, ganándome mis centavos para poder sobrevivir, sin pensar en Alejandra, y a la noche tomaba ginebra y seguía sin pensar en Alejandra, pensaba en todos los asesinos y los hipócritas que había tenido que ver durante el día, y luego decía: “Alejandra, Alejandra”, y me acordaba de ella, de su voz, y seguía pensando en otras cosas y luego no podía dormir por los ruidos de la ciudad, por sus olores, por lo que sea… por lo que sea, la única persona en la que pienso (y pienso y luego sonrío) es Alejandra, una sola vez la había besado y ella dijo “no, no, no podemos” y nunca más la vi, ni la llamé porque detesto los teléfonos ni la busqué porque no quiero porque no puedo porque es mi único recuerdo y ahora está muerta… muerta como… Tengo que terminar con esta vida de mierda, largar la bebida, irme bien lejos, pero dónde, eh, dónde, la ciudad me ha consumido, moldeó mi personalidad, ya no puedo despegarme de ella sin morir, sin dejar atrás a Alejandra, y no puedo hacer eso, no puedo, necesito embarrarme, es inevitable, a veces creo que tengo este trabajo sólo para enamorarme de mujeres muertas o a punto de morir, y luego, a la noche, encender un cigarrillo y autocompadecerme. Ah, caí tan bajo que ya no sé lo que es el cielo. Debería andar por las cloacas de esta ciudad, ése es mi lugar. ¿Adónde voy a ir? ¿Adónde se fue Alejandra? ¿Porqué tuvo que matarse y hacer que mi cinismo se volviera más profundo y doloroso? Ya no sueño. Me recuesto sobre la cama y es un segundo. La cabeza mareada, la mancha de humedad en la esquina del techo, un abrir y cerrar de ojos y ya estoy despierto. Y son las 3 de la mañana. Y no me puedo dormir más. Entonces me levanto y doy vueltas por la habitación, prendo la televisión para no mirarla, fumo hasta reventar, tomo para que el sueño me derrumbe. Pero no lo logro. Me lavo las manos exageradamente, me afeito, pongo la mejor cara que tengo (créanme que lo hago), y bajo las escaleras de este edificio derruido. Trabajo todo el día para nada, absolutamente para nada. Oigo las miserias de la gente como un puto psicólogo. Ya nada me sorprende. Soy duro como el asfalto. Y ahora que se fue Alejandra, así, de un portazo, que me cortó de un cuchillazo los rayos de luz que apenas me alumbraban, no puedo dejar de pensar en sus camisa sucia y sus zapatos viejos, en su pelo negro y su mirada cansada, en sus manos blancas de tanto apretar el farol de la esquina para que funcione. Alejandra, Alejandra, ¿no soy el más cruel de todos al esconder mi amor tras el humo del cigarrillo y al poder mañana levantarme e ir a trabajar como si nada? ¿No debería tal vez agarrar mi arma reglamentaria y asesinar a todos los hombres de esta ciudad, hasta no dejar en pie más que tu recuerdo y mi recuerdo de hombre duro, fundiéndose para siempre en la crueldad de Buenos Aires?
