22.7.08
Patas de cabra
Juan era un chico normal de ojos celestes. Su madre lo cuidaba por las mañanas, antes de ir al colegio. Su padre lo besaba por las noches, antes de que se durmiera. Los dos le contaban cuentos de chico, y ya de grande lo alentaron a que leyera, a que conociera el mundo que lo rodeaba y viviera la vida plenamente. Juan era un buen alumno, aunque no sobresaliente, sus notas tenían un promedio de siete cincuenta, tirando a ocho. Nada mal. Su madre estaba orgullosa por eso y no evitaba hacérselo saber. "Te espera un futuro brillante, hijito", le decía acariciándole el pelo. Para Juan sin embargo el futuro no existía, tenía sólo once años y su vida era un continuo y feliz presente. Tenía dos mejores amigos, con los que por las tardes iba a jugar a la pelota. Nada de videojuegos, "que te vuelven bobo y malo", le decía su papá. Juan lo aceptaba y hasta se sentía bien por no ser como los demás. Pero un día, así como si nada, a Juan le salieron orejas de chancho. Su madre fue la primera en notarlo. Lo llevaron al médico de inmediato, pero el médico no supo darles una explicación científica. "Le salieron orejas de chancho, eso es todo", fue su diagnóstico. El papá lo miraba con cara de preocupación a Juan, quien no entendía muy bien por qué tanto lío y se preguntaba si sus orejas de chancho eran el castigo por algo malo que había hecho. Al otro día, con mucho esmero, su mamá le tapó las orejas con un peinado algo extravagante. Por un momento todo volvió a la normalidad. Su mamá lo quiso de nuevo, le sirvió el desayuno, le acarició el pelo (con mucho cuidado para que no despeinarlo y dejar al descubierto las orejas), y lo llevó hasta el colegio. El día pasó tranquilamente, a pesar de los rumores y las cargadas de un grupo de compañeritos que intentaron despeinarlo. Pero las cosas se complicarían a la mañana siguiente. Su mamá lo despertó como siempre y hasta se había acostumbrado a sus lindas orejas puntiagudas, pero la sobrepasó ver que sus piecitos de niño ya no eran piecitos de niño si no horribles patas de cabra. No dijo nada, agachó la cabeza con ganas de llorar y trató de ponerle las zapatillas. Pero no le entraron. "¿Qué me pasa?", preguntó Juan. Su mamá le dijo que se quedara durmiendo, que tenía fiebre y que iba a venir un médico a verlo. "Le hicieron una brujería, señora", sentenció el doctor. "Se llama la pata de cabra, y es un bicho verde o negro que se instala en la columna vertebral del niño y va subiendo lentamente hasta llegarle a la cabeza y matarlo". La madre se agarró los pelos, el padre intentó tranquilizarla. "Pero tiene que haber alguna cura", dijo. "Usualmente sí", afirmó el doctor, "pero lo raro es que ésta es una enfermedad de niños recién nacidos, no de chicos de once años. Lamento decirles que no hay cura". Juan se estaba aburriendo en su dormitorio, y sus patas de cabra (que no era tampoco tan parecidas a las de una cabra) no le parecían un impedimento para ir al colegio o incluso para jugar al fútbol. Sus padres, sin embargo, lo mantuvieron encerrado en su cuarto por incontables días, oscuros y monótonos, vacíos, desesperantes. No se le permitía que ninguno de sus dos mejores amigos lo visitaran, y a Juan le preocupaba sobremanera que se olvidaran de él y dejaran de ser mejores amigos. Su mamá insistía en que estaba enfermo, muy enfermo, pero él se sentía como siempre, normal, con ganas de salir afuera, con ganas de despertarse y tomar el desayuno. No obstante, el problema fue empeorando. Un noche, sin ninguna explicación lógica, le salieron bigotes de gato, y a la mañana siguiente plumas de ganso le asomaron por la espalda. Su mamá lo veía y lloraba, y su papá lo miraba con ojos preocupados. "No podés salir, hijo, estás muy enfermo", le decían ambos. Un día, ya harto de tanta injusticia, planificó