Como Bela Lugosi, no tengo ningún hogar. Me dirijo hacia un túnel, doblo a la izquierda, me aburro en el tránsito pesado de la autopista. Manejo por manejar. Porque no tengo ningún hogar. Lo más lejos que podré llegar será el lugar en el que estoy ahora, no hay más cerca que esto, no hay ninguna ambición, no hay otro plan. Hasta acá llegó el viaje. Y sin embargo, el automóvil no se detiene. Hago todo lo posible, piso el freno, intento tirarme por la ventana, me quedo dormido, pero siempre acabo en el mismo lugar. Solo. Con un puñado de personas, pero solo. Atado a los recuerdos, divisando el camino que nunca llega, el horizonte que se escapa, el cielo que se encapota. Solo, con mis pies, solo, con mis manos tan de mentira, solo. Con la abundancia de los días que se quedan empantanados. Desde acá, no veo ni siquiera mi capó. El telón cayó como un yunque de agua y se desparramó sobre mi cabeza, dejándome desnudo y viejo, lamentando la soledad, sin saber qué expresar, como una rata angustiada en su laberinto, sin teléfonos sonando, sin ganas de hablar, solo y alienado, extrañando. Tengo tantas cosas para hacer, tanto por delante, que no hago nada. Las opciones me paralizan. Sólo manejo por la ruta. El asfalto áspero que se mueve bajos mis pies es la única realidad. En serio, amigos, amigas, ex novias, ex amigos, familiares, parientes lejanos, compañeros de escuela, compañeros de trabajo, en serio: no hay forma de frenar. Punto aparte.
¿Tendré la suficiente valentía como para tirarme del auto, empezar a caminar campo adentro, sentarme bajo un árbol y entender que la vida es tanto pero tanto más que uno y sus penas, que uno y sus alegrías? Presiento que te debo una disculpa, Laura. Es lo que uno dice cuando no sabe bien qué decir, como yo, ahora. Me espanta sacar lo que tengo que sacar, no quiero verlo, quiero negarme, pero tiene que salir. Va a salir de alguna manera. Curiosamente, creo hoy más que nunca en la risa. Ojalá pueda reconstruir el camino, pero es tan difícil salir de la cárcel en la que nos encerramos, ¿no?. Y a Nico, a Lauro, a Omar, a Matías, a Nico, a Luis, a mamá, papá, hermana, a José, a Mario, a Matías, a Lisandro, a tantos otros, les digo: ¿por qué fingimos tanto? O por lo menos yo lo siento así. Es un misterio qué piensan los demás, cómo ven las cosas, salvo que pinten o escriban. Y ni así, miren. Me gustaría haber dicho muchas cosas que no les dije, y menos mal que no se las dije. En verdad, me gustaría haber sido como yo era realmente. Pero necesito que me quieran, mucho, y siempre sentí que nadie me iba a querer por como soy, así de pequeña es mi autoestima. Entonces me camuflaba. Y me camuflo. Hoy entiendo que soy así, con todos mis defectos, a veces un buen tipo, a veces una basura, a veces gracioso, a veces insoportable. No pienso lastimarme más con toda la idiotez social de la buena educación, de la amabilidad, etc. Pido disculpas en general, sobre todo al que podría haber sido y no fui. La vida es ordinaria, amigos, debemos darle belleza. Debemos, sobre todo, hablarnos. En silencio, hablarnos. En el baño, en un libro, en un gato, hallarnos. Prepararnos para el segundo previo a tirarnos del auto en movimiento. No veo otra salida.
Como Bela Lugosi, con una flor y con una mentira y con un sombrero, entro caminando con una bata en la sala clara. El sol está en la pared, resquebrajando el piso en paz. Alguien me da la mano y me duermo. No hay ningún hogar para mí, excepto el cuerpo. Y el cuerpo siempre se queda solo.
7.9.09
22.8.09
Me olvidé de los demás
Juré recordar al hombre que nadie conoce, el que se lee sin saber leer en las calles de un pueblito y no conoce el mundo más allá de sus narices, el que es burlado o ignorado por casi todos, el que por nombre lleva un sobrenombre, el personaje que no es persona, la pequeña existencia enorme dentro mi niñez. Pero el tiempo pasó, la vida se complicó sin dar explicaciones, las preguntas aumentaron y las respuestas fueron huecos en el pecho. Me alejé. Me fui avejentando, me fue ganando el cinismo y el duro cemento, me creí el cuento de las cúspides y los subterráneos. Y me olvidé. Tantos años dedicado a conquistar el mundo, a conquistar mi vida, a conquistar un amor, que ya no recuerdo tu cara, amigo, que ya no puedo consolar el llanto en tu risa, porque vos también me has olvidado, y es el peor olvido de todos, no el impulsado por el dolor si no por la dejadez que produce el paso del tiempo. Simplemente nos dejamos de ver. Tantas tardes juntos, tantas veces a mi lado, tantas risas, y nos hemos olvidado. Ahora te veo y ya no te reconozco y no me reconozco. Somos distantes. Me he quedado solo. Dejé mi piel antigua en un ropero enmohecido. Ya no soy quien era. Y vos no sos quien conocí. Conociste otras personas, tomaste otros senderos, bebiste de otras copas, dimos vueltas diferentes. Tanto caminar, amigo, y he vuelto a tu casa, al final de la ruta, he golpeado a tu puerta y nadie ha contestado. Vuelvo como un soldado de la guerra, con la cara demacrada, con hijos que no quieren tener padre, con una mujer que ya tiene otro amante. Vuelvo, como vuelven los ancianos al vaso de leche que su madre les preparaba. Y sin embargo he quebrado el círculo. Vuelvo pero ya no soy. Me olvidé de la promesa que había hecho de niño, me convertí en ególatra y avaro, en un buscador del confort a toda costa, en un peleador de pesos y centavos, en acumulador de problemas y anestesias, y de todo el tiempo que pasamos juntos, caminando a la vuelta de la escuela, o tocando la guitarra y tomando mate, o sentándonos juntos, simplemente, en la plaza, en ese mundo interminable que es la calle principal del pueblo, de todo eso nadie se acuerda, yo no me acuerdo si no fuera por unas cartas, amigo, unas cartas que hoy leí y que me hicieron reír tanto, que me llevaron al pasado de una manera maravillosa, y me devolvieron al presente de una manera impiadosa. Me tuve que alejar, sabés, me tuve que alejar para crecer, me tuve que mudar para salir de mi casa. Durante mucho tiempo te vi a vos y a mis amigos como obstáculos, como ignorantes, como pastito al costado del camino. Avancé, verás: ahora trabajo, ahora me pagan, ahora conozco gente famosa, ahora vivo en una gran ciudad, ahora me visto bien y ya no como pan con manteca y azúcar tostado en la hornalla, no; ahora como lo quiero, cuando quiero, paseo por los teatros, voy al cine, compro libros, me atosigo de cultura, y subo otro escalón para olvidarme de los demás. Esas cartas, sin embargo, esas cartas que leí y esos párrafos de nene contento, inocente, que escribiera otro yo, esas mentiras bellas que son las anécdotas vividas, me hicieron pensar mucho, me hicieron tener ganas de juntarnos todos de nuevo, de no decirnos nada, de saludarnos con un abrazo, de tocar canciones, de putear un rato, de enojarnos, de jodernos, y al mismo tiempo me hizo caer en la cuenta que eso es imposible. El tiempo no vuelve, y aunque volviera nosotros no somos los mismos. Seríamos extraños. Anónimos. Como un árbol que crece y ya no ve el suelo que lo sostiene, me he olvidado de los demás.
9.8.09
Aviones
En el horizonte, una luz. Desde la habitación del hotel, los aviones me dejan con la tristeza colgada como un cuadro. Pasan los aviones, yo me quedo en el hotel. Me dijeron que era un nombre, cualquiera, pero no sé quién soy, y no saber eso es no saber qué hacer. ¿Debo ir a trabajar, a estudiar, a buscar a mis hijos, a insultar, a descansar? El hotel es tan neutral que podría quedar en el Congo o en París, los empleados cambian el idioma, hablan inglés, italiano, español, rumano. Todos los días bajo al bar y tomo whisky, a veces grapa. Los aviones, afuera, rozando el techo del hotel, hacen un ruido que penetra en mi cuerpo de manera extraña, como la angustia. Me pongo a escribir, para construirme de a poco. Pero enseguida me quedo dormido, en bata, después de bañarme, con las intenciones de algún poema malo en mi cabeza. Me he quedado solo. Esperando que alguien golpee a mi puerta. Pero nadie golpea. El mundo no existe, sólo está mi soledad de hotel. Bajo a tomar algo y tengo la suerte de que hoy se hable en español. El mozo me dice que el hotel queda en Bari, que jamás han cambiado de idioma, que él justamente es español y que los demás sólo conocen el italiano; me dice también que mi estadía está paga, que mi nombre es M..., que no llevo equipaje, que llegué hace una semana y que me desea una placentera visita. ¿Por qué tantos aviones? Mi habitación es tan limpia y blanca que me entristece. No hay errores, excepto por una pequeña mancha de humedad en el techo, una gotita negra en la que me refugio todas las noches. Ayer estuvo nublado, y mirando por la ventana me molestó lo blanco y apagado que era todo: el cielo, las calles vacías y amplias, los pocos autos, la alfombra, mi bata. ¿Adónde voy? La luz titila en el horizonte. No tengo dinero para escaparme, estoy condenado a morir en este limbo, a llorar por dentro, a caerme y levantarme y no notar la diferencia. Pero a la tarde, a la tarde alguien golpeó a mi puerta. Me sobresalté y quedé anonadado durante largos segundos. Pregunté quién era, me contestaron con nuevos golpes. Miré por el visor, y a pesar de no ver a nadie sentí los golpes, fuertes, en mi oído, asaltándome, los golpes en la puerta y el sonido de los aviones que pasan. Dudé. Temí por el sobresalto, por el temor a que la manchita de humedad creciera y se comiera la blancura apagada de la habitación. Sin embargo, abrí la puerta. El pasillo vacío me alivió. Nadie me vino a buscar, nadie sabe quién soy, no tengo dónde ir. Tantos aviones y ningún destino. Cierro la puerta y me acuesto a dormir. Mañana será otro día (pensé), igual a todos, inflado, insulso, y yo seguiré solo, tan sólo como están los moribundos, los niños castigados en el rincón, y los ancianos durante la cena. Hoy me levanté, sin ninguna esperanza, y recordé tu cara. El avión está igual de vacío y limpio.