11.7.08
Un mensaje para el Hombre Almohada
Ayer fui a ver Pillowman. Es acerca de un escritor de cuentos que es acusado de un crimen que desconoce (hola Kafka). En la obra se recitan varios de sus cuentos. Hay uno, "El hombre almohada", que cuenta los oficios de un hombre hecho de almohadas, con las piernas de almohada, los brazos de almohada y los deditos de almohaditas. Su función, su virtud y su condena, es ayudar a los niños a suicidarse. El Hombre Almohada sabe qué niño será desgraciado de adulto, y entonces lo convence de matarse de pequeño para ahorrarse tiempo y una vida de sufrimientos. El cuento termina con una moraleja: el Hombre Almohada visita al pequeño Hombre Almohada y lo convence de suicidarse, y entonces las vidas de cientos de adultos suicidas se hacen reales. Es una historia surrealista, fuerte, demasiado cruel o sádica como para pasar inadvertida. La entiendo y hasta comparto la idea si me apuran, pero... no puedo evitar preguntarme qué cosa es una vida feliz o infeliz. Como planteé varias veces en entradas anteriores de este blog, me cuesta más entender la normalidad que la anormalidad. El Hombre Almohada, de ser justo, debería decirle a todos los niños que se suiciden, porque lamentablemente en este mundo es jodido ser feliz. He ahí una visión más sombría aun. Porque el autor de Pillowman por lo menos cree que es posible dividir entre vidas felices e infelices. Los que tuvieron una niñez desgraciada, por lo tanto, en la adultez serán potenciales suicidas. ¿Y los que no? Para mí no hay vida más desgraciada que la vida "normal", eso es lo que les diría a todos los niños desgraciados de infancias terribles que me leen. No se preocupen, no es para tanto, vean al que se considera "feliz" en su barrio y se darán cuenta que nada dista más de la idea de felicidad que hasta un idiota tiene. El Hombre Almohada, de haber sido un poco más astuto, debería haber alentado a esos niños en su soledad y debería haberles dado una pluma y un papel, o una guitarra, o un serrucho de carpintero, alguna herramienta para crear. Al mundo lo mueven los solitarios, los doloridos, los poetas sangrantes, no los plácidos señoritos en su countrie o el ama de casa que riega las veredas. ¿Ellos son la felicidad? La idea de felicidad que tenemos se relaciona con la complacencia, pero la complacencia es (debería ser) sinónimo de ignorancia y pereza mental en nuestro mundo. Si un hombre durante una guerra, cualquiera sea, está complacido de sí mismo es o porque es un perfecto idiota o porque es el que provocó dicha guerra y se está beneficiando con ella. Me pregunto: ¿la felicidad, entonces, sólo es posible si somos los aceptados de la sociedad o si somos lo que manejamos los hilos? No quiero esa felicidad. Ya lo dijo Freud: "sólo hay dos maneras de ser feliz en este mundo: una, hacerse el idiota; la otra, serlo". Señor Almohada, si lee esto, sépalo: mejor mate a los felices, y deje a los desgraciados pintar el muro del nuevo horizonte que debe asomarse.
9.7.08
Ahora se fabrica en serie a las personas (pobrecita la raza humana)
Click, whisky, clack, pack, jaja. Hay dos, tres, a lo sumo cuatro poses que tenés que usar para sacarte una foto y salir normalita. Poné trompita (sos tan dulce, tan tierna, tan inocente, y al fin tan buena, tan perfectamente rebelde), o ponéte de costadito, mirando provocativa (sos tan provocativa, tan parecida a la modelo de la revista, aunque mucho más inteligente y divertida, porque vos sos una persona de carne y hueso, real, hermosa), o abrazá a tus amigas, que son un montón pero sólo algunas son tus mejores-mejores amigas, bueno abrazálas y todas muestren sus dientes de publicidad, así, ¡muy bien! (sos tan familiera, tan querible, te lo dicen todas tus amigas, aparte sos única, eso también te lo dicen, no hay nadie como vos y te quieren muchísimo, pero muchísimo). Sos una más, pero a la vez sos irreemplazable, la princesa, y cuando vas a un recital te gusta encontrar gente igualita a vos, y no te parece una contradicción ser única y al mismo tiempo idéntica a la novia de ese pibe que se sube a los hombros y canta (grita) todas las canciones. Es que son un montón de personas distintas, me decís, rebeldes, que se encuentran y forman una tribu. Otro ejemplo: vas al nightclub y a pesar de estar más o menos pintada como todas y hablar más o menos igual que todas vos sos distinta, independiente, no individualista porque queda feo, digamos independiente. No te enojes pero dejáme contradecirte un poquito y arriesgar una idea: tal vez efectivamente seas igual a todas, tal vez seas un robot parido por esta sociedad, tal vez tus ideas sean iguales a las ideas de mucha gente como vos, y tal vez, sabés qué, tal vez no seas tan única. Pero necesitás incrementar tu ego, eso lo entiendo, y a la vez encontrar consenso en tu grupo de amigas. No te enojes, es sólo una idea. Pero a veces, cuando te escucho hablar, me sorprende que te haya escuchado ya en otros lugares, o cuando te veo me parece que ya te vi en un montón de otros