4.7.08

El país de los muertos

Nada que decir. Todos dicen todo. Todos tienen la solución. Todos mienten. No tengo nada que decir. Los noticieros muestran los grandes problemas, pero quién piensa en el hombre pequeño que hace la cola en un hospital derruido para que lo curen o aunque sea lo contengan. Ante eso, nada que decir. Los diarios y los grandes rescates, los grandes asaltos, los muchos muertos. Los hombres de mujeres y bebés y autos enormes, con babas que les caen, con las uñas putrefactas, con los dientes rellenos de moho, con las pestañas de caca de mosca, los hombres que sostienen los billetes y no miran al flacucho ese al nivel del piso que desea que se les rompa la bolsa de supermercado para manotear una naranja. Ante eso, nada que decir. No hay monstruos ni trompetas en este fin de mundo. Hay algo muchísimo más aterrador: la paz. ¿Cómo hacemos para sostener durante tanto tiempo el cinismo que nos desgarra? El dolor perpetuo anula al hombre, lo vuelve animal; a ese dolor perpetuo, silencioso, anestesiado, llamamos felicidad. Nada que decir ante eso. Ustedes que leen esto, estudiantes mediocres o sobresalientes, anónimo idiota atrás de la pantalla, empleado de un empleado del que no existe, pendeja aburrida de tan divertida, odiosas personas que viajan conmigo en el colectivo todos los días, espantosos fantasmas que viven en huecos putrefactos, que viven ignorando la verdad, que creen que amar es poseer, que creen que pensar es repetir, que aman a sus hijos pero desprecian al hijo de otro, a ustedes que se amparan en la falsa moral, que van a la iglesia a rezar, a las iglesias de rapiña, con los curas de rapiña, de rapiña, de rapiña, siempre buscando las sobras, agarrándose de los bolsillos de los poderosos, chupándoles las orejas a los millonarios, a los asesinos, los curas, ahí, vestidos de payasos en sus grandes iglesias oscuras, que nos imponen el miedo, que nos ciegan la vida, que nos dan esperanzas falsas y así nos quitan toda esperanza, a ustedes los que toman meo de toro en las esquinas y arman orgías de castrados en las fiestas, a ustedes los monstruos bien arregladitos, bien normalitos, que cargan valijas de dinero y hacen sufrir a la gente y crean las leyes y nos atan y nos matan, a ustedes, para ustedes escribo este blog de porquería, para ustedes es que sigo vivo, porque ustedes quieren que me pudra, que me quede acá, tirado, que me encierre, que piense que no soy nada, pero por eso mismo, porque soy nada, es que me voy a inmolar con las palabras, por eso y porque hoy he visto (aunque no estuve ahí) algo que ustedes nunca vieron: vi la locura y el odio. Claro, palabras, me dirán, palabras repetidas ante el hartazgo. Pongámosle nombres raros a nuestros hijos y a nuestros libros porque así somos originales, porque las palabras están desgastadas, claro, así cualquiera, pero yo quiero llamarme Juan y ser único, quiero que me digan "soy feliz" y que sean felices, quiero que venga ella y me diga "te amo" y que la palabra sea carne, eso quiero, no quiero poesías, ni Anastasios, ni diversiones, quiero que me digas lo más simple del mundo pero que me lo digas con sangre, con toda la alegría de la sangre. Entonces, cuando ellos sean capaces de sacarse de careta y sentir las palabras, de hacerlas corresponder con la vida y hacerlas capaces de crear vida, entonces verán como yo vi hoy a la locura, y verán al odio y sabrán del dolor, y querrán que el dolor termine para siempre y vislumbrarán la felicidad y la vida, la tierra, el sol, tan sencillo siempre y tan importante, verán el árbol, y entonces ya no podrán dormir pensando en ese futuro. La locura. Un hombre que corría semidesnudo en la calle repleta de gente, un hombre sucio, cuerdo, que iba a los saltos, a contramano, y entonces conocí la locura: muchas personas que lo ignoraban, que pasaban sin matarlo ni abrazarlo, que se miraban los pies y miraban las vidrieras pero no miraban al hombre. Yo lo vi. Fue un segundo, en el colectivo. Y lo primero que pensé fue: "ese hombre está enfermo", pero luego comprendí que todos nosotros estamos enfermos, porque estamos muertos, porque somos un país de muertos, el rincón más bajo de un mundo que aceptó la apatía como forma de vida. Y la apatía es muerte, es locura, y entonces me espanté al verme rodeado de muertos, quise gritar y avisarles a todos, pero no animé, porque los locos creen saber que los cuerdos están locos. Pero no sería así por mucho tiempo, porque después, como el último tijeretazo, conocí el odio. No la palabra, el odio en sí. Y el odio no es Napoleón en su caballo apretando los dientes, no es Hitler levantando el brazo con los ojos desorbitados, no es Bush con sus ojos de cabra ordenando la guerra. El odio late en nuestro trabajo, simplemente porque vendemos nuestro trabajo al diablo; el odio late en las pequeñas cosas, en lo cotidiano, en lo que perpetúa la locura; el odio late en el conductor del noticiero, en el gobernante que miente, pero también en el doctor que no se preocupa por sus pacientes, en el abogado que compra una casa con el sufrimiento de otros y que piensa que eso "es perfectamente normal, es algo que yo me gané con mi trabajo, qué, no tengo derecho acaso a gastarme la plata en lo que quiero, estudié muchísimo para esto, y mis hijos necesitan un lugar grande y...". El odio late en lo pequeño, en los seguidores de Hitler que lavaban los platos como si no pasara en nada, en la señora de enfrente que miraba a Menem (y a De La Rúa y Kirchner y a quién carajo sea) por la televisión y ahorraba unos pesitos; el odio late en ese agujero en el hospital que nadie arregla; el odio no late en la miseria, late en la propiedad, sea la propiedad pequeña o enorme. Y me pueden decir lo que quieran, me pueden insultar, me pueden negar con miles de argumentos sesudos, decirme que esto está mal escrito, que no soy un tipo ingenioso y que no digo nada nuevo, o directamente pueden cerrar esta pantallita y seguir pretendiendo, ¿por qué no lo van a hacer? Lo hicieron con Discépolo, que murió de tristeza, cuando dijo: "cuando se acaben las pilas de todos los timbres que vos apretás, buscando un pecho fraterno para morir abrazado, cuando te encuentren tirado después de cinchar lo mismo que a mí, cuando manyés que a tu lado se prueban la ropa que vas a dejar, te acordarás de este otario, que un día cansado se puso a ladrar". Eso. Y váyanse todos a la concha de su madre.

1 comentario:

Cassandra Cross dijo...

Por un momento me dio miedito comentar ante tanta vehemencia, pero me la banco, carajo.

Me conmueve mucho esto que escribís, más de lo que creés... porque lo primero que vi cuando tuve uso de razón fue pobreza, belleza, ira, devoción y locura.

Y ahora sí, me voy a la lluvia.