17.7.09
Casa natal
Un pinchazo en el dedo y una suma no definen nada. Entre el cuerpo y el intelecto, una montaña enigmática pero nunca siniestra, misteriosa en su luz, simple como un rayo de sol. Atravieso la calle para poder mirarte más de cerca. En el edificio más lejano, dos ancianos esperan la muerte con dulzura. Un taxi pasa lento con un taxista adentro. Ya no estás. La noche cae. Se levanta la luna. Pienso en tantas cosas que me perturba el caos, la carencia de un principio, de un nudo y de un desenlace, la ausencia de drama o de comedia, la simple rutina, el engaño. La avenida está desierta. Se ha dicho muchas veces: el amor es todo lo hay. Tanto se ha dicho que decirlo es como no decir nada, como putear a un referí, como cantarle a un muerto, como... (todo es pegajoso, tan pegajoso, tanto barro, tanta palabra vacía). El amor es todo lo que hay. Linda frase, linda palabra. "Amor". ¿Quién lleva el Amor sobre sus brazos para entregárnoslo, como un bebe caliente y limpio? ¿Quién carga con el peso de lo que nos falta? Es una avenida carente de amor sobre la que estamos parados. Nada está pensado para compartir. Y sin embargo, todo lo que hace es por amor. Nos embarcamos en grandes aventuras épicas para olvidarnos del dolor, entregamos la vida a los cerdos por amor a los hijos, engañamos esposas para poder seguir casados, todo por amor, todo por las buenas intenciones. Nada causa tanto mal como la bondad. La vida es tan aburrida que incluso el amor se torna rutina. Las personas buscan un colectivo, fingen accidentes, se van lejos, se disfrazan de payasos, creen agradarse para empezar nuevamente con la mentira. Ni yo sé lo que digo. Todo es pegajoso. Y quizás esto sea lo más desastroso que escribí en este blog. Pero la necesidad llama, lectores imaginarios. Nada me sale, pero lo intenté, aquí está la prueba. Ya no veo la montaña, ya la avenida se cubre de bruma. ¿A quién engañamos? Todo es un desastre excepto por el Amor. Todos buscamos Amor desesperadamente. Pero el Amor, como un dios caprichoso, nos deja tendidos, sin respuesta, a las puertas de la casa de nuestra amada.
28.5.09
Sueño eterno
La vida se hiere a sí misma dando paso a la muerte. No morimos de pena y oscuridad, morimos de exceso de luz. La vida es un suicida enamorado. Los órganos se acurrucan, el corazón se desespera, la sangre se espesa, y ante tanta exuberancia la muerte cierra el telón dándose por vencida. La muerte sólo triunfa en el miedo, vive allí, en la angustia, en el terror. Cuando la vida triunfa y una persona muere, es el fin de todo, incluso de la muerte. Quien se consume en una enfermedad notará cómo la vida lo entrega todo, cómo hasta las últimas células festejan su tarea. Verás, al final, que la realidad es sólo la mezquina contracara del sueño dulce y eterno.
11.5.09
Un árbol que galopa
¿Cómo puede ser que el caballo sea tan bondadoso? Se brinda al hombre con todo su cuerpo, con su belleza muscular, con su espléndida postura, con su fuerza y su raíz terrenal. Es el caballo el más bello de todos los seres que hay sobre la tierra, y hunde sus patas en el barro, en la piedra, en el cerro, en el pasto hasta hacerse parte de los llanos y los árboles. El caballo sólo pide agua, pasto y un árbol (hay que verlo tan plácido bajo el fresco de una sombra), lo demás no lo pide, sencillamente le pertenece. Así como la ballena es la dueña de los océanos, el caballo marca la tierra con sus huellas, el caballo no hace al camino, el caballo es el camino. Y el hombre, feo animal sin cola ni pezuñas, no sería nada sin él. Jamás podría haber alcanzado las distancias que alcanzó, jamás habría conocido la pampa horizontal, nunca habría trasladado su cuerpo ansioso hasta el horizonte. El caballo se presta, entero, al pobre y al rico. Lo pueden ver señorial llevando sobre sí a un rey, o empujando cansado pero imparable el carro de un pobre; corriendo en algún hipódromo, con su belleza portentosa y conmovedora, o todo deshilachado y flaco, con las costillas al aire y el lomo algo caído, trasportando la basura y los cartones por las calles de la ciudad. A veces me parece que nos tiene una pena enorme, que nos ayuda porque nos sabe inferiores, patéticos, necesitados de creernos amos. Pero el caballo, ese animal que es un árbol andante, un roble surcando las tierras, no es esclavo de nadie, y en todo caso el hombre es esclavo de su bondad y de su fuerza. El caballo es la historia del hombre, no nos ignora como lo hace el búho o la hormiga o el halcón, nos tiene piedad, nos ayuda, nos ama si por amor entendemos la compresión profunda de las cosas, la compenetración en la materia, y así deberíamos amarlo nosotros, dejándonos usar por él, admirando su hermosura y su entrega. Trota y trota, jamás se cansa, lleva carretas, lleva personas, carga con la tristeza. Cuando debe quedarse quieto, sobre el asfalto, sediento y cansado, se queda quieto, y cuando con un golpe sale andando es por puro disimulo de su superioridad, es camino clacketeado sobre el asfalto maldito, es tierra húmeda cerca del río, canción serena del caballo dormido, carrera inútil y feliz más allá del alambrado. Me hace llorar la belleza y la bondad del caballo noble.
13.4.09
Hay una infinita esperanza
Cansado. Harto. Hastiado. De los escritores y sus palabritas inteligentes, de los empresarios y sus trajes y sus corbatas, de los empleados y el sueldo a fin de mes, de los jóvenes y su entusiasmo vacuo, de los filósofos y su intelectualidad de cristal, de los turistas y las máquinas de sacar fotos, los celulares con camarita, de los rockeros y sus tribus, de los códigos y las botellas de cerveza, de las colas en los supermercados, de los empujones en el subterráneo, de los mozos y su corrección, de los precios que suben, de la bolsa que baja, del dólar que cotiza, de los mendigos y su compasión autoinflingida, de los ladrones de dos pesos, de los ladrones que se hacen señores por millones de pesos, de la señora y el miedo, de las amas de casa y su telenovela, de la camisa mal planchada, del taxista puteador, de los votos comprados y a conciencia, de la democracia corrompida, de las dictaduras encubiertas, de la publicidad encubierta, de los combos agrandados, de los combos sin agrandar, del sol que pega sobre el cuerpo bronceado en una plaza cualquiera, de las medidas progresistas, de los fascistas escondidos detrás de la normalidad, del saltimbanqui y sus guitarras, de los semáforos, de las sendas peatonales, de las monedas de diez centavos, de la paz del anochecer, del paseo del perro, del espectáculo en la calle Corrientes, de las parejas bailando tango, de los bares que cierran, de los negocios de ropa que abren, de la camiseta de la Selección, de los anteojos de sol, del chicle abajo de la mesa, de la caminata por Palermo, de la lluvia que nunca llega en una tarde de calor sofocante, de los números de la lotería, de la última noticia, de los políticos y su amor por las migajas del poder, de la honestidad, de la falsedad, de la opinión sobre todo todo todo. ¿Qué hacen los escritores? ¿Cuál es su función? ¿Qué sentido tiene jugar con lenguaje, volcar en unas páginas nuestros saberes? Todo es olvido, todo carece de sentido. La literatura es olvidarse un rato de las miserias del mundo. La literatura es la miseria del mundo. Podrás componer la canción más hermosa del mundo, y hermosa se perderá entre la mugre de las calles. El desgano ha vencido. Todo lo que se hace persigue un sólo interés: el dinero, y el dinero se ahoga en su propia miseria, es un placer que se acaba en el consumo, en un fogonazo de áspero goce. ¿A quién convence el escritor con sus oraciones bien armadas y su sintaxis perfecta, con su claridad de juicio y su inteligencia a prueba de balas y tormentos? ¡No queremos saber la verdad! Queremos mentiras que nos estiren la vida, día a día, vivir el presente, ahogarnos en el futuro incierto. La verdad es una entelequia que ha sido sepultada. ¿Para qué saber la verdad? El mundo no cambiará, y no queremos que cambie. Los poderosos seguirán siendo poderosos, y nosotros tranquilos, acá, los buenos, los dóciles, los tiernos, los familieros, los nenés de mamá, los religiosos, los jueces, asombrándonos durante un segundo y volviendo a la rutina y no esperando más de la vida. No escriban más libros, por favor, no lean más, no se conmuevan. Me produce asco la emoción del público ante una obra de arte. Es la purificación del hipócrita. Brindemos por rutina y más rutina, por toneladas de tranquilizantes, por las drogas más evasivas, por el alcohol, las fiestas, el ruido. No lean más. No aprendan. No luchen. No busquen la grandeza, sólo encontrarán hipocresía, ego, desesperanza. Estoy harto de la vida, dejen que duerma para siempre, que me esconda de todo, que se evapore el mundo exterior, yo sólo existo para mí. ¿Qué me importa la verdad? Todo es falso. Podría morir hoy o mañana. Nada cambiaría. Cientos de personas asesinadas por un demente son un poco de tinta sobre un diario. Nada más. La alegría es un chispazo de hipocresía. La tristeza es un poema mal hecho. La poesía es obra de los idiotas. De los enfermos. La novela más grande de la historia ya no vale nada para nosotros. No quiero pensar. No quiero sentir. Quiero dormir, aunque esté despierto. Quiero sentir la seguridad, el confort, y no hacer nada por lograrlo. El esfuerzo es una plaga, una hinchazón en la piel infectada del hombre. Silencio. Basta de palabras. Dormir. No pensar. No preocuparse. Anestesia. Si la muerte llega, que no nos preocupe. ¿Qué puedo hacer yo frente la muerte? Sólo no preocuparme. No hay otra cosa que tiempo perdido. Quiero consumir y ser consumido. Tomar bebidas caras y no pensar en el trabajo que costó hacerlas. Quiero descansar, incluso cuando no estoy cansado. Quiero quejarme maquinalmente. No leer. No conmoverme. No preguntarme por nada. Aceptar todo como viene. Que sea lo que sea. Que el presente lo cubra todo, como un manto sobre un muerto. Quiero viajar a la playa y volver rápido. Comer rápido. No disfrutar. Engullir. Que las canciones se me peguen y que las olvide en seguida. Que me digan qué escuchar, no quiero elegir. Quiero ser mandado. Quiero ser esclavo. Quiero tener un jefe que me quiera. Quiero portarme bien para él. Quiero ver la ciudad desde arriba de la terraza del edificio más alto y sentirme parte de ella, sentirla eterna, hermosa, sublime. No hay sentido. No hay esfuerzos válidos. Todo está perdido. El desgano me ha ganado el cuerpo. Y sin embargo, hay bastante esperanza, una infinita esperanza. Pero no para nosotros.