lugares. Qué curioso. Sos de la generación individualista y sin embargo sos parte del rebaño más amorfo de la historia. Pensás lo que te dicen que tenés que pensar, lo que papi piensa o lo que tu hermano más grande dijo una vez en una sobremesa. Sos incapaz de contradecir lo que te dicen, porque así fuiste educada y te enorgullecés de eso, y aparte contradecir lo preestablecido te da pánico, porque esa falta de identidad, ese ser tan parecido a todos y querer negarlo, te genera un vacío que tapás repitiendo acciones y dichos, y claro, te entiendo, contradecirte sólo pone en primer plano el vacío. Igual, para tu consuelo y el mío, debo decirte que no sólo la juventud se fabrica en serie ahora. Te cuento algo que me pasó el otro día: por motivos que no vienen al caso, tuve que ir al microcentro en hora pico. Florida y Corrientes. El semáforo se puso en rojo y un enjambre de clones (sí, un espanto) se me vino encima. Igualitos, todos. Usaban saco y corbata, tenían los ojos huecos, sin vida, y se dirigían maquinalmente a quién sabe dónde. Ese mismo día, pasé por la plaza del Congreso. Había una manifestación. Todos iguales. Todos cantando lo mismo. Todos eufóricos, sin tiempo para pensar, sin lugar para el disenso o la mínima crítica. Luego, me tomé el subte. Una boletera igual a todas las otras boleteras me dio mi pase. El tren venía repleto. Había mucha gente distinta (rubios, petisos, morochos, con el pelo largo, corto, pelados, etc.), pero a todos, absolutamente a todos, me parecía ya haberlos visto en otros lados. Quizás era cuestión de hablar con ellos para darme cuenta que estaba equivocado, que no eran clones o robots, sino personas con pensamientos únicos y originales. Me puse a escuchar a una pareja que estaba hablando cerca de mí. "¿Viste Emilce? Bueno, me contó su tía que estaba drogada el otro día en la fiesta, qué loca...". Me acordé de gran parte de esa conversación al día siguiente, cuando en ese mismo subte y a esa misma hora, una pareja distinta estaba hablando a mi lado y dijeron lo siguiente: "¿Viste Mariana? Bueno, tipo que me contaron que la loca fue drogada a la fiesta..." Y entonces lo supe, querida amiga, la verdad había sido revelada: ahora todas las personas se fabrican en serie, y me animo a decirte más: en el fondo disfrutan de ser iguales a todos y le temen y le huyen al solitario, lo desprecian. ¿Qué pasa con los locos, los artistas, los de ojos sangrantes? Se los chupan al nacer, los exprimen, los cuelgan con broches y los dejan secar hasta pudrirse. Justamente, me enteré en esas charlas de subte que Emilce (o Mariana) estaba esperando un bebé, mirá qué loco, y que era un varón y que por supuesto ya le había comprado toda la ropita. Celeste, desde ya, celeste igual que todos los varones que nacieron en este mundo, no vaya a ser cosa que nos salga distinto, o rarito, y que sufra toda la vida por la disfuncionalidad de dos padres irresponsables. Y luego le comprarán la pelota de fútbol y los autitos (no las muñecas, eh) y le pondrán un nombre masculino, Marcelo o Joaquín o lo que sea, y le insertarán un DNI, que es como el código de barra que nos imprimen, todos igualitos, uno al lado del otro, y nos tomarán las huellas dactilares para tenernos bien identificados en eso que únicamente nos diferencia. La flor del bebé de Emilce (o Marcela) se irá marchitando, si es que aún queda en pie algo al entrar al Jardín de Infantes. Finalmente los maestros y sus compañeritos de Primaria machacarán todo resto de individualismo y unicidad. Así, mi querida amiga, el bebé, ya un adolecente bastante torpe y confundido, estará casi listo para convertirse en un clon y poder afrontar una vida normal, que tendrá sobresaltos y paz, alegría y tristeza, como la de millones de otras personas que poblamos este mundo que de tan pero tan uniforme está muriendo como un león herido. Permitíme hacer otra acotación: ¿cómo podemos siquiera pensar otros mundos si no somos capaces de vernos como individuos? Las intenciones más nobles se ven truncadas si el hombre no es feliz, y el hombre sólo puede ser feliz si se realiza como individuo. Claro que los individuos viven en conjunto, en sociedades, pero jamás la sociedad debe estar por encima del individuo. ¿Qué locura de la Modernidad es esa? ¿Para qué fundar una sociedad justa si el individuo es pisoteado? Sólo habrá igualdad cuando haya libertad, y viceversa. Entender esos conceptos por separado es no entenderlos. Y ser feliz, querida amiga, no es algo momentáneo. Podría ser (y he aquí la esperanza de esta pobre raza humana) algo tangible, real, material, y no un éxtasis, un instante, un momento fotocopiado de otros tantos momentos fotocopiados. ¿Cómo podemos siquiera amar al otro si el otro es apenas un empaque lleno de significados ya creados? Pensá en eso, apartáte por un segundo de los que te rodean, que no hace mal, y cuando te saques la próxima foto ponéte detrás de la cámara, y que adelante haya un paisaje majestuoso y único: el del individuo pleno que serás sin ataduras ni habladurías.