su fuga del dormitorio. Se escabulliría por la ventana e iría directo a la casa de uno de sus dos mejores amigos para que lo escondieran de sus padres hasta que se les pasara la locura. Esperó hasta la noche que todos se fueran a dormir, y lentamente abrió la ventana y se escapó. Sus patas de cabra hacían mucho ruido, pero más allá de eso eran comodísimas y más ágiles que las de un humano. Llegó rápido. Tocó el timbre. La madre de su mejor amigo abrió la puerta y pegó un aturdidor grito al ver sus bigotes de gato, sus orejas de chancho y sus patas de cabra. Inmediatamente llamó a la madre de Juan para que lo fuera a buscar. Se lo llevaron en auto y lo encerraron nuevamente en su cuarto. Esta vez el castigo fue mayor y más cruel: para que no se escapara, lo ataron a la cama. Juan gritó que no quería, que estaba bien, que quería ver a sus mejores amigos, y después lloró y lloró hasta que el llanto se confundió con gruñidos de chancho y llantos de bebé humano. "¡El bicho le está subiendo por la columna, es el bicho!", gritaba la madre. Juan no paraba de llorar y de gruñir, y todo se fundía en un grito indescriptible, sobrehumano. El papá intentó tranquilizarlo, le narró una historia que le contaban cuando era bebé, de un perro que se perdía y que no podía encontrar a sus dueños, y Juan se tranquilizó bastante. El padre le explicó que lo ataban por su bien, para que no se lastimara ni lastimara a nadie, y que sus papás lo querían como a nadie en el mundo. Juan finalmente se durmió. A la tarde del día siguiente sus papás aparecieron con un cura exorcista. La madre estaba al borde del colapso, y el padre no podía disimular su cara de frustración. "Pobres", pensó Juan. El cura se quedó a solas con el chico, se arrodilló al borde la cama y susurró algunas palabras. Después se paró, tiró agua por todo el cuarto, dejó una cruz en la mesa de luz de Juan y se fue sin decirle nada. Esa misma tarde la madre de Juan se dio cuenta que el intento de exorcizarlo no causó ningún efecto deseable, porque descubrió con total espanto que a su irreconocible hijito le estaba saliendo una nariz larga y rugosa, gris, igual a la de un elefante. "¿Qué hiciste, Juan, qué hiciste? ¿Por qué tenés que ser así?", le preguntó su madre llorando desconsolada. Se fue casi corriendo y cerró la puerta de un golpe, para siempre. Juan estuvo solo, sin agua ni comida, durante largos días. Gritaba y lloraba y gruñía pero nadie aparecía. Hasta que la noche de un día hermoso de primavera, su padre entró al dormitorio con una hacha en una mano y un serrucho en la otra. Empezó por sus patas de cabra. De un hachazo cortó las pezuñas y luego con el serrucho cortó de cuajo las dos patas. "No llores hijo, te vamos a comprar piernas ortopédicas", le decía a Juan, que no paraba de llorar y gritar y gruñir. La sangre brotaba como agua de una cascada, y el papá comprendió que nada podía hacer para salvarlo. Lo desató y lo dio vuelta, tratando de encontrarle el bicho en la columna vertebral. Pero no vio más que plumas de ganso. Lo volvió a dar vuelta y agarrando con dos dedos la trompita de elefante la cortó de un hachazo. Con una tijera sacó de raíz los bigotes de gato, y con el serrucho arrancó las dos orejas de chancho. Juan se estaba desangrando. Antes de desmayarse vio al cura y al doctor que entraban en su dormitorio y mientras uno lo bendecía y el otro intentaba parar la sangre, su padre se iba con el hacha y el serrucho, resignado, con la cabeza gacha, por haber perdido a su hijo culpa de las patas de cabra.
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1 comentario:
Jero, me gusta tu blog.
Cuando quieras pasate por mi hogar bloggeril, si acaso estás dispuesto a esquivar las patadas de un Zaguero bruto.
Abrazo!
Matías C.(La U)
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