11.4.09
Destino del canto
En estos días fantasmales en la gran ciudad, de los que soy plenamente consciente desde mi llegada de los cerros y los valles, de la tierra y las piedras y los caminos, la música me salvó la vida. Puede sonar exagerado, pero no lo es en absoluto. El folclore, lo que los amigos del encasillamiento llaman "folclore", es decir las zambas, las chacareras, las bagualas, las vidalas, las milongas camperas, las chayas, las tonadas y tantos otros ritmos, supieron tender una cuerda entre el fantasma que soy y la lucecita que fui (y todavía soy) en los cerros. Tengo la teoría (incomprobable científicamente, y por eso Verdad Pura) de que en esos días, durante mis últimas vacaciones, que en verdad trascendieron grandemente esa palabra ("vacaciones") tan mezquina, el paisaje se me metió adentro, se me fue haciendo carne, y yo en realidad me quedé allá, el que volvió es una sombra, un calco mal hecho. Hay otro que vive en el paisaje pedrogoso, que se quedó con mi vida, y hay uno, el que escribe estas palabras, el que trabaja, el que paga la luz y el gas, el que camina por las calles sin ganas, que, sí, se tomó el colectivo de vuelta, que bajó a los llanos, que se internó en la ciudad, pero que vaga por la vida como un fantasma problemático. Tengo que pedirle una doble disculpa al lector imaginario de estas palabras: primero, sabrás perdonar el matiz biográfico de este entrada del blog, no es mi intención hablar de mis "vacaciones" ni vender turísticamente nada, como tampoco pretendo que el eje de atención sean mis aventuras en la naturaleza; segundo, hace un tiempo que insisto con la denominación "fantasmas problemáticos", y debo confensar que en realidad le pertenece a Juan José Saer, y está dicha como al pasar pero reafirmada en cada página de su novela "El entenado". En mi pobreza de lenguaje y pensamiento no encuentro una definición mejor para hablar de mí, del que volvió a los llanos grises de la ciudad, y de todos los que me rodean. Fantasma es aquel ser que está muerto pero sigue vivo, deambulando sin materialidad por oscuros lugares, casonas abandonadas, entre telarañas, que provoca sustos a los vivos pero aburre a los otros fantasmas. No hay nada de espiritual en un viaje hacia la naturaleza. El espíritu en verdad vive en las ciudades. Cuando uno se interna en la selva y el monte, todo se torna material, palpable, vivo. La montaña es lo más extraordinario que existe sobre este planeta porque es sumamente tangible, es la tangibilidad propia, lo real, lo concreto. La vida es pegarse en la cabeza, rasparse, caminar, incomodarse, tener hambre, tomar agua, mojarse los pies en el río. Como dice Saer, el indio americano, aún en su desconfianza hacia las cosas, era infinitamente más real y más vivo que estos fantasmas problemáticos que llamamos gente, personas, los hombres occidentales, europeos. En la ciudad, el espíritu prima, en el sentido que todo es etéreo, nada es verdad, nada concreto. Vivimos sin saber para qué vivimos, trabajamos sin ningún motivo aparente, nos distanciamos de las cosas a diario, existimos en la más terrorífica nada, en la angustiante alienación del que lo ignora todo y pretende ser feliz de esa manera. No hay modo de vida más idiota, más infernal, más fantasmórico. Morir, morir, morir y morir. Nunca vivimos. La vida, como la entendemos, es un conjunto de sucesos para aplacar la vida. Talamos árboles, construimos moles de cemento, nos escondemos del latido de lo real. En esa nada espantosa inventamos problemas para llenar el vacío, nos creemos dioses y hormigas, basura y moralistas, tipificamos modos de vida, encerramos a los diferentes, encasillamos lo distinto, le tememos a la muerte de una manera paralizante. No pasa nunca un día, desde mi regreso, en que no piense en estas cuestiones. La depresión, enfermedad deleznable de las ciudades, nunca se apropió de mis días perdidos, pero sí la tristeza, una angustia penetrante que se me hubiese hecho insoportable de no haber sido por el folclore. Las zambas de Atahualpa Yupanqui, "La viajerita" de Mercedes Sosa, las chacareras de tantos autores anónimos, forman la música verdadera de las regiones que visité. Siempre me gustaron esos ritmos, pero no los comprendí hasta hace poco: suenan en los cerros, suben los caminos las vidalas, se van para Santiago del Estero, se pierden en Tucumán, renacen en Salta, se vivifican en Córdoba, toman aire en Mendoza, la Banda, el Churqui, Tafí del Valle, Maipú, Iruya, el querido Cerro Colorado. Respiran folclore esos lugares. La gente que compuso esas canciones conocía profundamente el paisaje. A tal punto es así, que durante un día húmedo y caluroso y agobiante de Buenos Aires puedo ir en el colectivo, apretado entre otros fantasmas problemáticos, escuchando una zambita y sentir cómo el paisaje crece conmigo. La esperanza de volver me mantiene con vida, y esa esperanza se hace más palpable con la música. El joven que vive la ciudad, que supuestamente es mi compañero generacional, que supuestamente es culto, que tiene acceso al cine, a recitales, libros y demás, es muy probable que nunca haya oído siquiera el nombre de Suma Paz. Me cuesta mucho hablar de Suma, que murió hace unos días, de repente, a los 70 años. Me cuesta porque el respeto que me genera no tiene dimensiones. Hice toda esta introducción por culpa, o gracias, a ese respeto. Suma lograba el mismo respeto que logra la montaña frente al pequeño humano que la observa. El canto de Suma, como el cerro, vivirá más años que cualquier hombre, penetrando en los recovecos de las piedras. Asumo que ése era su anhelo. Su otra gran virtud fue empardarle en cuanto a intérprete nada menos que a Atahualpa Yupanqui. Nadie cantaba las canciones del Maestro como Suma, excepto quizás Mercedes Sosa, aunque Suma es la heredera perfecta del legado de Atahualpa. Como él, no tocaba la guitarra: la hacía sonar. Le pulía el sonido que el instrumento ya tenía dentro, su cualidad de madera de árbol antiguo, su cantar de pájaro triste. Ningún otro folclorista vivo tiene esa cualidad. La voz de Suma, malamente compilada en algún disco compacto barato, que sin embargo lo es todo para mí, tiene una calidad interpretativa como sólo la tienen aquellos que comprenden la tierra, que la viven, que la respiran por más que las distancias sean crueles e implacables. Suma tenía voz de camino y de piedra. No necesitaba la fama ni el reconocimiento, cantaba en pueblitos perdidos siendo una artista excelsa, de una calidad y una trayectoria conmovedoras. El canto lo es todo para el hombre. Y Suma, sépanlo los tristes que no la conocen, es el canto de la tierra. Gracias por alargarme y alegrarme la vida, Suma, gracias por acompañarme en sueños desvelados con el anehlo de escucharte cantar en algún escenario, cosa que ya no podré hacer, Suma, pero soñaré con eso, seguro, pensaré en silencio respetuoso en tu cantar, en tu guitarra sabia, en los cientos de pájaros y de árboles donde encarnó tu voz profunda, soñaré con eso, Suma (gracias de nuevo), y con las palabras del Maestro que nadie decía como vos y que lo dice todo sobre tu obra y tu estatura de intérprete criolla: "Nada resulta superior al destino del canto. Ninguna fuerza abatirá tus sueños, porque ellos se nutren con su propia luz. Se alimentan de su propia pasión. Renacen cada día, para ser. Sí, la tierra señala a sus elegidos. El alma de la tierra, como una sombra, sigue a los
seres indicados para traducirla en la esperanza, en la pena, en la soledad. Si tú eres el elegido, si has sentido el reclamo de la tierra, si comprendes su sombra, te espera una tremenda responsabilidad. Puede perseguirte la adversidad, aquejarte el mal físico, empobrecerte el medio, desconocerte el mundo, pueden burlarse y negarte los otros, pero es inútil, nada apagará la lumbre de tu antorcha, porque no es sólo tuya, es de la tierra, que te ha señalado. Y te ha señalado para tu sacrificio, no para tu vanidad. La luz que alumbra el corazón del artista es una lámpara milagrosa que el pueblo usa para encontrar la belleza en el camino, la soledad, el miedo, el amor y la muerte. Si tú no crees en tu pueblo, si no amas, ni esperas, ni sufres, ni gozas con tu pueblo, no alcanzarás a traducirlo nunca. Escribirás, acaso, tu drama de hombre huraño, solo sin soledad, cantarás tu extravío lejos de la grey, pero tu grito será un grito solamente tuyo, que nadie podrá ya entender. Sí, la tierra señala a sus elegidos. Y al llegar el final, tendrán su premio, nadie los nombrará, serán lo "anónimo", pero ninguna tumba guardará su canto".