6.7.08
Silencio
Ahora te quedaste dormidita. Escribo apretando apenas las teclas para que no te despiertes. Lo reto al Mingus, que anda jugando con un cosito por ahí, el muy bochinchero. Hoy fue un día duro para vos, aunque pongas caras de nada y te la aguantes. Te entiendo: a veces uno no vive los momentos hasta tiempo después. Me cuesta imaginar por lo que estás pasando, vos solita en una situación dolorosa. Sí, ya sé, la vida no es tan importante, le damos más valor de la que tiene, sólo somos un gota de río en el océano profundo. Pero qué querés que te diga, debe ser jodido. Me gustaría decirte muchas cosas a la cara, en esos momentos de dolor, pero no me salen. O me salen mal. O me siento torpe cuando te las digo. Por eso te quería escribir este poquito simplemente para decirte que mal que mal yo te quiero mucho, pero en serio, muy en serio. Y que a pesar de que la vida es un caos, en esos momentos donde el amor solamente salva, miráme que yo te miro, sin decir nada, que ya te lo dije todo, en todo lo que hablo y en lo que escribo, que todo está bien entre nosotros, y que la felicidad es un instante, y que en ese instante, guardadas, están tu sonrisa y tus pecas y tus rulitos. Listo, no hago más ruido. Chau.
4.7.08
El país de los muertos
Nada que decir. Todos dicen todo. Todos tienen la solución. Todos mienten. No tengo nada que decir. Los noticieros muestran los grandes problemas, pero quién piensa en el hombre pequeño que hace la cola en un hospital derruido para que lo curen o aunque sea lo contengan. Ante eso, nada que decir. Los diarios y los grandes rescates, los grandes asaltos, los muchos muertos. Los hombres de mujeres y bebés y autos enormes, con babas que les caen, con las uñas putrefactas, con los dientes rellenos de moho, con las pestañas de caca de mosca, los hombres que sostienen los billetes y no miran al flacucho ese al nivel del piso que desea que se les rompa la bolsa de supermercado para manotear una naranja. Ante eso, nada que decir. No hay monstruos ni trompetas en este fin de mundo. Hay algo muchísimo más aterrador: la paz. ¿Cómo hacemos para sostener durante tanto tiempo el cinismo que nos desgarra? El dolor perpetuo anula al hombre, lo vuelve animal; a ese dolor perpetuo, silencioso, anestesiado, llamamos felicidad. Nada que decir ante eso. Ustedes que leen esto, estudiantes mediocres o sobresalientes, anónimo idiota atrás de la pantalla, empleado de un empleado del que no existe, pendeja aburrida de tan divertida, odiosas personas que viajan conmigo en el colectivo todos los días, espantosos fantasmas que viven en huecos putrefactos, que viven ignorando la verdad, que creen que amar es poseer, que creen que pensar es repetir, que aman a sus hijos pero desprecian al hijo de otro, a ustedes que se amparan en la falsa moral, que van a la iglesia a rezar, a las iglesias de rapiña, con los curas de rapiña, de rapiña, de rapiña, siempre buscando las sobras, agarrándose de los bolsillos de los poderosos, chupándoles las orejas a los millonarios, a los asesinos, los curas, ahí, vestidos de payasos en sus grandes iglesias oscuras, que nos imponen el miedo, que nos ciegan la vida, que nos dan esperanzas falsas y así nos quitan toda esperanza, a ustedes los que toman meo de toro en las esquinas y arman orgías de castrados en las fiestas, a ustedes los monstruos bien arregladitos, bien normalitos, que cargan valijas de dinero y hacen sufrir a la gente y crean las leyes y nos atan y nos matan, a ustedes, para ustedes escribo este blog de porquería, para ustedes es que sigo vivo, porque ustedes quieren que me pudra, que me quede acá, tirado, que me encierre, que piense que no soy nada, pero por eso mismo, porque soy nada, es que me voy a inmolar con las palabras, por eso y porque hoy he visto (aunque no estuve ahí) algo que ustedes