seres indicados para traducirla en la esperanza, en la pena, en la soledad. Si tú eres el elegido, si has sentido el reclamo de la tierra, si comprendes su sombra, te espera una tremenda responsabilidad. Puede perseguirte la adversidad, aquejarte el mal físico, empobrecerte el medio, desconocerte el mundo, pueden burlarse y negarte los otros, pero es inútil, nada apagará la lumbre de tu antorcha, porque no es sólo tuya, es de la tierra, que te ha señalado. Y te ha señalado para tu sacrificio, no para tu vanidad. La luz que alumbra el corazón del artista es una lámpara milagrosa que el pueblo usa para encontrar la belleza en el camino, la soledad, el miedo, el amor y la muerte. Si tú no crees en tu pueblo, si no amas, ni esperas, ni sufres, ni gozas con tu pueblo, no alcanzarás a traducirlo nunca. Escribirás, acaso, tu drama de hombre huraño, solo sin soledad, cantarás tu extravío lejos de la grey, pero tu grito será un grito solamente tuyo, que nadie podrá ya entender. Sí, la tierra señala a sus elegidos. Y al llegar el final, tendrán su premio, nadie los nombrará, serán lo "anónimo", pero ninguna tumba guardará su canto".
6.4.09
Buen finde
El olvido me parece necesario. La evasión me parece buena cosa. Sin embargo, durante toda mi vida me chocaron las costumbres sociales que usamos para evadirnos, me causaron y me causan repulsión. Jamás entendí a los que reciben el fin de semana como si fuera la panacea, a los que festejan con tanto entusiasmo la Navidad y el Año Nuevo, jamás comprenderé a los que se ahogan todos los sábados en alcohol y música estridente para olvidarse del lunes. Durante largos años la diversión para mí fue palabra maldita, asquerosa, viciada. Divertirse significaba olvidarse de la muerte, y quien se olvida de la muerte sistemáticamente no ama la vida y no puede aspirar a ningún grado de felicidad. Eso pensaba. Pero (ahora lo sé) lo que verdaderamente me hastía es cierto tipo de evasión: la que vive inmersa en el vacío, la que nos pasa por un espiral y nos exprime, la que nos chupa, la que podríamos llamar "evasión burguesa" si no fuera porque la diversión sea no digamos un invento burgués pero sí un síntoma de nuestra organización social. Soy de los que no pueden alegrarse los viernes porque siempre tienen el lunes presente. Dicho de otra manera: considero una hipocresía esa evasión de pacotilla, esa pseudo-liberación de dos días, y del mismo modo considero las salidas a boliches, el vómito mañanero, las peleas sofocantes y absurdas. Sólo creo en una evasión con sentido. Cuando una persona agarra un libro o se sienta en el cine a ver una película, no tengo dudas que lo hace para evadirse. Es más, sostengo que la función primigenia del arte es la evasión, esto es la separación del mundo cotidiano. La religión, bien vista, es la evasión de lo terrenal. Pero lo verdaderamente grandioso del arte es que en esa distracción el hombre se encuentra a sí mismo. Un libro de física o de economía no son la evasión de nada (aunque algunos sostengan la capacidad de abstracción que propina una ciencia como la matemática), pero una novela de Tolstoi nos sitúa en un lugar lejano del que estamos pisando, nos hace preocuparnos por personajes que no existen (en nuestra cotidianidad), y supericialmente visto sería lo mismo que la telenovela de las dos de la tarde. La diferencia es que el arte nos proporciona una distracción con sentido, con sustancia. Mientras la telenovela sólo incrementa (por lo menos en mí) el vacío de lo cotidiano que acecha al apagar el televisor o cambiar de canal, el arte nos lleva a replantearnos quiénes somos, cómo vivimos, adónde vamos, casi como sin querer la cosa. De ahí que muchos escritores o pintores sean tímidos, retraídos, asociales: sencillamente no encuentran en la realidad concreta una manera de expresarse y deciden evadirse y cambiar la realidad desde la ficción. El hecho de que la ficción tenga la capacidad de modificarnos e incluso modificar la realidad o por lo menos dar una fuerte opinión sobre ella no habla si no de la grandeza del arte. Por lo tanto, ir al cine a atragantarse de pochoclos y ver desesperadamente la última de Chuck Norris desmuestra un cinismo oculto desesperante, mientras que sentarse en la oscuridad de otro cine a ver un buen drama o una buena comedia y en el camino reencontrarse con ciertas verdades, aunque sean parciales, es otra cuestión totalmente distinta. Ambas comienzan en el mismo punto (la evasión), pero terminan en otro diferente, diametralmente opuesto. Este último tipo de distracción la considero fundamental para subsistir en un mundo agobiante y cruel, e incluso necesario para subsistir en cualquier mundo, para tolerar la angustia que conlleva el sólo hecho de vivir. Los Comechingones no se caracterizaban por tener precisamente holgadas rentas ni por disponer de muchos findes que disfrutar; su vida, como la de todas las sociedad primitivas, era dura, sacrificada, y sin embargo entre sus necesidades básicas ubicaban el arte, la pintura, se hacían un tiempito para ubicarse bajo un alero y evocar el mundo de todos los días pero desde otra perspectiva. Ahora bien, creo que el concepto mismo del fin de semana, y lo que éste implica (salidas, conciertos, amigos, alcohol, etc), está enfermo. Sólo alguien que no cree en nada, que está desesperadamente solo y acorbadado por su soledad, puede desear y ver tanta luminosidad en dos días aplastados por semanas y semanas de alienación. De alguna manera, y sin temor a que alguien me acuse de marxista (¡horror!), podríamos decir que el fin de semana ocupa hoy el lugar que la religión ocupaba en la Edad Media. Es el opio de los pueblos. Fíjense lo acertada que es la metáfora de Marx: el opio es un analgésico, un narcótico, te adormece, te seda, te emboba; en el siglo XIX los ingleses introducen el opio en China para ganar la guerra y vencer y adormecer a un pueblo entero, y lo que un obrero chino que se volvía adicto gastaba 2/3 de su sueldo en opio y dejaba a su familia en la miseria. No me gustan, entonces, las distracciones derivadas del opio. Y no sólo me gustan, si no que me parecen constituyentes para la educación y la formación de todo ser humano, las distracciones derivadas del arte. Me podrían objetar que, al fin y al cabo, ambas son evasiones y que para los poderosos, los que quieren que sigamos yendo el lunes a trabajar, es lo mismo que mires una de Truffaut que te chupen la tetilla en una bailanta re PRO. Estoy convencido que no, aunque (hay que decirlo) muchos entiendan el arte sólo como vía de escape y, pecado tristemente común de observar en estos tiempos, reduzcan una obra a un mero pasatiempo cool, a un entretenimiento vacuo, a una masturbación dolorosa. Pero ése es otro tema, contra el que sin dudas el arte verdadero debe luchar. Sin ir más lejos, se puede ir a un recital de rock durante un finde y salir cuajado por el olvido, en tal caso la función del arte (ir de la evasión a la verdad) no será cumplida, aunque sí la del pasatiempo. En mis últimas vacaciones, intentando alejarme, distraerme, me encontré a mí mismo; llevé una "lectura veraniega", un libro llamado "El entenado", así como para distraerme, y jamás olvidaré el placer y la conmooción que me dejó cuando lo cerré por última vez. Por eso, detesto el arte pretencioso, el que se postula a sí mismo como Gran Arte y se hace pensado para unos pocos. No es una postura populista, es tener en claro el concepto mismo y la finalidad del arte, que es empezar como si nada, humildemente, como un cuentito, y terminar demostrándonos que muchas veces la verdadera evasión es eso que llamamos realidad, pesadez mortuoria de lo cotidiano, eso que llamamos finde. El arte no sabe de días o de condiciones económicas ni de profesionalidades ni de talentos innatos. El arte es una necesidad, y así como bebemos agua deberíamos tenerlo presente siempre, para centrarnos en un mundo sin dios, sin finalidad, atosigado de presente y escapismo vacuo.
3.4.09
Chicho
A los 80 años, a esta edad que casi nadie desea tener, a la que nunca pensamos en llegar, las costumbres y lo que llamamos realidad se vuelven extrañas. Es difícil explicarlo porque los sueños se me confunden con lo cotidiano, cosas insignificantes me llaman la atención y me conmueven, como un yuyito creciendo en una áspera pared, un rayo de sol recostándose sobre mi patio, las uñas de mis manos. De la misma manera inexplicable, quiero a mi perro como nunca quise a nadie. No es que haya tenido una vida solitaria, todo lo contrario. Se cuentan por decenas mis nietos, y todos dicen quererme y me lo demuestran asiduamente. Tampoco es que sea desagradecido, pues he querido a muchísima gente en mi vida y me han querido más todavía, empezando por mis padres, mis hermanos, hasta mi última esposa, que justamente fue la que tuvo la idea de tener un perrito, hace más o menos quince años. Nada atípica la idea: nuestros hijos se habían ido del pueblo con sus familias, nos sentíamos solos, pálidos, con una palidez de tarde tormentosa, y a mi esposa se le ocurrió lo de la mascota. Nunca me habían gustado los perros, ni los gatos, ni ningún bicho parecido. Los creía una molestia, sucios, estúpidos. Así que rechacé la iniciativa. De todos modos, mi mujer, testaruda como era, un día me cayó con un cachorrito todo deshilachado, embarrado, sarnoso, flaquísimo, con unos ojos tristísimos. Le grité a ella, a mi mujer, y la amenacé para que lo devolviera a su lugar. Por supuesto, no me hizo caso. Lo metió en el baño, lo cual me hizo enojar todavía más, le puso shampoo, lo enjabonó. El perrito era tan silencioso que durante mucho tiempo pensé que era mudo. Su primer ladrido fue a los dos años, en la plaza, cuando vio a una perrito muy pituca pasar por la vereda de enfrente. En el baño, mientras el olor a perro mojado me exasperaba aún más, el pobre animal no hizo un solo ruido, no se quejó de nada. Tampoco movía la cola, simplemente llenaba su cuerpito con esos ojos negrísimos que parecían tener una gota de agua, brillosa, en el fondo. Tiempo después, como a los dos meses, cuando empecé a aceptarlo y me entregué al misterio de los animales, me asombraron las capacidades de su mirada. Lo decía todo. Lo sabía todo. Me entendía sin entenderme, me miraba con pena y profunda comprensión, como el conejo que, pacífico, entiende y siente ternura por el león que está a punto de devorarlo. Su sola presencia, a mi lado, mientras leía en el sillón o cuando comía una fruta o tomaba un café, le daba un aspecto de sabio, la calidez de una raza que estuvo junto al hombre desde tiempo inmemoriales y que sabe de su destino, de su amanecer y su ocaso. Claro, ahora soy viejo y a veces estos pensamientos los atribuyo a mis achaques, pero no hay día en que no lamente, a veces hasta las lágrimas, no haber tenido un perro antes. Mi esposa era tan insistente y al mismo tiempo tan tierna, que terminé aceptando la mascota casi como un favor hacia ella. Una tarde nublada y silenciosa de otoño lo saqué a pasear. Caminaba a mi lado sin necesidad de correa. Nunca hubo que enseñarle nada. Meaba cada uno de los árboles por los que pasábamos. No había mayor alegría para él. A veces se adelantaba unos metros, apenas trotando, y bamboleaba sus genitales con una inocencia maravillosa que siempre me arrancaba una sonrisa. Le pusimos Chicho de nombre, en homenaje a un viejo amigo de mi juventud. Chicho tenía una costumbre que me pasmaba. Sabía cuándo yo estaba triste o contento. Lo intuía. Para los perros la intuición es todo, como para nosotros lo es el raciocinio. A los 80 años, sépanlo si son jóvenes, la intuición también lo es todo. Eso, y los sentimientos y la memoria. Que es más o menos lo mismo. Los perros, de alguna manera, son viejos casi toda la vida, o por lo menos Chicho lo era. A veces me sentaba a mirar por la ventana y una angustia enorme me invadía sin razón. Chicho, estuviese donde estuviese, parecía oler esa pena. Venía silencioso y se me acostaba a los pies. O me daba la pata. O me miraba. De igual manera enseguida sabe cuando una tenue alegría me asalta, y entonces la cola se le mueve como la hélice de un helicóptero. Cuando Chicho tenía ocho años (porque ahora cuento el tiempo a partir de la edad del perro, como si hubiera un antes y un después de su llegada), mi esposa murió de un repentino y fulminante cáncer. Dos semanas de vida tuvo desde que se enteró hasta que falleció. Ninguno de mis hijos pudo venir a verla en ese tiempo. Yo me pasaba la mayoría del tiempo a su lado, en la cama, junto con Chicho. Pero cuando murió, un mediodía caluroso, justo me había ido a comprar té al supermercado. Sólo el perro la vio morir, y me gusta pensar que las últimas palabras de mi esposa fueron para el animal, para alguien que no entiende el idioma. Es curioso, pero así es la vida, justamente así. Un idioma no escuchado, un amanecer olvidado, la taza de café de nuestra madre, rota, olvidada en un desván. En ese instante, en esas supuestas palabras que Chicho no comprendió, se encierra todo el misterio del universo. Ahora Chicho era un perro viejo, del mismo modo que yo soy un hombre viejo. Salimos a pasear todavía, lentamente. Los quince años de un perro son como los 80 años de una persona, por lo que Chicho está gravemente. Me dijeron que tiene algo en los huesos, que no le permite caminar bien. Sin embargo, así, rengo y todo, no deja de mear los árboles, de revolear los genitales con toda la alegría del mundo. Ayer (y éste es el motivo por el cual empecé a escribir estas palabras), en uno de esos paseos que son mi vida entera, íbamos los dos, viejitos, uno lento y el otro rengo, por una vereda cualquiera de este pueblo, y nos cruzamos con una nena de unos ocho años que juntaba flores y pastitos de las macetas de los árboles. Cantaba una canción de moda, iba saltando, sola, quizás a visitar a un pariente, quizás al supermercado. Pasó rapidísima, saludando al día, con un vestido celeste claro, con el pelo recogido y negrísimo. Lo miró a Chicho y lo acarició, como si fuera una planta más, y siguió como si nada, como pasa la alegría a mi edad. Yo seguí, con mi perro, para el lado opuesto, hacia donde el sol se escondía. Hoy a la mañana murió Chicho, sin chistar, en su rincón de la cocina. Lo levanté como si fuera un bebé recién nacido, con un cuidado enorme, lo llevé al patio, lo envolví en una manta y llamé a un conocido para que ayudara a enterrarlo. Ahora es de noche, la luna se enciende, más cercana que nunca. El olor a tierra húmeda se empieza a sentir con fuerza.
18.3.09
¿Lobo está? (segunda parte)
No hay belleza mayor que la amoralidad. El sol brilla incluso en las ciudades egoístas. El gato acaricia al asesino como acaricia al santo, y sólo deja de acariciar o huye o araña cuando lo molestan. Mientras haya una mano que le dé cariño, poco importa de dónde proviene esa mano. No hay otra moral posible. Por más edificios monstruosos que se levanten, por más subterráneos que se construyan, el sol hará todo lo posible por penetrar en las rendijas de los hogares, de las plazas, de las calles. Sólo cuando el hombre se encierra y se niega a la vida es cuando el sol lo ignora; sólo cuando el hombre le da la espalda al brillo caliente del astro es cuando las tinieblas se apoderan de los terrenos y las cuevas. A medida que el hombre se aleja de la naturaleza más miedo le tiene a la vida, y cuando le tiene miedo a la vida y desea secretamente la muerte (como lo hacen las religiones) es cuando la seguridad y la familia y el orden (esos tres pilares de nuestra sociedad) se vuelven una cuestión problemática. Y seguridad y familia y orden son tres edificios que se asientan en la base de la moral judeocristiana. Alojados al borde de un arroyo, a las sociedades primitivas no les importaba la moral, sencillamente porque no conocían esa palabra, porque, más allá de cierto orden necesario para fundar cualquier organización social, la única inseguridad era la incertidumbre de la comida diaria, y la muerte era una preocupación bella, una pena honda, pero que existía por amor a la vida. Allí, la vida daba sentido a la muerte; aquí, la muerte da sentido a la vida, del mismo modo que necesitamos de un otro para construir un nosotros. La muerte, en nuestras sociedades, parece ser materia fundante de la supervivencia. El confort no ha hecho si no esclavizarnos en el miedo, la seguridad nos atemoriza y la vida nos espanta. Así, el hombre moderno es un ser contra natura. La muerte nos anula la vida, cuando debería darle sentido. La religión, al poner la felicidad en un lugar lejano, más allá de la vida, nos quitó el sentido de la existencia. No matarás, no robarás, nos dicen, ¿pero qué necesidad perversa se mueve en esa prohibición si no la de una represión monstruosa? Sólo se le prohíbe matar a quien es asesino. Los valores negativos, la negación de los instintos, representan la masacre de todo la vida que en este planeta. Solamente quien está extremadamente descontento con su vida tiene la necesidad imperiosa de ser feliz. Quien realmente es feliz, lo es y listo, sin necesidad de demostrárselo ni siquiera a sí mismo. La sonrisa surge, mientras que la risa se impone. Pero el hombre es un niño todavía, o peor: un adolescente caprichoso con miedo a irse de la casa de sus padres. Todo le indica que debe crecer, que la inseguridad es necesaria para el aprendizaje, pero prefiere alargar su estadía por comodidad burguesa, por temor a la vida. Entonces, busca en el otro, en la masa, la comprobación de los valores vencidos, la falsa alegría de un supuesto sentimiento común, y la ama de casa se junta con el cura y rezan una oración sobre un dios muerto, se consumen como seres miedosos que son, como fantasmas atemorizados por el mismo miedo que ellos crearon. La bondad y la maldad deben ser extirpadas del corazón humano, porque el único daño posible, el único daño realmente duradero, es el del ignorante. Cuando se conoce a una persona, cuando se conoce y se comprende una cultura, cuando no hay universo más enorme que la cascada de un río angosto, entonces los límites de la moral se borran poco a poco hasta desaparecer del todo. Y así por fin, para siempre, seremos libres y seremos iguales.