nunca vieron: vi la locura y el odio. Claro, palabras, me dirán, palabras repetidas ante el hartazgo. Pongámosle nombres raros a nuestros hijos y a nuestros libros porque así somos originales, porque las palabras están desgastadas, claro, así cualquiera, pero yo quiero llamarme Juan y ser único, quiero que me digan "soy feliz" y que sean felices, quiero que venga ella y me diga "te amo" y que la palabra sea carne, eso quiero, no quiero poesías, ni Anastasios, ni diversiones, quiero que me digas lo más simple del mundo pero que me lo digas con sangre, con toda la alegría de la sangre. Entonces, cuando ellos sean capaces de sacarse de careta y sentir las palabras, de hacerlas corresponder con la vida y hacerlas capaces de crear vida, entonces verán como yo vi hoy a la locura, y verán al odio y sabrán del dolor, y querrán que el dolor termine para siempre y vislumbrarán la felicidad y la vida, la tierra, el sol, tan sencillo siempre y tan importante, verán el árbol, y entonces ya no podrán dormir pensando en ese futuro. La locura. Un hombre que corría semidesnudo en la calle repleta de gente, un hombre sucio, cuerdo, que iba a los saltos, a contramano, y entonces conocí la locura: muchas personas que lo ignoraban, que pasaban sin matarlo ni abrazarlo, que se miraban los pies y miraban las vidrieras pero no miraban al hombre. Yo lo vi. Fue un segundo, en el colectivo. Y lo primero que pensé fue: "ese hombre está enfermo", pero luego comprendí que todos nosotros estamos enfermos, porque estamos muertos, porque somos un país de muertos, el rincón más bajo de un mundo que aceptó la apatía como forma de vida. Y la apatía es muerte, es locura, y entonces me espanté al verme rodeado de muertos, quise gritar y avisarles a todos, pero no animé, porque los locos creen saber que los cuerdos están locos. Pero no sería así por mucho tiempo, porque después, como el último tijeretazo, conocí el odio. No la palabra, el odio en sí. Y el odio no es Napoleón en su caballo apretando los dientes, no es Hitler levantando el brazo con los ojos desorbitados, no es Bush con sus ojos de cabra ordenando la guerra. El odio late en nuestro trabajo, simplemente porque vendemos nuestro trabajo al diablo; el odio late en las pequeñas cosas, en lo cotidiano, en lo que perpetúa la locura; el odio late en el conductor del noticiero, en el gobernante que miente, pero también en el doctor que no se preocupa por sus pacientes, en el abogado que compra una casa con el sufrimiento de otros y que piensa que eso "es perfectamente normal, es algo que yo me gané con mi trabajo, qué, no tengo derecho acaso a gastarme la plata en lo que quiero, estudié muchísimo para esto, y mis hijos necesitan un lugar grande y...". El odio late en lo pequeño, en los seguidores de Hitler que lavaban los platos como si no pasara en nada, en la señora de enfrente que miraba a Menem (y a De La Rúa y Kirchner y a quién carajo sea) por la televisión y ahorraba unos pesitos; el odio late en ese agujero en el hospital que nadie arregla; el odio no late en la miseria, late en la propiedad, sea la propiedad pequeña o enorme. Y me pueden decir lo que quieran, me pueden insultar, me pueden negar con miles de argumentos sesudos, decirme que esto está mal escrito, que no soy un tipo ingenioso y que no digo nada nuevo, o directamente pueden cerrar esta pantallita y seguir pretendiendo, ¿por qué no lo van a hacer? Lo hicieron con Discépolo, que murió de tristeza, cuando dijo: "cuando se acaben las pilas de todos los timbres que vos apretás, buscando un pecho fraterno para morir abrazado, cuando te encuentren tirado después de cinchar lo mismo que a mí, cuando manyés que a tu lado se prueban la ropa que vas a dejar, te acordarás de este otario, que un día cansado se puso a ladrar". Eso. Y váyanse todos a la concha de su madre.