17.3.09
El sueño de una artista
Llevaba una vida aburrida. Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. No era lo suyo. Le gustaba escribir. Tenía algunos cuentos hechos. Ninguno era gran cosa. Tuvo un novio. Dos años juntos. La separación fue de común acuerdo. No la afectó. Se había recibido de Licencia en Letras. ¿Para qué? Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. La ropa sucia amontonándose. La televisión hablando de cuestiones ajenas. El colectivo repleto (ocho y media de la mañana). A ella le parecían vacas. La gente, amontonada, le parecían vacas. Yendo al matadero. Tenía un buen sueldo. Se compró una licuadora. Nunca la usó. Se la regaló a su madre. Su madre nunca la usó. Tenía un buen trabajo, que de a poco fue volviéndose en un no-tan-buen-trabajo. A los dos años se convirtió en un trabajo insoportable. Se guardaba la angustia. Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. Las caras tristes. Los cuerpos contracturados. La alegría distante. Ocho y media. Llega al trabajo. Un edificio antiguo, un ascensor moderno. Piso once. En el trayecto, llora. No lo tolera más. Trabajo, comida, trabajo. Vuelta en colectivo. Cena solitaria. Tristeza que no se extingue. Comienza a escribir. Es una novela. Es la única manera. La única manera de salir del embrollo. Ser escritora. Su anhelo. Vivir de ser escritora. No más trabajo, comida, trabajo. No más vuelta en colectivo. En un mes escribe la novela. Es un policial. Pero en realidad habla de la angustia de sus días. De la suya y de la gente que viaja día tras día en el colectivo. Se entera de un concurso. Envía su novela. Trabajo. Colectivo. Ascensor. La pena se ha ido. La novela gana el primer premio. Cien mil dólares. Renuncia al trabajo. Vida de escritora. No más colectivos. No más gente triste. La vida es buena. La vida es alegría. Se convierte en una escritora famosa. Viaja en camioneta 4 x 4. Se muda a un country. Escribe todos los días. Toma té helado. Es feliz.
16.3.09
¿Lobo está?
El hombre es el lobo del hombre, dijo Hobbes con cara de enojado, con el gesto cínico, con la babita chorreándole por la comisura de los labios mientras se deleitaba observando el baúl repleto de oro que le ofertaban. El hombre es malo, para decirlo de una manera menos poética. Nace malo y es necesario controlarlo, encarcelarlo, negarlo incluso, tacharlo de lobo salvaje, de monstruo quizás. Por estos días aciagos que nos tocan vivir, hay un caso policial que parece confirmar la máxima de Hobbes. Josef Fritzl encerró a su hija durante 24 años en el sótano de su casa. La violó repetidamente y tuvo siete hijos con ella, uno de ellos murió al nacer, tres vivieron toda su vida encerrados y los otros tres fueron adoptados por el abusador y su esposa. A Josef Fritzl se le ha llamado "el monstruo de Amnstetten". Algunos se vuelven cínicos frente a este hecho incestuoso, difícil de comprender para casi todos, que negamos y tachamos como externo, como parte de una maldad innata, eterna, oscura, no-humana. Otros le echan la culpa al contexto social: Josef se crió en medio del odio nazi, donde el deber y el autoritarismo eran moneda corriente, además de una notable represión sexual. La hija de Fritzl, Elizabeth, era una adolescente problemática en una pequeña ciudad de 30.000 habitantes. Se fugó una vez de su casa y fue encontrada por la policía y devuelta a sus padres, hecho que la condenó al calvario. El incidente le sirvió como excusa al padre para esconderla en el sótano y concretar el placer sexual que lo obsesionaba. A la luz del día era un hombre normal, incluso respetado y querido por sus vecinos; debajo, en la oscuridad, era un monstruo, lo peor de lo peor, lo no-humano. Pero, ¿cuándo pegaremos el salto y dejaremos de ser infantiles moralmente? ¿Cuándo llegará la adultez a nuestro actos y pensamientos? Durante años la humanidad se ha obsesionado con la cuestión del bien y del mal. Un diablo en el suelo, un dios en el cielo; la camisa de fuerza para los locos, la corbata para los cuerdos; el mal como fuerza innata en el hombre, o el bien como expresión de lo humano. Yo también durante varios años estuve preocupado por el tema, siempre con la idea tambaleante de que el hombre es bueno cuando nace y la sociedad lo vuelve malo, poco a poco, inexorablemente. A veces las personas entran en un autopista fatal de causa-efecto que los lleva a soportar actos que los normales, los que nos decimos estar del lado de bien, tachamos de malévolos. Un día, sin embargo, pude salir de este embrollo, de este mortal maniqueísmo. Parado en el medio de la selva, mirando un gato, a la orilla de un río, dejándome hipnotizar por las olas del mar, o hechizado por algún cerro, fue la naturaleza misma la que me dio la respuesta: no hay bien, no hay mal. El hombre no nace bueno ni nada malo, porque ambos conceptos son totalmente subjetivos, sobreviviendo patéticamente en una moral putrefecta. De años y años dominados por la religión nos ha quedado la costumbre de juzgar a la personas basados en un sistema que no existe. Si Dios era quién decía lo que estaba mal y lo que estaba bien, y Dios ya no existe, entonces los conceptos morales de otrora son inválidos. Puede haber gente que crea en Dios, y seguramente la hay mucha, pero la cuestión de la fe es una cuestión privada en nuestra sociedad. Por lo tanto, como sociedad, hemos caído en el concepto del Dios personal. Y si un Dios es personal, nos puede hablar de cosas muy distintas a todos. La línea del bien puede llegar hasta ahí para algunos, y para otros ubicarse más allá. Dicho esto, ¿no queda absolutamente negada la posibilidad de la existencia del bien y del mal? En la naturaleza no hay moral, y a veces pienso que el hombre no es más que una enfermedad en este universo enorme y en esta tierra vasta y hermosa. Pero, para ser honesto, debería referirme a un tipo de hombre, el que crece en las ciudades, el que construye fábricas, el que contamina, el que vive deslindado de la vida, como un fantasma problemático. ¿Qué idea del bien y del mal tiene una flor? ¿O un tigre? El tigre tiene hambre y caza, mata y come. Nosotros hacemos lo mismo, pero a medida que conseguimos tener abundancia de comida, riqueza por demás, y nos basta caminar una cuadras para conseguir carne o leche, en el supermercado, cosas como abstraídas del trabajo social, entonces desde la comodidad de la casa, ajenos a la belleza hipnótica de la luna y a la verdad de los cerros, discurrimos sobre la moral, condenamos al otro, y lo hacemos de una manera ausente, despreocupada, vacía. ¿Por qué creernos superior al tigre? Muchas veces siento que somos inferiores al insecto más pequeño que habita en la selva, y no es por desprecio al hombre si no por admiración a la naturaleza y a los animales, que tienen el latir del corazón pegado a la tierra y que, por ese solo hecho, ya conocen más de la vida que nosotros. Josef Fritzl, el alemán que violó a su hija durante 24 años y al que llamamos monstruo, es la expresión más humana que existe. Cuesta entenderlo, pero es una verdad tan grande que nos asusta, y tanto nos asusta que encerramos a los monstruos en las cárceles, los alejamos de nosotros, los impolutos. Y nos asusta porque en realidad todos estamos mucho más cerca de Fritzl que del tigre, porque lo terrible, lo verdaderamente espantoso de este caso policial, es la represión de la moral, la negación del incesto, la supresión de los instintos más básicos del hombre. Nos guste o no, seamos cristianos o agnósticos, creamos nuestra sociedad en base a la represión, a la negación de lo animal, de todo lo bello y natural que tenemos dentro, que es como decir: todavía hoy, con un Dios ahorcado en la plaza central, basamos nuestra existencia en la represión, y de algún modo nos sentimos presos de esa manera de entender el mundo, como si hubiera un discurso único en ese sentido, cuando en realidad es tan simple como sentarse a la orilla del río, mojarse los pies, observar el cielo y comprenderlo sin pensarlo. ¿Qué es lo que lleva a un hombre a cometer crímenes terribles? Simple: el hecho de que exista el concepto de "crimen terrible". La represión se produce hacia un deseo prohibido, lo que excitaba a Fritzl era cometer una barbaridad, casi de la misma manera que un niño se porta mal para llamar la atención de sus padres, o como un borracho en San Patricio hace cosas "malas" para llamar la atención. El hombre no nace bueno ni malo, simplemente nace. Luego se vuelve un ser problemático, inhóspito, egoísta e hipócrita, pero por cuestiones complejas que tienen su epicentro en la moral judeocristiana. No hay felicidad más auténtica que la del perro, corriendo por la plaza, revoleando los genitales de acá para allá, meando los árboles, cogiendo perritas a plena luz del día, y no hay felicidad más patética que la humana, que la del hombre de ciudad que busca la alegría en un consultorio psiquiátrico. El monstruo Friztl es lo mismo que el monstruo Hitler: un producto profundamente nuestro, tan humano que asusta. Vale recalcar esto hoy que tantos piden pena de muerte y mano dura, que los medios impulsan un debate que no es tal y que caldean un ambiente de odio. La moral es hoy un lugar de lucha. Ya no hay distinción entre los buenos y los malos, los delincuentes y la policía, la gente normal y los asesinos. Como decía Discépolo, todos estamos metidos en un mismo lodo, manoseados. ¿En qué posición de supuesta altura moral se ponen los que piden cárcel, los que piden muerte a través de la mano del Estado? La repulsión que deberían causarnos aquéllos que tachan de monstruos o delincuentes a otros seres humanos, los que se ponen en una vereda de enfrente, es la hipocresía de semejante acto, el escondrijo burgués tratando de frenar la libertad humana. Nada más cercano a Fritzl-monstruo que el Fritzl-buen vecino. La actitud mimética del hombre de nuestros tiempos, el que día a día se aleja más de la tierra, es el verdadero holocausto. No hay más buenos ni malos, todos somos buenos y todos somos malos, que es como decir: todos vivimos en este barro del que es preciso salir. Sólo obervar al león, solitario en la selva, nos hará comprender la naturaleza del ser humano. El hombre es capaz de cualquier cosa, de amar y de matar, de violar y de cobijar. Pero lo que debería asustarnos es la negación de esas capacidades, pues en entonces cuando surge la hipocresía, el desprecio y la violencia.
28.2.09
Dodo
Qué triste es la pena del dodo. Vivió en su isla tranquilo durante larguísimos años, tiempos donde no había tiempo, lugares cuando no había lugares. El dodo era un pájaro melancólico: tenía alas pero no volaba, miraba de costado como extrañado del paisaje, caminaba lento porque su vida estaba arraigada. Cantaba, bailaba y sonreía el dodo, pero siempre sin cantar sin bailar sin sonreír el dodo. A veces dodeaba cuando los demás sin dodear los miraban pasear, y sin dudas el dodeo no era para cualquiera. Dodeando se le escapaba el mundo, y el mundo tenía en el pecho un dodo enclavado en miel y tierra húmeda. El hombre que llegó a la isla, sin embargo, lo llamó "estúpido", lo enjauló y dejó a la tierra sin corazón. Era lento el dodo como lenta es la luna, y el hombre que estúpido le decía al pájaro era estúpido por demás por no comprender lo que se comprende sólo respirando, sólo caminando, sólo estando. Qué triste la pena del dodo, que murió en manos del idiota mayor, que fue masacrado por diversión, que fue trasladado a tierras inhóspitas y que fue objeto de burla y de resentimiento. Por ningún pecado murió el dodo, más bien hace morir al hombre, inexorablemente, día a día, deprimido, sin un dodo que lo acompañe. El mundo se acabo entonces cuando se extinguió el dodo. Al dodo no le importó. Dicen en la isla que el último dodo libró una lágrima que cayó infinita rogando a la tierra por la estupidez del hombre; dicen que a un isleño los ojos petrificados del último dodo le dictaron un cuento entero que decía así: "bailaba la pena de un danzarín pájaro en la cascada, era tristeza libre, tristeza por la belleza, confusión por la certeza de estar vivo, admiración del árbol, hasta que una roca conmovió al pájaro, lo dejó inmóvil en su perfección: era una roca única al ser igual a miles de otras rocas; entonces el pájaro, que era el Gran Dodo, siempre vivo y enterrado en todos los dodos, entendió que su fin estaba dispuesto, que ser lento, pacífico, respetuoso, melancólico era su destino, pero que llegarían días de dolor no para los suyos, si no por la bestia ignorante, que vendría a saquear la tierra, que se llevaría a los hijos de los hijos de la tierra; el Gran Dodo, pues, se convirtió en árbol y dio asilo al primer nido de dodos del que todos los dodos descienden, que es como decir del que todo nació, hasta la estrella más distante". Es lento, es aburrido, es gracioso, es tonto. Con un hachazo le cortaron la cabeza, con un sorbo de fuego quemaron la isla; así, el que creía dominarlo todo se volvió fantasma. Mató indios, mató desaparecidos, pero cuando mató al dodo mató todo, cuando se burló del dodo se escindió de la tierra. Pero como hombre es quien escribe estas doderas palabras y como el lenguaje, como todos deberían saber, viene del dodeaje, es la esperanza certera la que nos mantiene atados a un camino, la esperanza del dodo no, que es enorme, pero sí la modesta esperanza de que alguien lea lo que escribimos, de que se nos haga danza la piel, y es por eso que digo, humilde pero certeramente: para que el mundo vuelva a su cauce normal y el universo no colapse de tristeza, debemos resucitar al dodo, colocarlo de nuevo en su isla, y como el pájaro melancólico fue eliminado hace muchos años por nuestras manos salvajes, debemos sentarnos sobre la roca de un cerro y esperar toda la vida, pedir hasta que nos sangren los ojos para convertirnos en dodos por unos instantes, unos instantes que duren toda la vida, que son un par de años, que son toda la existencia para el dodo, que es el principio y el fin del orden de las cosas en el universo.
24.2.09
Camino y piedra
Cuando vivía en mi pueblo, las noticias de la ciudad llegaban con eco, masticadas, lejanas. Era un microclima, decía yo, y me enojaba. Un día llegando a la ciudad le dije a mi primo "mirá lo que es esto" (los taxis gruñían como tiburones alrededor del colectivo), le dije que la ciudad te tiraba abajo y él me respondió: "sí, es verdad, pero la ciudad te da anonimato, te cobija sin importar quién sos, no te juzga, te esconde". Me dejó sin palabras, puse cara de "es cierto" y luego con el tiempo lo fui comprendiendo. Me escondí entre el cemento, me olvidé del cielo. Amurallado en mi departamento la vida era algo ajeno; y yo, un anónimo, uno más, alguien que no existía, sin peso, leve, muerto en vida, al costado. En los pueblos todos saben quién sos, la mirada del otro es pesada como un yunque. En la ciudad te ignoran. Me quedé en la ciudad. Lo gris de los edificios se fue metiendo en mi casa, como un preso que no conoce más que sus rejas y cuyo horizonte es la pared. Me deprimí, que es la forma más idiota de la tristeza. Me inmovilicé. Pedí ayuda a una mamá y a un papá. Creí en Dios y dejé de creer al rato. Me atosigué de noticias, de titulares y volantas, de programas de televisión, de realidad. De realidad, así decía yo, la realidad está en la ciudad. Eso creía. La realidad está acá, no en los pueblos adormilados del interior. Eso creía hasta que me fui al norte de Córdoba, años más tarde. Allí hay muchos cerros, algunos tienen plantas y árboles antiguos, otros piedras, y entre todos ellos hay uno de rocas rojas como la piel del indígena que lo habitó hace años, en otro mundo, en otro sueño, en otra realidad. Se llama Cerro Colorado. No es demasiado alto ni demasiado vistoso desde lejos, pero en su misteriosa soledad parece absorber las almas de los que lo visitan. Hace miles de millones de años que conoce la tierra que lo sostiene y los ríos que lo bañan, que da cobijo entre sus dolorosas piedras a las aves y los pastos sufridos. El hombre no era ni siquiera un insecto y el Cerro Colorado ya estaba ahí, inmutable, bello en su tosquedad, haciendo enmudecer al silencio. El Cerro tiene memoria de años puros y tristezas soleadas, en sus rocas se guarda el secreto de la tierra para el que sabe mirar. Bajos sus aleros los indígenas pintaron lo indecible, lo que el paisaje les quitaba en palabras lo volcaban en dibujos. Un guanaco, un cóndor, unos cerros. Nada más. Desde arriba del Cerro se puede escrutar el infinito, que es una selva serrana interminable, un mundo enclavado en la realidad de las rocas. Ahí, sentado bajo un mato, agradeciéndole la sombra, supe la verdad, como sin querer: no hay más realidad que el Cerro Colorado. Los problemas de los hombres de la ciudad quedan pequeños y ridículos frente a la verdad colorada del Cerro. Las noticias ya no sonaban lejanas, si no directamente extrañas, bizarras, provenientes de un mundo pegajoso y fútil, como de un circo de hormigas con cerebro de mono. Bajo el cobijo de un mato, en el Cerro Colorado, fui anónimo también, como en la ciudad, pero de un modo radicalmente distinto. Mientras en la ciudad la soledad atosiga, en el Cerro la soledad libera; mientras en la ciudad la tristeza es depresión, en el cerro es belleza; en la ciudad el anonimato es desprecio, en el cerro es respeto; en el Cerro Colorado uno es anónimo porque la naturaleza aplasta el ego, en la ciudad el anonimato es producto de una indiferencia atroz. La poca gente que vive bajo el Cerro Colorado conoce el valor de cada paso, el sonido de las suelas contra las piedras añosas, se saluda cuando se cruza con alguien aunque no lo conozca. En la ciudad, ya de vuelta del Cerro, en la calle nadie me saluda, y los que lo hacen, al salir yo de mi edificio, lo hacen con una impostura insoportable. Caminé unas cuadras. Una tristeza infinita me acompañó. Sentí que el Cerro Colorado me había ganado el cuerpo. Sentí que el paisaje se había hecho dueño de mi vida, de mi andar, de mis pensamientos, de mis palabras. Añoré su silencio con una necesidad urgente. El Cerro me llamaba con amorosa cautela. De pronto, la ciudad se me hizo fantasía. Mis raíces habían quedado en esos cerros, en esos valles, en esa lejanía que era mucho más cercana que el cemento y los autos y la gente, vacía y anónima. Sin darme cuenta, seguía viviendo en el Cerro, mi memoria estaba allí, mis raíces habían crecido en esos pocos días, mientras que la ciudad en la que viví tantos años me quemaba las raíces todos los días, como si debajo del asfalto hubiese un fuego que asesinara lo perdurable y hermoso de este mundo. Extraño el Cerro Colorado como nunca pensé que lo iba a extrañar cuando estaba frente a él, con mis ojos tratando de asimilar el paisaje. Todos nosotros moriremos, todas las noticias pasarán, los problemas desaparecerán y volveremos a inventar otros, y el Cerro seguirá ahí, hermoso, enorme, eterno y tierno como una plantita con las raíces llenas de tierra. Nada más me queda para decir que esto: perdón, perdón por ser tan torpe y tratar de ponerle palabras a lo que está más allá de lo decible (las nubes allí son cartas de amores lejanos), me siento incómodo contando lo que no puede ser contado, ocurre que hoy un fuego quemó mis pies, me hizo temblar la espalda y me quebró en dos. Yo vivo en Cerro Colorado aún estando en la ciudad. Ahí, en el norte de Córdoba, está la casa espléndida, la de siempre, la que nunca tendríamos que haber abandonado. Perdón de nuevo, dice este humilde escritor de palabras bruscas y atolondradas, que de ahora en más comparará todo lo que escriba y todo lo que haga en su vida con la belleza del Cerro. Si alguna vez llegara a crea algo, a hacer de mis días un poema que sea la mitad de bello y pleno y eterno que el pastito que nace en una roca cualquiera del Cerro, entonces que me den un poncho, un sombrero y una guitarra, me voy a dormir tranquilo, a fundirme en la tierra, a hundirme en el río, a evaporarme y ser nube, para caer como lluvia y adornar por un segundo la cumbre del Cerro Colorado. No hay otra gloria ni otra felicidad posible.