2.7.08
Descripción de un día en la vida de José
Se acuesta. Sueña con: pájaros, elefantes, baldosas, pis, granos, ascensores, asesinatos (se despierta sobresaltado, toma agua, se acuesta), indios, elefantes, películas. Se despierta. Sólo se acuerda de los ascensores. Y rápidamente se olvida. Camina maquinalmente los diez pasos que lo separan del baño. Luz, agua caliente, espejo (hola, ¿soy yo?), vasito con las manos, cara mojada, chau lagañas, espejo (sí, soy yo), cepillo (el verde, no el amarillo), pasta, cepillo, dientes, gusto feo, escupir, agua, canilla, cerrada, luz, apagada. Prende el celular, uy tarde, es más tarde lo que pensaba y ahora mejor no se baña, no, si no se iba a bañar, no, mejor, agarra esa ropa vieja, el pantalón ese mmm hay que lavarlo, la ropa, la ropa, y la llave eh, no te olvides los anteojos, no se afeitó, no importa, la campera que hace frío, y la panza que hace ruido y es tarde, bueno, tampoco es tan tarde. Abre la heladera, se toma el último trago de la botella de agua mineral. Se dice: "es extraño, pero pensándolo bien hay pocas cosas que me den más placer que tener sed, mucha sed, y luego saciarla con agua fría". Piensa otra vez en eso y se siente tonto, incómodo, desacomodado con el mundo. Sale de su departamento, baja las escaleras, abre la puerta de calle, camina media cuadra, toma el colectivo, viaja apretado, por la ventanilla alcanza a ver a un mendigo y se dice: "hoy me compro el departamento". Llega al trabajo, hola Judith, hola Juan Carlos, tenés que ordenar estos papeles alfabéticamente y después llamarlo a Gómez que está esperando tu llamada para las diez, ¿ok? ¡Gente! ¡Su atención! Hoy es cumpleaños de Brendita. A de Alderete... B de Bentancourt... D de Domínguez... Que los cumplas feliz. ¿Feliz? El departamento. Sólo le faltaban unas cincuenta hojas, iba por la L. Después Gómez, a las diez, lo maltrata. Quiere olvidarlo tomando un café. Pero el café es tan horrible que se le atoró en el pecho, como una bola de vómito, y no pudo olvidarse de Gómez ni de Brendita ni del café. R de Rovitto. Ocho horas menos. Seis de la tarde. Ascensor. Judith. Chau. Calle. Taxi. Reunión. Cierra el trato, firma el contrato, paga el departamento, no vuelve más, décimo quinto piso. Es feliz, como Brendita. Solo. Es feliz. Es su departamento. Su primera noche. No hay nada, ni un mueble. Se tira en el piso, da vueltas como un nene, el décimo quinto piso, baja y sube en el ascensor, se compra una pizza, la come en el piso, D, de Domínguez, departamento D, se pega un baño, se queda sentado en el inodoro hasta secarse, no tiene toalla, el balcón es enorme, es el décimo quinto piso, es su departamento, feliz cumpleaños Brendita, se lo acaba de comprar, es feliz, Brendita, el balcón, se sube a la baranda, abre los brazos, chau, décimo quinto, piso. Es de noche.
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