1.2.09
No estoy ahí
Qué es el hombre, qué es, qué es, le dice el niño al padre, y el padre rascándose la cabeza le dice que no sabe, que no sabe lo que el hombre es, que le pregunte al árbol más lejano, el que crece solitario y sin sentido, el que nunca fue pequeño, el que nunca muere, el más antiguo entre las cosas más antiguas del universo, y el niño arma el bolso y sale tranquilo a visitar el árbol más lejano y más antiguo, en el camino no se pregunta nada porque en su cabeza sólo existe una cuestión que lo angustia, qué es el hombre, qué es el hombre, se lo preguntó su abuelo antes de morir, le dijo que él no moría porque nunca había sido, que había sido miles pero ninguno él, ése que moría, que recién era el que moría minutos antes de morirse, y que durante su juventud había estado preso y había sido amado, odiado, ignorado, amante de la literatura, navegante de los mares, pero que entre todos esos seres que habitaban en su mundo ninguno era el que moría, entonces, nieto, qué soy, quién muere, de dónde sale este miedo, averigua hijo qué es el hombre, cuál de todos somos, si es que en verdad existimos, no nací sin antes haber muerto y no fui niño (decía el abuelo) sin antes haber dado un tiro al bebé que jamás existió; mírame, muerto y sin embargo no estoy aquí. El camino era largo como la pena, las piedras eran hondas como la oscuridad de la noche, y sobre el vacío se recostaba el árbol, apenas viejo en su eternidad. El niño le preguntó qué es el hombre, pero el árbol no dijo nada, quedó callado como callada estaba la luna. El niño preguntó nuevamente y al no encontrar respuesta golpeó el tronco con angustia y desengaño y se tiró con los dientes apretados sobre la tierra húmeda para intentar dormir. El niño se hizo adulto, envejeció cambiante, con el lamento de crecer y marchitarse, de no encontrarse jamás, y no comprendió a las personas que no cambiaban, que era siempre una en su vacío, que tenían su ser fijado en las costumbres, en los usos y las costumbres, en la maquinal copia de los modales y los pensamientos, en la educación petrificada y caduca, en la moral putrefacta, ellos vivían en el vacío del ser, jamás cambiaban, eran constantes, se fijaban objetivos nimios, vulgares, y los conquistaban sin cambiar, eran doctores nacidos en familias de doctores, algunas noches se permitían ser otros pero enseguida volvían a sus máscaras, máscaras que disimulan el vacío del no-ser, en cambio yo fui escritor pero no soy escritor, fui poeta pero no escribo poesías, fui mecánico pero olvidé como hacerlo, soy marxista y luego anarquista, creo en dios y luego lo detesto, amo a Jesús para escupirlo, soy tantas cosas, tantas cosas, profundamente, no una moda, he sido tanto y no soy nada, y no he fallado, es que la naturaleza del hombre (dijo el árbol) es un péndulo sobre la falta de identidad, hoy eres francés y mañana búlgaro y pasado mañana te preguntas qué es ser francés o búlgaro, si eso realmente te constituye como ser y te das cuenta que no, que sos de River, de Juventus, de Boca, pero que nadie es de Boca o de River, o búlgaro, que todo es un invento y luego te encuentras convertido en cínico y te asqueas de ser cínico y prefieres creer en algo, entonces te aferras a la naturaleza, que nunca defrauda, y te gustaría ser tallo de la flor más pobre pero es imposible porque eres hombre, tristemente un hombre, no puedes dejar de ser, jamás, de buscar aferrarte y entonces, niño (dijo el árbol), te daré la respuesta: el hombre es la alegría de no ser y al mismo tiempo de ser todo, su arte debe ser el cambio, hoy campesino, mañana amante, poco importa si lo que guarda en su bolso es una planta que hecha brotes en la oscuridad. Y así, un día, comprendió las sabias palabras del árbol y se borró la cara, se desdibujó las facciones, se eliminó de la tierra en busca de la auténtica verdad, que es el cambio, la verdad es que no existe verdad, la certeza es la búsqueda de la certeza, somos cuando nos liberamos y buscamos incasablemente el ser, pero esa búsqueda no debe tener final, el anhelo no debe ser el hallazgo del tesoro, sino la poética búsqueda, la plenitud del heterónimo. Soy todo lo que me rodea, soy mis libros, mí música, mi palabras, mi mirada en otra mirada, y a la vez no soy nada de eso, soy un cowboy, un negro que toca la guitarra con las manos doloridas, soy un fantasioso en un mundo de jirafas, soy el realista que ama las cosas, soy el aventurero que migra de ciudad, soy el burgués que quiere su hogar, soy el creador, soy el perdedor, el ganador, el amado, el que no tiene eje, el que no está, pero jamás el mentiroso, jamás el hipócrita, jamás el de palabras falsas, jamás porque sencillamente no miente quien hace de la mentira un arte y quien aplica el arte a su vida, no soy el que miente con la risa, soy el que ríe sin carcajadas, soy el que se enreda en palabras y busca la plenitud del instante perpetuo bajo el árbol, sobre la tierra húmeda, esperando la respuesta del árbol más viejo, para recibirla y luego olvidarla y no estar ahí y no ser nadie para ser todos y no morir nunca excepto todos los días.
6.1.09
Historias breves
Ismael gana la lotería y se tira del séptimo piso de un edificio. Jorge deja a su novia y comienza una vida de desdichas. Sabrina mira la televisión y descubre que la felicidad es posible. Carlos juega con su nieto en la plaza y llora de tristeza. Amalia se recibe de psicóloga y decide dedicarse a escribir poesía. Antonio se tropieza en la vereda y antes de morir por el golpe recuerda que se olvidó de comprar el pan. Analía desarma el arbolito y recuerda lo cruel que era su profesor de segundo año. Guido no puede parar de reírse mientras duerme en el hospital. Román estudia Derecho y piensa que estudiar no sirve para nada. Marcelo maneja su auto y lo asaltan unas ganas terribles de chocar a la moto que tiene enfrente. Ernesto entra a la oficina y se pone a bailar en puntas de pie. Mariana se pinta los labios y se mete a la ducha. Catalina vende los zapatos de nene que nunca usó. Lorena corre una maratón desde el borde de su cama. Pedro se lastima el dedo y descubre la verdad sobre la vida. Valentina mira a su papá desde el suelo y lo comprende todo y se rie y se babea. Joaquín se pone el chupete en la boca mientras el sol le dice algo. Albertina nota cuánto le cuesta dar la vuelta manzana y se siente más viva que nunca. Martín se vuelve ateo y decide estudiar para ser cura. Alejandro se va de vacaciones con su familia y pasa los peores días de su vida. Julio quiere infinitamente a sus padres y los asesina a cuchillazos. Ludmila se droga todos los fines de semana y de lunes a viernes trabaja en un cotolengo. Muriel es la más hermosa e inteligente de la clase y se dedica a robar supermercados. Rolando extraña a su hijo a pesar de que no es padre. Margarita se descalza y no sale nunca más de su casa. Julián sale a correr desnudo y todos los ignoran. Luis descubre quién es el asesino y decide no decírselo a nadie. Facundo está tirado en el sillón y se da cuenta que su perro lo entiende. Gabriela es nombrada ministra y no ve la hora de volver a su casa a matar mosquitos. Nicolás duerme profundamente hasta que se despierta y vuelve a soñar que duerme. Carolina es la intelectual más importante de Francia y no puede atarse el pelo correctamente. Mirtha se peina, se maquilla, se viste, y corre por la terraza tratando se agarrar a su hermano. Miguel no encuentra a su gatito y se pega un tiro con la escopeta de papá.
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